jueves, 26 de diciembre de 2013

EL MONJE GUERRERO


“Delgada línea separa la casualidad del destino”

Agamar era un hombre de sensatez, de equidad y misericordia. Los que luchaban a su lado lo consideraban un honor y, los que no lo hicieron, un menoscabo. Guerrero de pocas palabras y mirada escudriñadora había olido demasiada sangre, sabía que los actos, tarde o temprano, tienen consecuencias y los sucesos se encadenan en el tiempo. En muchos instantes había sentido la muerte cercana y cada vez la percibía más próxima. Cansado, quería volver a su tierra entre olivos y retamas.

Las últimas contiendas iban arañando su corazón, mermando sus impulsos. La espada hundiéndose en los cuerpos de jóvenes, mujeres y ancianos fue el desencadenante de su decadencia. Sería considerado un traidor si se marchaba pero esos no eran sus principios. Cuando entró en la orden, hacía ya tres lustros, debía ostentar y aplicar las sietes virtudes: fe, esperanza, caridad, justicia, prudencia, fuerza y templanza. Su fe se tambaleaba; mató en nombre de las creencias que profesaba pero recelaba si la fe justificaba las matanzas. La esperanza daba la fuerza del poder de Dios pero el abuso de dicha fuerza había alejado su corazón del Padre. La caridad era una nebulosa ante la crueldad de los asedios. La justicia, en muchas de sus ilícitas contiendas, le destruía. La poca prudencia tras el dominio había dañado su cuerpo y espíritu. La fuerza de los primeros tiempos, ahora, habían hecho a su espada dominadora y soberbia. Y la templanza, de donde provenía el nombre de la orden, le deshonraba por la desmesura de la autoridad.

En estas divagaciones se encontraba nuestro guerrero cuando en el campamento se rumoreaba sobre la visita de un noble poderoso, el secretismo formaba remolinos en las tiendas. Agamar fue llamado para presentarse inmediatamente ante sus superiores. Sorprendido, se colocó la túnica y la capa, se colgó su espada de doble filo y ubicó su yelmo en el brazo derecho. Ya en la tienda del mariscal reparó en un caballero de espaldas, frente al altar. Tras presentarse el desconocido habló sin girarse:

- Hace tiempo que nuestros caminos se cruzaron, hoy lo vuelven a hacer, no te he olvidado en estos años. Eras joven e impulsivo pero tu discurso se imprimió en mi mente—y pensó que su puñal le inutilizó la mano— salvaste la vida y yo ahora vengo a ponerte al borde del precipicio.

Agamar reconoció al instante la voz del Conde. Habían pasado demasiados años, cierto, pero era inconfundible su tono dominador y displicente. La última vez que cruzaron sus miradas Agamar estaba bajo la protección de la Iglesia donde acudió tras el altercado con el Conde. Él tampoco olvidó su mirada de odio ante la imposibilidad de colgarle de un árbol. Atentó contra su Señor, le clavó su puñal en la mano cuando iba a cortar la extremidad de un niño por robar un trozo de pan. Ante el desconcierto, consiguió huir al monasterio y aceptó la propuesta del Prior de ingresar con los monjes guerreros para defender los Santos Lugares y ganar el perdón de los pecados. Su juventud no había sido demasiado honorable, mujeres, juego y alcohol llenaban las horas tras las jornadas de trabajo. Muchas peleas y duelos a espada, arma que manejaba con destreza desde joven.

- Bienvenido seáis conde Odalric ha estos Santos Lugares. Yo tampoco he olvidado las circunstancias de nuestro último tropiezo. Creo que he expiado bien mis culpas.
- Tal vez con este último trabajo las expiarás del todo y nuestros corazones quedarán en paz. He solicitado de tu superior que lleves a cabo una misión de alto riesgo pero también de gran honor. Tu Mariscal dice que ya es hora de regresar al castillo de Corbins tras tus muchas batallas, que te vendrá bien el recogimiento y la oración.
- Estoy de acuerdo y a vuestra disposición. Acataré las órdenes como hasta ahora lo he hecho.

Trascurrieron más de tres horas hasta que Agamar regresó a su tienda. En ese tiempo fue informado de las maniobras a seguir. La misión consistía en llevar unos salvoconductos y una pieza de gran valor al castillo de Corbins. Para ello tendría que atravesar durante dos jornadas tierras enemigas, enmascarado, hasta llegar al puerto donde le esperaban. Al amanecer del siguiente día, ataviado con harapos sarracenos partió también con una cabalgadura árabe. Percibía que el peligro no estaba en tierra enemiga.

Tras dos días cabalgando sin parar salvo lo preciso para que descansara su caballo, tuvo suerte, a penas se cruzó con bicho viviente. Ya en zona portuaria, el sitio más peligroso, buscó a Sallah que era el contacto para subir a bordo del barco que le llevaría a tierras cristianas. Todo salió de forma insospechada, demasiada suerte para sus expectativas. Desde el principio, tras el encuentro con el Conde, aquella misión intuía que le llevaría de nuevo a presentir la muerte demasiado cerca.

El viaje por el mar Mediterráneo fue bastante tempestuoso, fuertes lluvias y varias tormentas hicieron de la travesía un infierno, el frío se caló hasta sus huesos y no fue capaz de templar su cuerpo en las dos semanas que trascurrieron. La mañana donde avistaron el puerto de Génova fue la primera que volvió a ver el sol tras su partida del puerto de Jope. Sabía que en cuanto desembarcara comenzarían los problemas y no se equivocó.

Sus ropas de comerciante disfrazaban su misión. Lo primero que hizo fue buscar dónde comprar una montura. Preguntó a uno de los mercaderes del puerto y le indicó sin mayor problema. En Génova no dejo de sentir unos ojos clavados en su nuca, le seguían. La espada corta que llevaba en la cintura cerca de su mano izquierda, era zurdo, algo no muy bien visto en su época, por lo que tuvo que aprender con ambas manos, pero siempre, en toda contienda, primaba la zurda. Tenía en una primera instancia que dirigirse a la iglesia de Santa Margarita en Turín donde ya vestiría su indumentaria. Se puso en marcha inmediatamente, tras cinco horas sin apenas descansar, la noche fue cayendo y buscó dónde refugiarse, encontró una posada pequeña en el camino.

Al entrar vio que la posada disponía de unas seis mesas, dos de ellas ocupadas. En una había cuatro caballeros de aspecto humilde, no se le despintó que las espadas que portaban, por su conocimiento en armas, eran de gran nobleza; dichos caballeros ignoraron su presencia. En la otra mesa un mercader con un robusto criado, este último al entrar le miró sin disimulo y siguió sus pasos. Tras hablar con el posadero volvió a salir para coger sus enseres del caballo, al darse la vuelta, los cuatro caballeros le rodeaban. Uno de ellos se dirigió a él por su nombre, le conocía.

- Hola Agamar. —con sarcasmo— Supongo que no me has podido reconocer o tal vez sí.
- Cómo no reconocer al perro del Conde, al más faldero y traidor—situando su mano sobre la espada.
- Pues terminemos pronto, creo que traes algo valioso para nosotros.

Ya no hubo más palabras. Agamar se puso en posición defensiva cubriendo su espalda con el propio caballo. Estaba en desventaja aunque no era la primera vez, pero aquellos perros tramposos también estaban curtidos en la batalla. Desenvainaron y el silencio de la noche se llenó de sonidos metálicos. Tras unos minutos Agamar se dio cuenta que las órdenes eran acabar con su vida, todo había sido una maniobra de Odalric, el odio se había acentuado con el tiempo clamando venganza. La lucha no estaba siendo para él propicia.


En la puerta de la posada apareció el recio criado del mercader con un gran tronco entre sus manos y comenzó a dar fuertes golpes a los atacantes. Ante el asalto por la retaguardia los caballeros perdieron la concentración. Agamar asió una estocada de muerte a uno de ellos, otros dos quedaron en el suelo con sendos golpes en la cabeza por el tronco que enarbolaba el criado y el cuarto, ante el cambio de la situación, corrió hacia un grupo de caballos que pastaban cerca, con las monturas preparadas para marchar.

Agamar estaba herido, tenía un corte profundo en el brazo y una leve herida en la pierna. El criado lo ayudó metiéndolo a la posada, pidió a la posadera agua y unos paños para cortar la hemorragia del brazo.

- Gracias amigo, estoy en deuda con vos.
- Creo que la deuda está saldada. —con una leve sonrisa y brillo en los ojos— Dios ha querido que le devolviera el favor a vuestra merced.
- ¿Nos conocemos?—con voz entrecortada.
- Gracias a vos mi brazo permanece unido a mi cuerpo. Cuando era niño usted impidió que el conde Odalric me lo cortara.

Delgada línea separa la casualidad del destino.Los actos tarde o temprano tienen consecuencia y los sucesos se encadenan en el tiempo.

martes, 3 de diciembre de 2013

EL CASERÓN DE LÓPEZ


“Mientras tú sientes mucho y nada sabes, yo, que no siento ya, todo lo sé” Bécquer

Me enviaron a cubrir la inauguración de la librería cafetería El Caserón de López. La apertura de dicho establecimiento iba acompañada de una exposición de fotos del acreditado fotógrafo Marcelo. Estaba situada en un edificio emblemático, antiguo Palacio de los López. El edificio, en lamentable estado tiempo atrás, había sido restaurado respetando su arquitectura. Cuando entré en su amplio zaguán me envolvió un ambiente arcaico. Estaba decorado con objetos eclécticos de distintas épocas: Mesas ovaladas de roble, sillones de piel con capitoné, lámparas de estilo tiffany sobre mesillas auxiliares, candelabros, etc. Una gran chimenea de mármol negro caldeaba el espíritu, distintivo de la diosa del fuego Brigit que también era la diosa del arte y la poesía. Al fondo, una amplia galería con multitud de anaqueles llenos de libros alternando con los retratos de la exposición. Las fotografías eran en blanco y negro, de rostros jóvenes desde diferentes ángulos.

Muchas eran las leyendas del Palacio de los López, de fantasmas y de extraños sucesos que ocurrían al caer la noche. Todas estas quimeras lo único que hicieron fue aumentar más la curiosidad por visitar el nuevo local. Había muchísimo personal por todos lados. Los camareros, en un devenir incesante, repartían café, chocolate y dulces en atiborradas bandejas.

Después de un rato observando los retratos de la exposición, me sentí cansada, me aburrían estos eventos pero no quedaba otra, el trabajo era trabajo. Al final de la galería había una especie de reservado con dos cómodos sillones individuales y una mesa de café. Me senté en uno de ellos y pedí a uno de los camareros un chocolate. Aquella zona estaba más despejada. Frente a mí una gran estantería repleta de libros y un retrato de un hombre, sólo se veía el mentón recortado con una corta barba, unos labios y una recatada nariz.

Aquel enigmático mentón me despertó una tremenda curiosidad. Me gusta mirar de frente y a los ojos, siento el corazón en la mirada. La foto me privaba de mi más fehaciente evaluación. Los labios, silenciosos, expresaban con su mudez miles de ideas y pensamientos. La sabiduría del que calla y disipa lo mordaz.

Aquellos grises y negros de la imagen me recordaban la noche. La oscuridad esconde los mayores misterios, las sombras más oscuras, la muerte. Átropos se pasea por las tinieblas cortando los hilos del destino. Puede ser la mayor de las oscuridades o el más sabio de los resplandores; tiene ese sentimiento encontrado. Es el cómplice perfecto de violentas pasiones que fertilizan cuerpos. La noche también estaba en el retrato.

El instinto primigenio de aquella barba incipiente. El roce sobre el cuerpo desatando los sentidos ancestrales. Por aquel entonces no había rostros rasurados. El hombre es y será cazador, de sueños o realidades, pero su barba lo delata. El poder de la virilidad, de la seducción, del caballero, del guerrero. Un maquiavélico manipulador que oculta su rostro.

El retrato me trajo todas aquellas divagaciones. ¿Me revelaría sus secretos? Un agradable aroma a rosas se apoderó del entorno. Las voces se fueron disipando. Con mi mirada fija en el retrato percibí como si aquel se girara en un leve movimiento, dejando en el giro como una estela. De pronto, estaba en la misma galería pero era diferente, no había alboroto y la estancia estaba más oscura.


Cerré los ojos intentando centrar la vista y al abrirlos alguien estaba sentado en el otro sillón. Me sobresalté pero el hombre en cuestión, con un ademan, me expreso que me tranquilizara. El retrato había desaparecido de entre los anaqueles. Volví a mirarle aturdida y me habló:

- Cuando la noche cae suelo salir de entre las sombras. Vuestro rostro me es familiar. ¿Venís mucho por mis reinos? No importa, solo decirle que me agrada su regreso. En el ladrillo del pozo, donde está grabado mi escudo, encontrarás mis secretos. Ha pasado demasiado tiempo pero me alegro infinito de verla, Majestad. Estoy cansado.

En aquel preciso instante alguien me golpeó en el hombro.

- Señorita ¿Se ha quedado dormida?
- Perdón—aturdida— ¿Cómo dice?
- ¿Se ha quedado dormida señorita? Ya ha terminado la inauguración. Un poco más y se queda aquí encerrada. Permanecería atrapada en estos muros hasta mañana y ya sabe lo qué se cuenta: por la noche los fantasmas pasean por el palacio.

Me había quedado dormida mirando el retrato o algo extraño se había apoderado de mí. Me disculpé y me dispuse a marcharme, pero antes de salir, le hice una pregunta al camarero:

- Perdone que le moleste de nuevo, el palacio tiene un pozo.
- Sí, lo puede ver a través de la puerta acristalada a su espalda. Está en el patio interior, se tiene intención también de abrirlo al público pero aún no está restaurado.
- Me podría hacer un último favor ¿Puedo verlo? Me han enviado para hacer un artículo sobre el evento y puede ser de interés.
- Es tarde pero si no se entretiene demasiado no hay problema. La puerta está abierta.

Pasé al patio, me acerqué al pozo y apoyando mis dedos sobre el brocal comencé a girar alrededor de él. Cuando llevaba recorrido medio borde vi un ladrillo con un escudo. Me agache, di unos golpes sobre él, estaba holgado en su hueco. Lo moví un poco y salió hacia fuera. Había una oquedad y en ella un una bolsa de cuero. Mis ojos se salieron de las orbitas. Abrí la bolsa y deposité en mi mano lo que contenía: unas monedas doradas y un broche de esmeraldas. El camarero, también abrumado, me preguntó cómo sabía de aquel escondite. No quise darle una explicación. Llamó al dueño y aquel se sorprendió aún más al ver el broche.

- ¡No puede ser, el broche de la Duquesa! ¿Cómo lo ha encontrado?
- ¿Sabe usted qué es esta joya?—con una expresión de sorpresa.
- Cuenta la leyenda que Don Carlos López, escudero del Rey, estaba enamorado de la Reina, su amor era recíproco. Se veían a escondidas. Ella mandaba a una de sus doncellas con un saquito de cuero con unas monedas de oro y el broche de esmeraldas. Cuando Don Carlos lo recibía sabía que esa noche podían verse en una antigua y alejada capilla de palacio donde apenas iba nadie. Alguien traicionó a los amantes. El Rey se presentó en el palacio de los López en busca de la joya como indicio del delito pero jamás fue encontrada. Don Carlos fue acusado de perjurio y murió días después, ajusticiado. Salvaguardó el nombre de su amada, la Reina, al no hallarse el broche. Se llamó el Broche de la Duquesa pues las esmeraldas fueron traídas de la Indias por una poderosa duquesa de aquella época, con las que se hizo dicho broche y fue regalado por ésta al Rey.

Conté al dueño lo ocurrido en aquel apartado lugar de la galería. El fantasma de Don Carlos me había visitado, no sé muy bien si en sueños. El propietario se acercó a un estante cercano a la chimenea y cogió un gran libro de cuero, entre sus apergaminadas hojas había unas láminas que me mostró. Una era el retrato de Don Carlos al que reconocí al instante, otra era la imagen de una mujer con corona. Volví a sorprenderme. ¡Aquella mujer se parecía a mí!

La inauguración de la librería cafetería el Caserón de López es uno de mis mejores artículos, y una de mis más emotivas y fantasmagóricas historias. Creo que aquella noche me enamoré del lugar y de Don Carlos. Suelo visitar con asiduidad el local. Siempre me tomo un chocolate al final de la galería, en el reservado, pero jamás he vuelto a recibir la visita de tan gentil amante. No pierdo la esperanza de que un día regrese.