martes, 22 de julio de 2014

LA NOCHE DEL ROBLE


“El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta” Federico García Lorca

Habían pasado seis meses desde su marcha definitiva y aún sentía el aroma de Izan tras de sí. ¡Le echaba tanto de menos! El ocaso agonizante pronto daría paso a la luz de una luna, anunciada inmensa, que irrumpiría en cada rincón de aquel vergel infinito. Ella estaba sola en una mesa bajo un viejo roble del que colgaban tres tarros de cristal con velas, alejada del resto. Sobre dicha mesa una pequeña regadera de latón con flores de cúrcuma rosas y blancas astromelias, rozó aquellas bellas flores añorando sus caricias. Nora pidió que le sirvieran un té frío, cuando estuvo con su amado tomaron unas copas de vino frío del que no recordaba el nombre, bajo aquel mismo roble, hacía dos años sonreían y charlaban entre besos furtivos. A ella nunca le gustó demasiado el vino pero él la enseñó a deleitar esos momentos de néctar y buena compañía.

Ella había decidido volver aquel fin de semana a su refugio favorito, un balneario en la sierra, a donde hicieron su última escapada. Se respiraba serenidad en aquel apartado lugar, actitud que necesitaba con urgencia, pero estaba tan llena de nostalgia. A ambos les apasionaban los árboles, las plantas y las flores. Cuando pasaban por épocas adversas huían a aquel entorno rodeados de sus seres vivos preferidos, necesitaban el contacto del bosque, de la campiña y las flores. No estaba segura de sí su regreso le apaciguaría el alma.

Nora se dispersó al escuchar la conversación de un hombre maduro con dos jóvenes, charlaban animadamente en otra mesa, bajo otro árbol. Por un instante sus miradas se cruzaron y él saludó con amabilidad, hizo un ademán con su cabeza y la regaló una leve sonrisa. Ella, por educación, le hizo el mismo gesto pero un rictus forzó sus labios. La apatía no le permitía empatizar con otras personas.

Continuó tomando el té helado en aquella taza translucida, ignorando la presencia de otros. Levantó la cabeza, enredó sus pensamientos en las ramas de aquel Quercus Robur bajo el que, en los tiempos primitivos, se reunían los druidas y los amantes. Cerró los ojos pensando que aún estaba al lado de Izan pero tan solo oyó la brisa enredada entre las ramas y el leve rumor de una corriente de agua. Recordó que bajaba un pequeño arroyo delimitado por varias hortensias. Inspiró con fuerza y después arribó un suspiro.

Nora no sabía el tiempo que llevaba allí absorta; miró alrededor y estaba sola en aquel inmenso jardín. Comenzaba a haber relente y se colocó sobre los hombros un foulard blanco con cuadros de líneas rojas y azules apropiado para conjuntar con los vaqueros. La tristeza iba aumentando. Se disponía a volver a la habitación cuando vio acercarse por el camino empedrado al hombre maduro con dos copas y una botella. Nunca hubiera considerado que se dirigía hacia ella.

- Buenas noches ¿Se retira ya?
- Hola. Sí, ya me disponía a retirarme a mi habitación— ruborizándose.
- ¿Aceptaría tomar una copa de vino conmigo? Mis hijos prefieren la compañía de gente de su edad—con la misma sonrisa que le había regalado cuando se miraron.
- Lo siento, hace tiempo que no bebo alcohol.
- Reconsidérelo ¡Hace una noche tan esplendida!—mirando hacia el cielo que apenas se dejaba ver entre las ramas del roble.

Ella aceptó su propuesta sin saber muy bien por qué y se volvió a sentar en aquel sillón de mimbre. Él puso sobre la mesa las dos copas de vidrio transparente, echó aquel néctar de un leve dorado con sus grandes y huesudas manos, y le ofreció la copa. Nora abrazó la copa por el tallo pues, como su amor le había enseñado, así no cambiaba la temperatura. En el intercambio con el desconocido hubo un leve roce de manos que le crispó.

- Perdone mi descortesía, mi nombre es Alai—alargando la mano.
- Yo me llamo Nora—también alargó su delicada mano y se las estrecharon con fuerza.
- Peculiar nombre y no de nuestras tierras.
- Era el nombre de mi abuela de origen griego. Proviene de Eleonora.
- He observado como contemplaba este magnífico roble ¿Conoce su leyenda?
- Y usted ¿Conoce su leyenda?
- Soy vasco, descendiente de vascos, conozco su leyenda.
- Lo siento, no soy una agradable compañía.

Alai tomó su copa por el tallo y se la acercó a la nariz, después bebió un pequeño sorbo:

- Querida Nora, deje que en esta extraña noche le cuenta la leyenda del amor ilícito de un hombre y una Lamia. Cada tarde Kerku, se acercaba a un arroyo y se veía con la Lamia. Él peinaba sus largos y lisos cabellos, como los suyos Nora, mientras ella le contaba historias. Pero entonces había una mujer que deseaba a Kerku y sabía que él amaba sin condición a la Lamia. La mujer pidió ayuda al genio maligno y este la dio una pócima para echar en el arroyo. La Lamia agonizante esperó hasta que llegó Kerku; éste con desesperación arrastró a su amada hasta el mar y allí se hundió en las aguas profundas con ella para no regresar. Amalur, la madre tierra, ante fidelidad tan grande creó un árbol nuevo, el roble. Por eso se jura fidelidad ante dicho árbol.
- Bonita historia—con lágrimas en los ojos.
- Yo te conozco Nora. Hace un tiempo paseabas de la mano con un hombre por estos jardines, imagino que tu esposo. Tú belleza no me pasó desapercibida. Al verte esta noche volviste a despertar mi interés pero vi en tu semblante la tristeza. Nora la vida continua y tu fidelidad será perpetua pues bajo el roble y junto al arroyo os jurasteis amor eterno. Estoy seguro que él, mientras te espera, desearía que la felicidad volviera.


Nora lloraba sin consuelo pero, inexplicablemente, se sentía mejor. Como si esa paz que anhelaba por fin hubiera anidado en su corazón. Cogió la copa de vino y la olió, luego la balanceó como Izan la había enseñado y tomó un sorbo que pasó a lo largo y ancho de la lengua y tragó. Reconoció en al instante el néctar que había tomado con su amado.

- ¿Cómo se llama este vino?—con interés.
- Tiene mi mismo nombre, Vino Blanco Alai Sauvignon.
- Gracias Alai, ha sido una noche alentadora.
- Nora ¿Sabes qué significa Alai en vasco?—levantando la cabeza de ella con el índice sobre su barbilla.

Nora aún con lágrimas en los ojos, negó con la cabeza.

- Tiene dos definiciones, una es defensor del hombre y la otra alegría. No te molestaré más, perdona por entrometerme en tu silencio. Soy un hombre extraño que a veces percibo la tristeza de otros. Solo quería darte un poco de fortaleza. Buenas noches triste Nora.

Alai se levantó, tomó la mano de ella, y la beso en el dorso. Se disponía a marcharse cuando Nora le preguntó:

- Mañana ¿Podrás contarme otra de tus leyendas?
- Hasta la tarde no regresaré pero será un placer. Mañana, en la noche, puede que te interese saber las conjuras de Donibane Gaua. Incluso podremos poner nuestros nombres sobre una madera, junto a una hoja de muérdago.
- Solazada, esperaré que llegue la noche.

Nora abrazada a su foulard continuó bajo aquel árbol mientras veía alejarse a Alai. La noche comenzó melancólica y aquel roble sagrado le concedió serenidad y esperanza.

jueves, 10 de julio de 2014

BORIS, EL LOBO ESTEPARIO


“El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.” William Blake

Su mirada recordaba las extensas praderas en verano que le vieron nacer. De ojos oblicuos y tristes, me transmitía sentimientos encontrados, unas veces ternura y otras insidias. A mí me desarmaba en esos momentos de afecto en los que no sabía qué ahogaba su mente; algo le provocaba tremenda tristeza cuando me acariciaba el rostro con sus magnas y potentes manos. En esos instantes también me susurraba al oído que me amaba y nunca dejaría de hacerlo. A mí también me encantaba deslizar mis dedos por su negra y lacia melena.

Jamás podría imaginar que aquel hombre de cuerpo fornido y semblante inocente podría ser alguien peligroso y oscuro. Dos noches al mes desaparecía y volvía con las manos laceradas, con moratones y abatido, con un extraño olor ferroso. Su silencio era tan profundo que dolía. Me cogía en brazos y me dejaba sobre el sofá con delicadeza, se situaba a mi lado y reposaba su cabeza sobre mi pecho, escuchando los latidos del corazón.

Muchas veces le pregunté sobre sus huidas pero jamás hallé respuesta. Solo se aferraba a mí con más fuerza. En uno de esos momentos me dijo, con su voz rasgada, que mejor sería que no descubriera nunca lo que hacía en esos aciagos días pues el rostro de la muerte rondaba en las sombras.

¿Por qué no pude resistir mi curiosidad, mi insaciable inquietud por encontrar respuestas a sus tristes escapes? Yo también le amaba y anhelaba ayudarle. No entendía que no necesitaba ningún tipo de auxilio. Aquel hombre, aquel lobo estepario como se hacía llamar en los pocos instantes a los que una sonrisa irrumpía en sus labios, me había robado el alma.

Él Llegó de Rusia a la tierra de mis ancestros hacía un año. Yo le conocí días después de arribar en casa de Anya, la propietaria y amiga de la tienda de productos rusos que ocupaba la planta baja de mi vivienda. Aún recuerdo cuando me le presentó y nuestras miradas se cruzaron. Fue algo espontaneo, explosivo, chispeante. Boris, su nombre, fue música para mis oídos y aliento para mi apagada existencia. Aquella noche, entre una cálida hoguera, unas cuantas copas de vodka de más e historias de la lejana Estepa, me marcó para siempre. Nos contó que su nombre significaba lobo y que, solitario y sin manada, buscaba a su hembra alfa. En la despedida, con Anya fuera de juego durmiendo en el sillón y yo en una nebulosa etílica, me dijo que yo era la elegida, su Lyubov, su amor; y aquellas palabras se grabaron a fuego en mi confusa mente.

Desde aquella velada nuestras existencias se entrecruzaron y al poco tiempo comenzamos a compartir espacio, salvo esos días en los que él desaparecía. Con él las noches se llenaban de éxtasis y pasión. Todo en él era devoción, fuego y dulzura. Yo sentía que había encontrado a mi alma gemela.

Pronto desaparecería de nuevo y a mí me entraba el miedo de no volverle a ver, de qué ya no regresara. Ante mis inquietudes decidí seguirle en su próxima huida. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! La noche era clara, la luna llena iluminaba las calles dando casi apariencia de un día nublado. Boris se ocultó bajo su chaquetón de loneta y cogió su saco; me recordó a los marineros del ballenero Pequod, el de Moby Dick. Se subió las solapas y se encajó una gorra hasta las cejas; apenas se podía ver su rostro. Me dio un dulce y profundo beso en los labios, acarició mi rostro con su dedo pulgar y sin mirar hacia atrás abandonó nuestra casa. Miré por la ventana para ver el camino que cogía, corrí hacia la entrada, me puse mi abrigo y bajé corriendo las escaleras. Estaba decidida a seguirle. Tras mucho rato atravesando calles llegamos al puerto. Desapareció tras una puerta trasera de un destartalado almacén que parecía abandonado. Esperé un rato y me dispuse a entrar. Ya dentro todo estaba oscuro pero se oía un vocerío tremendo que no se escuchaba en el exterior. Continué guiada por las voces hasta que llegué a un corredor a unos cinco metros del suelo.

Mis ojos se salieron de las orbitas. ¡Aquel no podía ser Boris! El torso desnudo, los ojos inyectados en sangre, su melena encrespada y un rictus en su cara de odio mortal. Aullaba de forma animal dejando entrever su incisiva boca, increpando a un joven que ensangrentado apenas se sostenía en pie en aquel suelo de arena. Aquel no era el hombre dulce y triste con el que compartía mi vida. Había un grupo reducido de hombres observando la pelea, impasibles, de aspecto suntuoso. Otro grupo de hombres más extenso gritaban ¡Lobo! Reiteradamente, hasta que comenzaron aún más fuerte a decirle ¡Mátale, mátele!

Estaba horrorizada y vi como se disponía con el brazo alzado a darle el último golpe, el definitivo. No pude evitarlo y grite lo más fuerte que pude qué no lo hiciera. Sus instintos debían de estar en alerta máxima pues me oyó a pesar del tremendo ruido. Miró hacía donde yo estaba y con el rostro desencajado le asesto tal golpe que un crujido inundó el garito y la sangre llegó hasta los espectadores. El joven cayó desplomado. Un hombre de avanzada edad se acercó a aquel amasijo de carne, colocó sus dedos en la carótida y levantó el brazo con el pulgar hacia abajo. El grupo de hombres vitorearon al vencedor mientras él seguía aullando salvaje.


Boris me miraba feroz, como un lobo, sin el menor arrepentimiento. Salí de allí corriendo y con un llanto ahogado que me dificultaba la respiración. Abatida, pasé los siguientes dos días esperando en un estado lamentable de melancolía. Aunque había visto como asesinaba impunemente a aquel joven, le aguardaba. Necesitaba oír con su voz rasgada que aquello había sido sólo una pesadilla o una pantomima.

Nunca he vuelto a oír sus palabras, a deslizar mis dedos por su pelo. Tan solo una vez con Anya hablamos de él; me dijo que era un lobo gris de las estepas rusas, acostumbrado a las peleas y a mantener su liderazgo a base de golpes; había tenido una infancia brutal enseñándole desde niño a matar con sus puños; su existencia no le pertenecía. Ella me aseveró que estuviera dónde estuviera siempre me amaría, yo era su Lyubov y me protegería entre las sombras. Recordar sus palabras me producen escalofríos.

A veces noto un cosquilleo extraño en mi nuca, una presencia inexplicable en la oscuridad. Intento ignorarlos pero me atormenta su presencia y sus recuerdos. Si me preguntaran sí creo en los licántropos solo puedo responder que durante un tiempo conviví con uno y él jamás me hizo daño. Sigo teniendo sentimientos encontrados de amor y animadversión.