jueves, 24 de abril de 2014

LA HECHICERA


“El misterio es la cosa más bonita que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos” Albert Einstein

Toledo, a 7 de enero de 1613.

Mi hogar siempre fue un deambular de gente. Venían a ver a la abuela; mujer menuda, enjuta, de piel ebúrnea y ojos astutos. Su palabrería locuaz y su disciplina a la hora de realizar sortilegios la habían hecho una de las más afamadas hechiceras. Siempre sobria, de negro, con su pequeño moño sobre la nuca y sus manos exiguas que, de vez en cuando, me deleitaban con sutiles caricias.

Vivíamos en dos habitaciones pero, en realidad, pasábamos el mayor tiempo en la de entrada, donde estaba el fuego y todos los artilugios. Apenas se veían las paredes. Todo estaba cubierto de estanterías con pequeñas tinajas de hierbas y ungüentos. De las vigas del techo colgaban gavillas de ramas para secar: tomillo, laurel, romero, lavanda, salvia, ruda y otras de uso habitual. Entremezcladas con las plantas corrientes, inadvertidas, estaban la belladona, el beleño, el estramonio, la mandrágora y alguna que otra más; condenadas por sus efectos soporíferos y alucinógenos. Plantas venenosas y mágicas.

La abuela usaba una taza de agua y un platillo de aceite para quitar el mal de ojo junto a las velas. También en un saquete guardaba los componentes para echar la “suerte de habas”: un poco de cera, un pequeño paño azul, un pedazo de papel, un pequeño paño rojo, una piedra de alumbre, sal, un trozo de pan, carbón, una moneda y diecinueve habas a las que distinguía en hembras y machos; lanzaba dichos elementos sobre la mesa. La adivinación dependía del ingrediente junto al cual caían las habas. Esa fue mi herencia: El remedio para quitar el mal de ojo, adivinar el porvenir, el uso de pócimas y oraciones para conjuros y filtros, y un conocimiento profundo de las plantas.

Un día de lluvia de febrero de 1601, la abuela, fue detenida por la Santa Inquisición en nombre del Cardenal Arzobispo de Toledo Don Bernardo de Sandoval y Rojas. En principio la acusaron de envenenamiento, robo y hechicería. Nunca más volví a saber de ella pero siempre sospeché, que su desaparición ocultaba otras intrigas.

La noche antes de su captura me dio una llave de hierro forjado de gran tamaño y un punzón con una extraña forma geométrica. Ella me habló de que aquellos dos objetos pertenecían a un arcón con cerradura maestra, sin ambos, la cerradura no abría. No desveló la ubicación del arcón, ni a quién pertenecía. Levantó dos grandes baldosas que siempre resonaban al pisar sobre ellas, entre la chimenea y la mesa, ante mi atónita mirada. Escondían una estrecha escalera que desembocaba en un aljibe. Me dijo: “si algún día vuelve, él te dirá: soy el guardián, el que esconde grandes secretos y arduos problemas. Y tú le contestarás: soy la que la llave y el punzón vigila, con fuego, agua, aire y tierra; el secreto será desvelado pero los arduos problemas nos encadenaran”. Señalando las escaleras me indicó que si teníamos problemas no olvidara siempre seguir hacia la izquierda y volvió a colocar las baldosas en su lugar.

Esa noche fue el comienzo de mi incipiente vida como hechicera y celestina, y con gran desconocimiento, la depositaria de un secreto. Recuerdo sus manos, su mirada directa e inteligente hurgando en las entrañas, estudiando cada movimiento. Yo sabía lo que sus ojos procuraban. También se encargó de adiestrarme en el arte de observar y descubrir. Fue una soberbia maestra. Cuando contaba con ocho años, la abuela me tuvo todo un mes aprendiendo las oraciones para los diferentes rituales. La más usada, la de la suerte de las habas:

Yo os conjuro habas,
Con don San Pedro y San Pablo,
Y con el apóstol Santiago,
Con el señor San Cosme y San Damián,
Con la Santísima Noche de Navidad,
Con el señor San Cebrián, que suertes echó en el mar.
Habas, que me digáis la verdad.
Con Dios padre, con Dios hijo, con Dios Espíritu Santo.
Habas, Que me digáis la verdad.



En el presente, a mis 24 años, soy María, la Hechicera. Si quieres saber el porvenir, si tu marido te engaña, si aparecerá pronto tu amado, si el mal de ojo acecha a tu pequeño, si la enfermedad te apresa o simplemente, persigues un filtro para el amante sólo tienes que venir a mí. Cerca de la "Dives Toletana", en la calle del Pozo Amargo número 7, encontraréis mi morada.

miércoles, 9 de abril de 2014

CARTA A MARÍA


“La vida es una obra de teatro que no permite ensayos...Por eso, canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento de tu vida... antes que el telón baje y la obra termine sin aplausos” Charles Chaplin

Querida María:

Me alegró volverte a ver esta mañana aunque mi coraje fue patético. Pensé quinientas cosas para decirte y cuando llegó el momento, la mente se me quedó en blanco; apenas fui capaz de gesticular palabra. He decidido redactar una carta, es más fácil expresarse escribiendo que hablando. Uno se hace mayor para los romances, pero me he dado cuenta de la necesidad de ti. Durante un tiempo me he negado a admitirlo. Hoy, al mirarte, anhelé tenerte.

Recuerdo cuando te vi por vez primera en aquel océano de lágrimas y pena, resplandecías. Lo único que puedo afirmar es que me despertaste de un largo letargo, de una somnolencia de la que no tenía ganas de salir.

La noche que nos conocimos gravé en mi mente cada instante y palabra. En aquella lúgubre sala del tanatorio, donde fui para decir un último “Adiós” a aquel primo que apenas conocía. Demasiados años fuera del pueblo. A las cinco de la madrugada ya éramos pocos los que estábamos y pocos los despiertos. Me dijiste que necesitabas tomar un poco el aire, que estabas mareada y yo, ante la indisposición del resto de la sala, te acompañé.

No sé el que alertó mi corazón, si el mágico resplandor de la luna o el de tus ojos. Aún me lo sigo preguntando. Comenzaste hablando de él, la muerte siempre es dura, hasta ahí normal, palabras de una viuda. Pero cuando dijiste que es difícil asumir la expiración física, aunque la sentimental había sucumbido hace tiempo y que tú también a su lado te estabas muriendo; todo cambio. Creo que el cansancio hizo mella en ti y abrió tu corazón a un desconocido. Me contaste que él había anulado tu personalidad, tu alegría, tus fuerzas, tus amigos. Todo giraba a su alrededor y no permitía que nada ni nadie se acercara. Me expresaste, con una leve sonrisa, el alivio inmenso ante la muerte y qué culpa tan repugnante te inundaba. Te recriminabas si estabas dejando de ser persona o tal vez ahora lo estabas volviendo a ser. Tu vida hasta ese momento caminaba sin sentido y sin rumbo. Casi como la mía.

Pero lo que ya me enamoro de ti fueron esas lágrimas rodando por tus mejillas solitarias, sin un leve gemido que las acompañara. Tus labios susurraron una definitiva despedida. El gran amor de tu vida y el hombre que más daño y humillación te causó.

El día anterior ante su último aliento, entre tus manos gélidas y nerviosas sostenías aquella caja de música que él, hacía mucho, te regaló. Un bello embalaje que resonaba con las notas de “Para Elisa”. Lo que entonces te pareció la melodía más maravillosa, era algo infame, que sólo traía malos recuerdos.


La caja tenía una bailarina que daba vueltas al son de la música. Me miraste y preguntaste: ¿Sobre quién bailaba? Sobre la tumba de él o sobre la tuya. Yo atónito, no supe contestar. Solo sentía vergüenza por desear besarte. Yo rompería aquella maldita caja de música si tú eras incapaz. Y perforando mis ojos me confiaste que aunque se destrozara seguirían existiendo los recuerdos.

No pude resistirme y te besé en los labios. Un beso dulce e ingenuo. Mis dudas en aquel entonces fueron, ante tu total ausencia de sorpresa, si buscabas mis caricias o todo surgió bajo la magia de la luna. ¿Me buscabas o nos encontramos? Todo se inundó de serenidad cuando ambos nos miramos y contemplamos como la tierra cubría su ataúd. Llegué a notar tu encubierta y censurada alegría.

Ha pasado un año desde aquella noche. El año de tu luto ante las gentes del pueblo. Y esta mañana, tras mi regreso, sólo quiero decirte que “el corazón tiene razones que la razón ignora”. Te necesito y espero que tú también me necesites a mí. Te muestras distante aunque siento la ternura que me envuelve cuando me sonríes. Quieres cubrir tu débil imagen con una fría máscara pero sé que hay mucha calidez en tus manos.

Cuando nos volvamos a ver me traerás esa bailarina danzando, prometo romperla en mil pedazos. Sé que no borraré tus recuerdos pero mis brazos se encargaran de protegerte de ellos; de crear una fuerte barrera para que no te hagan más daño. Tú me dijiste que fuiste pan y cebolla a su lado y que por un tiempo hubo felicidad, hasta los últimos años en que él intento arrastrarte a su decadencia. ¡Gracias a Dios que no lo consiguió! Él me trajo la oportunidad de acercarme a ti.

Te he soñado a mi lado, recorriendo cada centímetro de tu piel. Mi impaciencia es inmensa e irrefrenable. Juntos contemplaremos como amanece, si tú quieres y me dejas, como amanecemos. Tú has vuelto a dar sentido a mi vida. Quiero verte, no puedo más. Creíste que no había ser más infeliz y triste que tú, y mira por donde me estabas lanzando una cuerda para salvarme del profundo pozo donde me encontraba. Tú me socorriste ante mi lento y patético ocaso.

En esta mañana soleada y cálida introduciré esta humilde carta bajo tu puerta. Leela con atención y piensa. Si deseas que volvamos a vernos sólo prende un pañuelo en tu ventana. A la tarde al pasear por tu calle si veo tu pañuelo, henchido de alegría, cruzare el umbral de la esperanza.