viernes, 16 de mayo de 2014

CAPÍTULO 2 DE LA HECHICERA: EL CAPITÁN


“Tuve la sensación de que podía caer dentro de aquellos ojos.” Charles Bukowski

Caminaba por las calles sombrías y húmedas de Toledo con el capote cruzado en el pecho y calado el sombrero de ala ancha hasta las orejas. El mes de enero era junto con diciembre de los más fríos. Las mañanas amanecían cubiertas con abundantes heladas y con enormes carámbanos en los bordes de los tejados.

Su nombre era Miguel. Fue capitán de Tercio a muy joven edad. El nombre de su familia le proporcionó el rango. Tras la Tregua de Amberes en 1609 abandonó definitivamente la vida militar. Ahora ya, con 33 años, reconocía que el sargento Pérez le dio la capacitación de la que entonces carecía. También le otorgó una amistad basada en el honor, la disciplina y el orgullo.

Miguel de Dávalos era fornido y de piel morena. Sus cabellos estaban más largos de lo habitual y ensortijados; asomaba alguna que otra cana que contrastaba con su negro pelo. Sus ojos trigueños y melifluos disentían, cuando algo le incitaba, con un brillo taimado y perturbador. El profundo hoyuelo de la barbilla era herencia materna, aunque algo más pronunciado. Sus manos grandes, de dedos largos y huesudos, usualmente cubiertas por guantes de cuero. En la derecha una gran cicatriz en forma de media luna, recuerdo de la batalla de Kinsale; casi le dejó malogrado un inglés pendenciero. La izquierda reposaba siempre sobre la empuñadura de la espada. Era zurdo a pesar del mal agüero que suponía en su época.

En estos instantes afrontaba una tarea encomendada por su padre que se encontraba enfermo. No llegaba a entender del todo la encomienda pero, sin más remedio, tenía que hacerla frente. Lo había prometido. Encararía la situación a su modo, estudiando escenario, índole y personas con las que tendría que relacionarse. No era muy partidario de cooperaciones, le gustaba trabajar por su cuenta, a no ser que estuviera al mando.

Llegó a la Catedral. Se dispuso a bajar la pequeña cuesta donde comenzaba la calle. Allí sería el primer encuentro. Hoy sólo era un tanteo. Saber con quién se vería la cara y si era una más de esas charlatanas y estafadoras que pululan por la tierra.

A las nueve de la mañana las calles estaban llenas de una incesante afluencia humana dedicada a las tareas cotidianas. Le gustaba respirar el aire frío que limpia las entrañas y robustece. Mezclarse en aquellas horas como uno más, sin diferencia.

Tras bajar la cuesta giró a la izquierda, caminó unos mil pies, frente a una puerta situada también a la izquierda aporrea fuerte con los nudillos. Tras unos segundos una mujer relativamente joven apareció, sin sobresaltos. Le espera. Ella hace el ademán para que entre y él con firmeza, traspasa el umbral.
Aquella mujer le sorprende, pensaba encontrar alguien más añejo, desgreñado y feo. Sin embargo, su cabello castaño esta pulcramente peinado, sobre su nuca un moño y a ambos lados dos horquillas. Lleva una blusa blanca impoluta, ceñida con un corpiño de terciopelo granate cerrado con cordones negros, estilizando su figura. Falda de paño también negro que ocultaba sus pies descalzos.
La estancia tenía poca luz. Un suave aroma a tomillo envuelve el ambiente. Ella vuelve a hacer otro ademán con la mano para indicarle que tome asiento. Enciende una vela y lo mira fijamente. Él se turba. Los ojos azules felinos de ella se inmiscuyen en las entrañas. Con sus pequeñas manos coge un saquete que reposa en una estantería y también toma asiento frente a él.

- Mi nombre es María. ¿Qué deseáis, qué preguntas os apremian?

Toda aquella parafernalia le parecía al Capitán una chanza. Con semblante serio, voz grave y perspicaz mirada, él responde:

- Soy Miguel de Dávalos. He de hacer frente a un asunto y quisiera que me aconsejaras.

María apoya el saco sobre su pecho, donde está el corazón, cierra los ojos y comienza a susurrar una letanía de palabras que él no llega a entender. Al terminar la perorata toma algo de dicho saco y se lo mete en la boca. Después pone dicho saco boca abajo y deja caer todo lo que contiene sobre la mesa. Ella posa una mano sobre un haba que hay situada junto a un pequeño trozo de pergamino y una piedra.

- Te ha sido encomendada una tarea desde tu casa, una misión que lleva en tu familia desde hace mucho tiempo. La sal pegada al paño rojo me habla de peligro, de sangre. Es una misión importante pero que conlleva riesgo.

Luego escupe lo que tiene en la boca y vuelve a poner la mano sobre el diminuto envoltorio de sal junto al pequeño paño rojo. Una de las habas que arroja va a caer junto a la sal. Ella da un respingo. Le mira otra vez de forma directa.

- En esta misión te acompañará una mujer. Ella…

El silencio inunda la habitación sin terminar la frase. María la Hechicera mira aquello que ocupa la mesa. Su corazón se acelera. Con rapidez recoge todo en el saquete y lo deja en la estantería. Toma una jarra de agua, sirviéndose un vaso. Bebe con avidez y se sienta otra vez de frente:

- No te diré nada más. Mañana sobre las ocho de la noche te espero. Ven preparado. Hablaremos y tal vez entendamos algo de todo esto. Pero hoy no.


Extrañado, Miguel saca del jubón una bolsa y sobre la mesa pone cuatro reales de plata de Felipe III, de los nuevos. Ella los rechaza, le indica que no es necesario.

Miguel sabe que lo ha reconocido, no es una charlatana, ni una estafadora. Su padre le previno del instinto de aquella casta de mujeres pero no le creyó. Tal vez sólo era una ser de una prominente inteligencia, aunque cierto es que un halo de misterio la rodeaba.

Pensativo, regresa a casa en la calle San Clemente con la mente puesta en María. Es guapa, de cuerpo esbelto y formas exuberantes. Su compostura arrogante y esos ojos azul hielo, de mirada escrutadora, le han llamado enormemente la atención. Camina absorto sin darme cuenta de que no es el itinerario correcto. Al llegar a la calle Ancha de la Lencería, siente una mirada en la nuca, es una de las pericias que adquirió en la época militar. Con disimulo, en un comercio de guantes gira, como observando el género. En efecto, una figura también se para en el bazar de más abajo. Le siguen. Decide volver sobre sus pasos, dirigiéndose hacia el caballero. La prudencia nunca fue una de sus virtudes. Éste baja su sombrero ocultando el rostro y comienza a caminar hacia delante. Miguel le mira desafiante. Se cruzan continuando cada cual su rumbo. De momento, el insidioso, al ser sorprendido, abandona el acecho. Miguel toma la calle del Nuncio Viejo, luego la de San Román y llega a San Clemente.

Al entrar, Juan el escudero de su padre, le asalta nervioso. El estado del viejo noble ha empeorado y sólo quiere hablar con su hijo, le llama constantemente. Miguel entra en la habitación y se sienta en la cama, le agarra fuerte la mano. El viejo, al instante, abre los ojos, su respiración agitada apenas le deja hablar. Miguel acerca el oído para escucharle:

- ¿La has visto? ¿Te reconoció?
- Sí padre, la he visto y creo que sí, que me reconoció.
- Has de tener cuidado y debes protegerla. Su abuela dio sentido a mi vida y aunque amé profundamente a tu madre ni un solo día he dejado de pensar en Inés. No olvides las palabras.
- No entiendo padre toda esta trama.
- Debes mantener el mapa escondido hasta que lo necesites. Ya sabes cuarta fila, frente a la puerta del cobertizo, donde está la “D” de los Dávalos.
- Padre no se preocupe, seguiré sus indicaciones pero tiene que descansar. Este desasosiego no le beneficia. Ella me ha dicho que vaya mañana a las ocho de la noche y que vaya preparado. No sé muy bien a qué se refiere pero iré.
- Mantente atento. La mano en la espada presta para la acción. No bajes la guardia.

El viejo Dávalos cierra los ojos y sigue con la respiración agitada. Se queda profundamente dormido. El aterrador final pronto llegará pero los arcanos comienzan a moverse.