viernes, 21 de marzo de 2014

AMANTES, AMADOS


“Los hombres siempre se empeñan en ser el primer amor de una mujer. Las mujeres prefieren ser la última novela de un hombre.” Oscar Wilde

Guardaba algunos recordatorios en aquel cajón de la mesa de su despacho: fotos sin rostro, un pañuelo con perfume, una barra de labios gastada, algún que otro poema y una carta, sólo una. Aquellos objetos se hallaban encerrados con una llave que colgaba sobre su corazón. El último de dichos objetos, una carta, sólo una, la de despedida; bonitas palabras para tan despreciable embajada. Ella con sus tacones de vértigo y sus ajustadas ropas ya no sentía chispas cuando le miraba, ya no le quería.

Por la mañana cuando él llegaba al despacho abría aquel maldito cajón, el inexorable signo de culpa, de traición. Su corazón estaba inundado de pena. Eva se había ido y lo triste es que él la dejó escapar. Nada más lejos que su ausencia de amor. Él, mes tras mes, la perfumaba con falsas promesas de abandonar a Sofía. Ella, cansada de esperar, se marchó para jamás volver la vista atrás.

Sus jugosos labios humedecidos de néctar le volvían loco. La dichosa fruta no sería lo mismo sin Eva. Siempre, después de hacer el amor ella, desnuda, se iba a la cocina y venía mordiendo una roja y lustrosa manzana. Alguna vez le había dicho “Soy la manzana de tu pecado amor, pero en el pecado llevarás la penitencia”.

Así era, el pecado le consumía. Había traicionado a la madre de sus hijos, con la que luchó codo con codo para sacar adelante la familia; a quien también quería pero el enamoramiento murió tras la rutina de los años. Había engañado a Eva con juramentos que jamás concibió cumplir, nunca pensó dejar a Sofía. Hoy se escondía tras la apariencia de un hombre feliz con un alma triste. Su entorno le idolatraba por ser un impecable marido, hombre cabal. Y toda esa veneración aún le asfixiaba más. Podía engañar a los demás pero no a sí mismo.

Jamás pensó que a sus cincuenta años encontraría la pasión desatada con aquella exuberante mujer de ojos felinos y cuerpo de chocolate. Su aroma le enloquecía; le exaltaba de tal manera que la cubría como si fuera un potro en pleno desenfreno, una y mil veces. Había incluso perdido el control sólo con su pensamiento, con la imagen de ella en la cama mostrándole indolente sus pechos o su sexo.

Ahora sólo podía refugiarse en aquel maldito cajón que despedía su perfume, el deseo y la culpa. Y así pasaban los días cotidianos, en la desesperanza de su marcha y en la inamovible existencia de una senectud sin pasión. Estaba lleno de anhelos por Eva y de mala conciencia por Sofía. Ni siquiera en sueños podía dejar galopar sus apetitos.

Aquella mañana, Sofía le dio un beso delicado que le supo a miel, le enardeció. “Pasa buen día cariño, has tenido una noche inquieta”. Desde luego no había dormido bien. En esa maldita oscuridad onírica Eva volvió para borrar sus huellas, desnuda, con los pies descalzos se perdió en la niebla.


En el coche, camino al trabajo, la ternura de Sofía le había hundido más en el fango. Llegó malhumorado a la oficina. Como todas las mañanas, abrió el cajón y con sorpresa lo encontró vacío. Lo sacó y lo puso boca abajo incomprensiblemente, buscando su rastro. Los mensajes del destino se lo dejaban claro. Sus huellas se habían borrado para siempre. Había que pasar página.

Donde hubo fuego, aún podían quedar brasas. Sofía, a pesar de sus muchos descuidos, nunca le había fallado. Ni un mínimo reproche ante sus desatenciones. Seguía siendo una mujer bella. Él cegado por el azúcar caribeño había desdeñado la dulzura de la tierra. Aún estaba a tiempo de enmendar el agravio. Y tal vez sobre el lecho de hojas ante el ocaso, él confesaría el pecado y ella le eximiría de su desliz.

Una ofuscación ocasional nos puede traer el más deslumbrante de los amaneceres. La libertad es lo que tiene, te da alas para volar cuando lo que te rodea no te arropa o conciencia para no olvidar los principios y el amor verdadero.

jueves, 6 de marzo de 2014

PRELUDIO EN BLANCO Y NEGRO



“Una historia no tiene principio ni fin: uno elige arbitrariamente ese momento desde el que mirar hacia atrás o desde el que mirar hacia adelante.” Graham Greene

El viento empujó sus pasos o tal vez no. Por alguna razón sus caminos se debían encontrar. Una oscura niebla puede ser atravesada por un rayo de luz. Nunca sabemos dónde se halla nuestro destino, afrontar los cambios y vivir sin miedo hace evolucionar los corazones.

Él la había traicionado con alguien en quien confiaba, mejor dicho, confiaba en ambos y abusaron de su devoción por ellos. Domingo desolado, tras dos días de introspectivos silencios. El corazón de Paula sólo clamaba venganza. Y en todo aquel atropello de sentimientos encontrados, una llamada, un compromiso, un encargo; la decisión estaba en sus manos. Determinó buscar al individuo. Y arrastrando su inclinado cuerpo cruzó el umbral.

Paula se dirigió hasta los restos de un antiguo palacio. Lo que se suponía hace mucho tiempo una fastuosa entrada, hoy apenas se sostenía en pie. Se fijó en una columna de granito donde se desdibujaba una cabeza de león con las fauces abiertas, pretendiendo intimidar al que irrumpiera en sus dominios. El palacio en medio del campo había conocido tiempos memorables pero estaba como ella, en ruinas. Aquellos vestigios no volvería a restaurarse pero ¿Y ella?
Traspasó el portón que aún conservaba un fanal. Entró en el hall de suelo ajedrezado que daba pie a lo que fue una ostentosa escalinata, le faltaba un tramo de la barandilla y muchos maderos de sus escalones habían sido arrancados. Miró hacia arriba, parte del techo también destruido y lo que quedaba exhibía un deslucido artesonado, se quedó deslumbrada.

Un ruido la sacó del embelesamiento. Giró la cabeza hacia el lugar de dónde provenía el sonido, era una mezcla de lamento y roce de ladrillos. En una de las esquinas, sobre un montón de escombros allí estaba, un cuerpo que se batía con torpes movimientos. El primer instinto fue salir corriendo. Bastante tenía ella cómo para recoger basuras, pero se había comprometido.

Se acercó con cautela, a un paso de él en cuclillas le observó. Era un hombre de rostro joven y con incipiente barba, su lisa y larga melena se extendía parte sobre los cascotes. Llevaba puesto una camiseta blanca que dejaba ver unos brazos cubiertos de tatuajes; vaqueros ajustados con un cinto negro tachonado de remaches y unas All-star de un blanco roto. Sobre su cuello pendía de una cadena de plata una chapa, de esas de identificación, con un extraño dibujo. Se acercó un poco más. Entonces pudo ver que era un dibujo de una serpiente y debajo un nombre “Rajan”. En ese preciso instante, aquel desconocido se movió y la cogió del antebrazo, intentó zafarse, pero no lo consiguió. Con un susurro en una voz grave escuchó como pedía ayuda.
Cuando el sujeto levantó la cabeza ella advirtió que sangraba por un lado de la frente, tenía un ojo morado y sangre seca en la comisura de los labios. Sus nudillos estaban lacerados como de haberlos golpeado con una superficie áspera. Ella por fin se soltó y se alejó unos pasos. Él siguió con su brazo extendido.

Buscó en el bolsillo trasero del pantalón el móvil pero entonces él con un grito ahogado:

- Por favor no lo hagas, no llames a nadie. Ayúdame, llévame a un lugar dónde pueda recuperarme un poco y me marcharé sin molestarte. Por favor— intentando incorporarse sin lograrlo.

No sabía si era un asesino o un ratero, pero sí alguien de dudosas costumbres. Sus ojos terrosos se clavaron en los de ella suplicantes. Paula le cogió por la cintura y pasó el brazo de él por sus hombros. Después de grandes esfuerzos al fin consiguieron mantenerse en pie y dar unos pasos, él se echó adelante y vomitó sobre el suelo.

- ¡Mierda, menuda noche!— musitó ella, se le habían manchado las botas y las boquillas de los pantalones.

Cuando traspasaron el portón del palacio la noche había caído. Ella vivía en una urbanización cercana, en una casa rodeada de un minúsculo jardín de arces japoneses, bambú y rocas. El trayecto se hizo interminable hasta que traspasaron la cancela de entrada. No vieron a nadie, eran pocos los que allí residían y anochecido sólo vagaban los gatos.

Le llevó a su salón y le tumbó sobre el diván, le iba a tocar lavar el foulard que le cubría. Él cayó como el plomo dando una exhalación de alivio entrecortada por los tiritones, estaba helado. Paula se acercó a la estufa para encenderla con unos leños. Las noches de octubre comenzaban a ser gélidas. Trajo una manta y un vaso de agua, él bebió con avidez y volvió a recostarse quedándose inmóvil.

Paula se retiró a la cocina y preparó un té. Tenía un extraño en su salón lleno de golpes y en deplorable estado físico ¿y sí moría sobre el diván? El corazón se le aceleró. Miró por la ventana y vio el reflejo de una mujer exuberante, joven y estúpida; se abrazó al chal, él viento arreciaba y comenzaba a llover. Sola y con un desconocido en su casa.


No supo muy bien el tiempo que estuvo lucubrando frente a la ventana con la taza de té. Se dirigió de nuevo al salón, la estufa casi había consumido la leña y volvió a echar madera. Miró al sujeto allí tumbado y su expresión le produjo compasión. Además era atractivo, aquella melena, su incipiente barba, los tatuajes en los brazos y la forma de vestir la habían cautivado, eso seguro. Le dejó allí dormido y se fue también a dormir, de repente estaba agotada.
Ya en la habitación el móvil vibró. Miró el número de la pantalla y descolgó. Sólo dijo seis palabras:

- El halcón está en la jaula.

Paula sin mediar palabra apagó el teléfono y se metió en la cama.