miércoles, 8 de agosto de 2012

LA POSADA DE LA CONDESA DE CALATRAVA



El sol calentaba como sólo lo hace en los meses de verano en el centro de España, con esa intensidad que abrasa y agobia. La corbata me arranca la respiración. Busqué un local donde aliviar la tortura del asfalto.

Aquel día fue el comienzo y el final. Un cúmulo de muchas imprevisiones y un inciso en la soledad de mi desierto urbano. El destino reiterado me amargaba y su aparición, efímera y eterna, aportó el viento lozano que precisaba. Todo transcurrió en horas pero daría lo que fuera por volverlas a vivir. Ella sólo buscó un alma cándida para pasar inadvertida y escapar. Huía de algo taciturno y cruel.

Sus ojos, castaños y profundos hasta perderse en ellos, eran desafiantes e intrépidos. Parecía que de un atisbo descubriera los más íntimos secretos. Se cruzó con mi mirada en la posada de aquella histórica ciudad. Mi existencia estaba vacía y mis ambiciones, que nunca fueron demasiadas, satisfechas. Creía que ya poco me quedaba por ver y vivir. Se acercó a mí, agarró mi brazo y comenzó a hablarme desaforadamente:

- Buenos días. Mucho calor y eso que sólo son las nueve. Tienes el nudo de la corbata un poco torcido aunque tu aspecto es formidable ¿Qué tal la velada de anoche?

Le mire sorprendido. Acababa de llegar a aquella localidad y evidentemente se confundía. No sé porque le conteste y le seguí el juego:

-Mis veladas últimamente no son demasiado buenas. Y llevo parte de la noche de viaje, acabo de llegar.

Sin soltarme del brazo siguió hablando, ignorándome y continuando con la farsa:

-¡Qué tonta! Pero me has caído simpático. Tu aspecto es tan apuesto que te había confundido con otra persona ¿Vienes por vacaciones?

La conversación era absurda. No conocía de nada a aquella mujer y no sé porqué seguía hablando con ella. Miraba directa a mis ojos y yo a los suyos, inhibía mi voluntad. Me dejé llevar, no tenía nada mejor que hacer en un par de horas.

- Hola, vengo por tema de trabajo — le tiendo la mano—. Soy abogado. Me llamo Mario.
- Yo soy Elena. Te encantará mi ciudad está llena de encanto — pensativa—. Lo siento, que me has dicho que venías por trabajo. Me aburro. ¿Has desayunado? Si no le importa podemos hacerlo juntos. Aquí, en la judería, dan unos almuerzos magníficos. El desayuno debería ser la comida mejor del día pero, ya se sabe como somos, todas las comidas son buenas, nos da igual la hora. Pensaras que estoy loca. Venga vamos, no te arrepentirás.

Acepte, irresponsablemente y sin rechistar. El almuerzo fue soberbio; disfrute de cada momento y bocado. Hablamos de cosas intrascendentes y divertidas; hacía tiempo que no me reía como lo estaba haciendo con aquella extraña. Elena me recordaba a mi esposa cuando era joven; fue como volver a estar con ella. El pelo corto y oscuro; la cara joven e inocente; talante rebelde e insolente; aquel lunar en la mejilla; sus ropas desenfadadas, confortables, dejando entrever aquella figura recia, exultante y provocadora. Era la misma persona con un toque salvaje, alocado y frívolo. La añoranza me hizo pensar, por un momento, que ella había bajado un ratito para charlar conmigo desde su largo e imposible regreso.

Terminamos y me despedí. Mi cita por asuntos laborales era a las doce. Quedamos para comer juntos en aquel mismo lugar “La Posada de la Condesa de Calatrava”.

La mañana se me hizo eterna. Estaba impaciente e inquieto. Ansiaba que llegaran las tres y a su vez me ahogaba el miedo ¿Dónde me estaba metiendo? La verdad es que nadie se arrima sin una causa a alguien desconocido y bastante maduro. Tal vez trataba de timarme, algo tenía que perseguir o sólo era una joven aburrida ¡Los tiempos han cambiado tanto!

Cuando llegué a la posada recorrí ansioso todo el comedor localizándola en breve. Mi corazón se aceleraba por momentos como si intentara garantizar que aún seguía vivo. Me dirigí directo a ella.

- Hola Elena, ¿Comemos?—hice una pausa—. Me gustaría que me dijeras que pretendes. Mejor no me lo digas, prefiero ignorarlo pero te aseguro que no soy presa fácil. Haremos como si nos conociéramos de toda la vida.
- Sólo quiero que me saques de aquí en tu coche. No temas, no pretendo nada, sólo irme lo más lejos posible. Si lo prefieres nos podemos marchar, no tengo demasiada hambre— con ironía—. He desayunado muy bien.

Sus ojos desprendieron un brillo febril. Era una locura pero me pareció sincera. Tome su pequeña y esbelta mano en la mía y la sugerí con un ademán que adelante. Yo tampoco tenía hambre.

Recorrimos las calles despacio hasta mi coche aparcado en una callejuela inhóspita. En el vehículo abrazó mi cuello y me besó con una pasión violenta. La desabroche los botones de arriba de su blusa y la acaricie. Ella se subió a horcajadas sobre mí y continuo besándome mientras sus manos aflojaban mi corbata y también desabrochaba mi camisa y mis pantalones. El deseo usurpó mi cuerpo y...

Yo, un hombre tradicional, que deploraba las conductas lascivas, los desenfrenos de la juventud, estaba allí como un adolescente liviano. Con mis cincuenta años arrastre todos mis principios. Cuando ya mitigamos la exaltación y recobramos la compostura, no olvidare sus palabras, me dijo:

- Mario olvida todo lo que aquí ha pasado. Esto sólo ha sido un choque de sentimientos, una descarga de adrenalina por parte de ambos. Tú necesitabas sentir y yo, eufórica por algo que no tenía que haber hecho, cerciorarme de que aún quedan buenas personas. Te escogí a ti como podía haber escogido a cualquiera. Eres excepcional, me hubiera gustado conocerte más pero es imposible. Sentí tu soledad y conocí a tu esposa. Sé que por un momento has revivido algún fragmento de tu existencia con ella. He poseído en mi joven pero duro recorrido un pedacito de felicidad como la que tú has tenido. Soy un ser infame, maltratado y cansado. Me has dado alientos y esperanza. Tal vez algún día yo también tenga mi alma en paz. Arranca y marchémonos.

Tras unos doscientos kilómetros sin apenas hablar, le dejé donde ella me indicó, en una estación de tren de un pequeño pueblo. Sin volver la cabeza desapareció en las entrañas de aquel pequeño apeadero.

Cuando llegué a mi casa, exhausto, me tumbé en la cama. Mire el retrato de mi esposa y lo besé. Sentí que ella guió los pasos de Elena para sosegar en mí el desaliento y la soledad. Y así me quede profundamente dormido.

Al día siguiente, como habitualmente, salí a comprar el periódico. En primera página, en el ángulo inferior izquierdo, había una noticia que llamó mi atención y me dejó petrificado:

“Ayer en “La Posada de La Condesa de Calatrava” fue encontrado muerto, con un fuerte traumatismo cráneo-encefálico Don Juan Jabalón, conocido y acaudalado ganadero. La autora del crimen se cree que puede ser su hijastra Elena Moreno de la que no se ha encontrado pista. Le acompañaba la noche anterior cuando ocuparon una habitación en dicha posada. Se especula que el móvil del crimen ha podido ser los continuos abusos del ganadero a la joven. Ésta accedía a dichos abusos ante las amenazas de abandono y desahucio por el delicado estado de salud de su progenitora. Don Juan costeaba un tratamiento muy caro en Houston para su esposa y madre de Elena.”

Elena, mujer de raza, determinó acabar con su mayor problema y dejar a su madre en la mejor de las situaciones. Heredera única de una gran fortuna después de años de sufrimientos y engaños. Me fijé en el nombre de la posada, describía su persona y semblante. La Condesa de Calatrava altiva y de gran linaje, fuerte y visceral.

Me puse en contacto con la policía. Hasta el día de hoy no he vuelto a saber de ella. Me complacería volver a verle y tender mi mano como aquel día, en la posada y en aquella histórica ciudad. Suelo estar pendiente de las últimas noticias y sucesos. Siempre hay alguien en peores circunstancias que uno mismo y siempre hay un motivo para seguir viviendo.