martes, 10 de julio de 2012

METAMORFOSIS




Ella me rondaba desde hace tiempo o simplemente ambos rondábamos en el mismo hábitat. Su aspecto gótico épico despertó un instinto extraño en mí. Nunca me atrajeron esas apariencias negras ataviadas con encajes insinuantes, joyas medievales y botas militares. Pertenecían a otra generación.
Como habitualmente, llegué a la biblioteca para seguir con mi trabajo. Ella solía llegar alrededor de una hora más tarde. Hoy se sentó al lado. Durante el tiempo que habíamos coincidido poco a poco fue escogiendo asientos cada vez más cercanos. Sentí su aroma afrutado y fresco impregnando el aire que nos envolvía. Ignoré su presencia y continúe como si nada. Ocultando ese instinto raro, mi corazón se acelero ante su cercanía e incluso la respiración se hizo más ávida.
No entendía que estaba ocurriendo. Yo un cuarentón solitario adicto al trabajo junto a una joven universitaria preparando alguna tesis. Desde el primer día que cruzamos las miradas algo surgió. Sus ojos esmeraldinos enmarcados con unas cejas triangulares le daban un aspecto malvado y a su vez atrayente. Las orejas perforadas con varios aretes gruesos de plata y rematado uno de sus lóbulo con un especie de cuerno también de plata. El pelo negro enmarañado en un moño colocado en su desorden de forma perfecta, atravesado por una especie de aguja. En la mano derecha tenía un tatuaje pequeño entre el pulgar y el índice que reconocí al instante, un trisquel celta. Sus uñas cuidadas y no demasiado largas evidentemente pintadas de negro. Todo era preciso en aquella caótica imagen sacada de un comic de personajes legendarios.
Depositó cuatro o cinco libros frente a ella. De reojo pude ver tratados de filosofía y un ejemplar de Magia y ciencias ocultas en el mundo griego y romano. Sacó un pequeño estuche y de éste, un montón de bolígrafos y lapiceros que puso al lado de los libros. Encuadro un taco de folios en blanco y miró a los bolígrafos como pensando cual escogería aquel día. Yo seguí absorto en mi lectura engañando a todo lo que me rodeaba y a mí mismo. No había conseguido enterarme de una sola palabra del manuscrito que se suponía estaba leyendo desde que ella llegara. Con una letra angulosa, de trazo fino y muy recargado puso un título subrayado “La tabla de Hermes Trismegisto y otros grimorios”. Tenía junto a mí a una de tantas locas que estudian la alquimia y el ocultismo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Ella me miró sonriendo. Como si hubiera leído mi mente, me dirigió unas palabras: no soy ninguna loca escapada del manicomio ni una bruja frustrada.
No me había dado cuenta de que me había quedado mirando los folios descaradamente y con una expresión de bobo, con la boca entreabierta. Le respondí: perdona no era mi intención molestarte sólo me ha llamado la atención tu enunciado.
Al dirigirse a mí y girar su cuerpo vi para completar la estampa que llevaba una gargantilla argenta con una especie de escorpión en el centro rodeado por calaveras. Él aguijón de dicho escorpión apuntaba directamente al canalillo dejando entrever un encaje blanco del supuesto borde de su sujetador que contrastaba con su ropa negra ¿Realmente estaba hablando con una persona o era un espejismo? Fue como si me hubiera trasladado en el tiempo.
Aquellas palabras fueron el inicio de una conversación. Ella me hizo preguntas entrelazadas con la información sobre su tesis y mi trabajo de investigación sobre comercio internacional para mi próximo curso. Miraba con sus ojos perversos, sus labios arrebolados y carnosos. Me desmantelaba de toda palabra, como si fuera un completo inepto social. Lo único que se me ocurrió al cabo de un rato fue invitarla a tomar un café y seguir con la charla.
No sé como llegue a la cafetería, ni como pasaron las horas, ni como aquella joven mujer me envolvió en su nebulosa. Estaba encantado de su compañía y a su vez sorprendido, jamás hubiera pensado caer como un adolescente en las redes de una arácnida viuda negra.
Después del segundo café ella me preguntó qué quería abandonar, qué buscaba, qué profunda revolución ansiaba mi corazón, de dónde venía tanta rabia recluida.
Le dije que las preguntas que me estaba haciendo eran un poco absurdas. No me conocía de nada para juzgarme de esa manera tan directa. Y respondió: yo no soy quien para juzgar a nadie pero cuando consigas contestar y encarar esas cuestiones tu metamorfosis comenzará su andadura y desbloqueará el camino.
Aquellas palabras me las dirigió acompañadas de una insinuante caricia de una de sus pequeñas manos sobre una de las mías. Otra vez volví a sentir una corriente eléctrica atravesándome hasta erizar el bello de mis brazos.
Le dije que se había hecho tarde y tenía que marcharme. Salimos de la cafetería de la biblioteca. En aquella puerta enmarcada con un arco ojival que descansaba sobre unas columnas con unos capiteles llenos de follajes y hojas le tendí la mano para despedirme. Ella me la estrechó fuertemente y sin apenas darme cuenta me atrajo hacía sí. Posó sus labios sobre los míos y me encajó un largo beso inmiscuyendo su lengua en mi boca. Creo que mi cara fue un volcán durante largo rato pero no despegue mis labios ni por un instante. Deseaba aquella tentativa desde que nos vimos aunque no lo hubiera advertido.
Sin mirar hacia atrás se marchó como si no hubiera pasado nada. Yo estaba totalmente abducido. Pasaron unos jóvenes por mi lado, cuchichearon y les oí de sonreír. Supongo que la imagen de un cuarentón con vaqueros y chaqueta besando a una veinteañera gótica no era muy habitual.
Aquella noche casi no pude dormir. Ansiaba el instante de reencontrarme con ella, con Rebeca. Hasta su nombre sonaba a epopeya medieval. Mis sentimientos estaban encontrados. Pensé no regresar y seguir mi documentación por otro lado. Todavía no me creía como habíamos llegado a tan inusual despedida. Sobre las tres de la madrugada me dormí agotado. A las siete sudoroso estaba sentado en la cama. Soñé con ese escote enmarcado con aquella puntilla blanca, desabroche su negra camisa y quedó al descubierto la nívea prenda que salvaguardaba su pecho. Me desperté en el instante en que comenzaba a acariciar su suave piel y desabrochaba su gargantilla con el escorpión y las calaveras.
A las nueve en punto quería estar en la biblioteca. Tras ducharme decidí ponerme ropa más desenfadada. Tomé mi desayuno habitual tal vez de una forma más precipitada que otros días. Al salir sonó el móvil, un mensaje. Me comunicaban que tenía una reunión esa misma mañana para concretar sobre el curso. ¡No era posible tan mala suerte! casi siempre teníamos las reuniones a la tarde. Rebeca tendría que esperar.
El día fue un completo desastre. Tal vez mi desgana desde la mañana ante la reunión fue enlazando una serie de desventuradas responsabilidades a las que no quedaba más remedio que hacer frente. A las siete de la tarde llegué a casa malhumorado. Abrí el ordenador, comprobé el correo y cuando iba a cerrar la sesión se me ocurrió entrar en el buscador. Sentía curiosidad por el tal Hermes Trismegisto y lo que era un grimorio, desconocía su significado. Estuve más de una hora leyendo artículos sobre dicho personaje. La verdad, me resultó interesante todo lo que fui leyendo. El mítico personaje Hermes era una condensación del dios egipcio Dyehuty, el dios heleno Hermes y del Abraham bíblico; se pensaba que era un sabio egipcio que creó la alquimia y desarrolló la creencia metafísica que hoy conocemos como Hermetismo. Pero lo que me embargó fue la definición de grimorio: libro de conocimiento mágico o conjunto de signos a descifrar, galimatías.
Con las manos sobre la nuca me quedé mirando por la ventana, absorto, ella era un grimorio y desde luego un galimatías. Su atuendo encajaba a la perfección con su tesis. Ese semblante misterioso, ocultista y ancestral seguía incitando en mí una inclinación lasciva que nunca hubiera pensado que franqueara mi mente. Por un instante vi sus ojos en el cristal de la ventana mirándome. Sentí esa corriente eléctrica atravesando mi cuerpo y como el bello de mis brazos se erizaba de nuevo. Necesitaba volverla a ver.



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