martes, 23 de julio de 2013

MURASAKI


"La coquetería es la conquista del espíritu por los sentidos." Coco Chanel.

No me apetecía arreglarme para la habitual salida del mes a un restaurante de categoría. Estaba tirada en el sofá viendo una película con un refresco y palomitas. Las últimas reuniones del grupo siempre terminaban igual, de copas, alguno que otro con niveles superiores etílicos y oyendo las frustraciones encubiertas de cada uno.

Suena el móvil, es Esther para concretar lugar y hora. Al menos algo ha cambiado, estamos invitados a la inauguración de un nuevo restaurante de un amigo de Raphael. Con desgana, me ducho para arreglarme. Recojo mi pelo caoba en un moño informal. Pantalón blanco con bastante caída, de esos vaporosos para las noches de verano; camisa negra, sin mangas, de gasa, con adornos minimalistas de lentejuelas también en negro; y para los pies sandalias de cuña azabaches. Necesito ir cómoda y elegante aunque regresaré como siempre, con una sensación frívola y extraña de haber desaprovechado el tiempo.

A la hora concretada estamos en la puerta del Murasaki. Es un restaurante intimista, con una exigua barra adornada con vasos de cristal eclipses con velas y unos pequeños cestitos con florecillas blancas y violetas. Traspasada la barra hay unas diez mesas como mucho, en un lado la escalera que conduce al piso de abajo donde, imagino, habrá para más comensales. Predomina el blanco salpicado con detalles violetas como las florecillas. Tras un rato estoy agobiada de la cantidad de personal que ha acudido al evento. Es un no parar de fábulas y risas aunque los aperitivos que bullen entre los invitados son una maravilla. He tomado calamares a la romana con alioli de citronela, foie-gras con higos, cebiche con cerezas y algo que me ha dejado sin aliento, ostras con granizado de manzana.

Raphael va y viene a mi lado, según él, ¡Estoy impresionante! Sus lisonjas no me valen, ya sabemos lo que busca en las noches de reunión. Es una persona autentica, con buenos fondos, pero en el plano sentimental de una inmadurez infinita. Me gustan los hombres que saben lo que quieren y luchan para conquistarlo.

Tras un par de horas de presentaciones, risas y exquisiteces, el restaurante se va despejando. En un descuido, me alejo de mi grupo y me siento junto a la barra en una silla- taburete, me atormentan los pies. También me duele la comisura de los labios de tanta sonrisa y trivialidad. Otra velada más sin nada interesante en el horizonte.

Un hombre de aproximadamente mi misma edad, con rapidez, se acerca. Me llena una copa con vino blanco y me ofrece algo con apariencia dulce. Le pregunto qué es y él, con desparpajo, me explica que es manzana asada con nata, vainilla y cardamomo. Raphael se aproxima, me presenta a aquel hombre de extraña chaquetilla con cuello mao, es el chef del restaurante. Le saludo ante la presentación y entablamos una liviana conversación sobre lo delicioso de todos los aperitivos. El chef me agradece mis halagos. Raphael se vuelve a marchar.

Tras un rato de conversación el chef me invita a ir al salón de abajo. Ya somos pocos los que quedamos, apenas una docena. Dudo en acompañarle, su mirada de un azul cielo me solivianta. En un arrebato decido seguirlo. Bajamos una estrecha escalera. Cuando al fin llegamos al subterráneo descubro, sorprendida, un comedor con no más de cuatro mesas. La luz es de un anaranjado tenue simulando a la de las velas. En uno de los lados, la pared antigua de ladrillo ha sido aprovechada para dar un aire arcaico a la estancia. En la esquina derecha hay un entarimado de madera sobre el que descansa un juego de piezas de porcelana y, entre dichas piezas, unas flores de lavanda desprenden un aroma penetrante. En la pared de ladrillo una lámina con caracteres japoneses con flores alrededor también en tonos violáceos.

Observa con intensidad, me hace saber que lleva toda la noche persiguiéndome con su mirada, desde el instante en que entré por la puerta. No ha sido fácil llegar hasta mí. Cuando me senté en el taburete pensó que era en ese momento o nunca. Estoy sorprendida, adulada. Su tez morena y su cabello negro contrastan con la claridad de sus ojos. Siento un escalofrío y mi piel se eriza. Casi estamos en silencio oyendo nuestras respiraciones, parece que sólo quedáramos nosotros. El parloteo de arriba se ha esfumado. Inspiro y cierro los ojos, me está envolviendo una nebulosa inexplicable, tengo la sensación de estar viajado a otra época. Abrahán, que así se llama el chef, ¿Me está seduciendo?

Su voz profunda me pregunta que si sé lo qué significa Murasaki. Ante mi negativa comienza a explicarme que es el nombre dado al color morado en Japón. El purpureo simboliza la sabiduría y la creatividad. Me cuenta con emoción que es un color poderoso para la psique, que estimula la imaginación y la intuición, ahuyenta los miedos y relaja. Siento un profundo calor y decido acercarme al entarimado dándole la espalda. Oigo como sus pasos me persiguen muy de cerca. Su aliento en mi nuca, inspira mi aroma. La noche, en principio tediosa, está tomando tintes versátiles. Me sigue hablando, las piezas son de porcelana Noritake también salpicadas de malva sobre blanco; es una porcelana japonesa de 1913 adaptada a los gustos anglosajones. Esas piezas son como tú fascinantes, soberbias, fulgurantes.

Me vuelvo y la distancia entre nosotros es casi inexistente. Una excitación latente me invade. Veo con sorpresa como levanta su mano y arrastra sus dedos por mi brazo. Acerca su boca a mi oído y en un susurro me dice que le gustaría seguir compartiendo la noche conmigo aunque tan sólo sea para seguir conversando del Murasaki. Al hablar su boca roza mi oreja y mi respiración se acelera. Oigo como desde arriba me llaman, alguien baja por la escalera. En un instante ambos nos separamos.

Esther ha roto la magia del momento. Nuestros ojos siguen fijos el uno en el otro. Tras un cruce de palabras sobre la opinión del íntimo comedor subterráneo, me dice que es hora de marcharnos, vamos a tomar unas copas al local de moda del verano. Abrahán torna su expresión frustrada. Comienzo a subir las escaleras y percibo como me acompaña su mirada.

No pienso acabar la noche con esa sensación frívola y extraña de perder el tiempo. Me despido de mis amigos diciéndoles que estoy cansada. El chef también ha subido. Me acerco a su oído y le susurro que le esperaré fuera, qué no se demore. Su expresión se vuelve febril, coge una florecilla de los cestos y me la prende en el pelo. Él me vuelve a murmurar que me queda perfecta, como yo, sublime. La noche promete aroma a lavanda y violáceos fuegos artificiales.

miércoles, 3 de julio de 2013

NARVAL, LA MUJER INUIT.


“No sabrás quien es tu amigo antes de que se rompa el hielo” Proverbio Esquimal.

Sofía decía que hay que salir siempre arreglada de casa y con la mejor de las sonrisas, ¡Nunca se sabe lo qué te puedes encontrar, hasta en la panadería! Desde que ella me dejó por el caballero de la tahona, es decir, el panadero, nada había sido lo mismo. Su consejo me sonó a vano, hoy tenía sentido. Decidí llevar la contraria a todas sus recomendaciones. En vez de afrontar mi desafecto me dedicaba a comer, beber y estar hecho una piltrafa. Las ojeras me iban a juego con las ropas desalineadas.

Por las tardes decidí unirme a un grupo de voluntarios para recolectar alimentos. Allí fue donde conocí a Narval. Al principio pensé que era un chico. Llevaba siempre un gorro de lana con una pequeña visera embutido hasta las cejas, la cabeza siempre gacha, una sudadera enorme con capucha y vaqueros. Su aspecto era de tristeza, siempre cabizbaja. En una de las jornadas nos cogieron para colocar latas. El encargado nos presentó.

- Narval este es Marcos. Hoy trabajaréis juntos, así le podrás instruir en cómo va el tema. —dirigiéndose a mí— Narval es una de nuestras mejores voluntarias. Espero que llegues a formar parte de nuestra gran familia como ella. ¿Cuántos años llevas con nosotros Narval?

- Hola Marcos. —estrechándome la mano— ya son siete años jefe.

- Es una magnífica trabajadora. —ante mi cara de pasmo— ¡Qué no te engañe su aspecto taciturno! Es sólo su disfraz místico.

Al alargar su mano vi en la muñeca un pequeño tatuaje de un narval. Imaginé que de ahí su seudónimo. Por un breve instante, nuestras miradas se cruzaron, sus ojos rasgados y de pestañas espesas, eran una mezcla de trigo verde y oro. Me sorprendí al descubrir que era una mujer, tal vez, un poco más joven que yo pero no demasiado.

En la nave donde se almacenaban los alimentos hacía bastante frío pero tras un par de horas colocando cajas pesadas ella se quito el gorro, dejando al aire una larga cabellera azabache y cobre. Aquella imagen con su pelo liso me pareció épica. Tras las ropas mediocres se ocultaba una resplandeciente mujer, una diosa.

A las ocho el encargado nos indicó el final de la jornada. Era otoño y ya había oscurecido. Hacía una noche excepcional. La luna era inmensa. A la par tomamos la misma dirección. Andamos juntos el camino y para romper el hielo le hable de mi sorpresa ante su nombre.

Ella con una leve sonrisa me contó que su abuelo era cazador y le contaba leyendas sobre los narvales o unicornios del mar, de su poder mágico para curar envenenamientos y melancolías. Pero no anduvimos demasiado cuando ella se despidió tomando otra dirección.

Llegué a casa exhausto pero con la sensación de un trabajo que llenaba mi decepcionante ánimo. Me fui derecho a la nevera. Cené un trozo de pizza y un par de birras. Ya en el sofá tirado puse la televisión y, como era habitual, no había nada de gran interés.

Cogí mi magnífico móvil y busque en google “Narval”. La mitología inuit habla de una mujer que salió a cazar y fue arrastrada a las profundidades del mar convirtiéndose en narval. Su larga cabellera negra se enroscó en el cuerno dándole esa torsión en espiral propia de dicho animal. Aparecía una imagen de un grupo de esquimales, entre ellos una joven con el rostro rodeado con una capucha de piel blanca. ¡Eran sus rasgos! Me di cuenta que sus fisonomía étnica delataba que era esquimal o descendía de ellos. Me quedé dormido en el sofá lucubrando sobre los inuit y sus leyendas.

Al día siguiente ansiaba el instante de trabajar. A la hora precisa ya estaba en la nave. Volvieron a ponernos juntos a colocar cajas de botes de conservas. A penas cruzamos palabra, sólo los saludos de rigor. Pero ella fijó su racial mirada y me regaló una leve sonrisa con sus labios gruesos y rubicundos. Me sentí henchido de emoción.

Moviendo una de aquellas cajas un sonido extraño comenzó a zumbar. En una de las esquinas donde se apilaban las cajas había un panal. Alrededor se llenó de abejas y en un breve instante note varios picotazos en la cara y las manos. ¡Soy alérgico! No tardé en notar como el pulso se aceleraba y la respiración se me estaba volviendo fatigosa. Entré en pánico. Narval se acercó a mí y me dijo que me tranquilizara. Le describí nervioso que era otoño y no llevaba el autoinyectador de adrenalina y que si me empeoraba podía incluso perder el conocimiento.

Ella tomó mi mano y tirando me alejó del panal. Me sentó sobre un palé. Llevó su dedo índice a sus labios y me mandó callar. Yo notaba como cada vez me faltaba más el aire. Me estaba desencajando. Entonces, con mis ojos desorbitados, vi como Narval llevó su mano derecha y posó sus dedos índice y corazón sobre el tatuaje de su muñeca izquierda. A continuación posó sobre mi frente la palma de la mano izquierda. Noté como un hormigueo invadía mi cuerpo desde la cabeza. El pulso comenzó a ralentizarse. Mis pulmones se expandieron llenándose de aire fresco. Estaba perplejo, ¿Cómo lo había hecho?

Supongo que intuyó mi confusión. Volvimos a cruzar nuestras miradas y una nueva sonrisa apareció en su rostro.

- No me llaman Narval sólo por las leyendas de mi abuelo. Desciendo por parte de mi madre de los inuit. Mi abuelo fue un gran angakok en Alaska. Desde pequeña él supo que había heredado sus poderes.

- ¿Qué es un angakok? —aún estaba confuso.

- Es, para que me entiendas, un chaman. Las mujeres inuit con dichos atributos nos llaman muktuk. Tengo la capacidad de curar ciertos sufrimientos humanos como la intoxicación. En la tradición esquimal se dice que el narval curaba los envenenamientos, de ahí el nombre que me otorgó el abuelo.

- Un placer haberte conocido muktuk y una magia que estuvieras a mi lado. — Tomé su mano, la acerqué a mis labios y besé su tatuaje.

Aquellos ojos rasgados, de pestañas espesas y campos de trigo verde y oro destilaron un brillo fulgente. Su tímida sonrisa estalló en una carcajada mientras su larga cabellera se balanceaba. Humedeció sus labios y sus palabras fueron un sereno ensayo.

- Querido Marcos creo que esto puede ser el inicio de una auténtica amistad. Aún no se sabe que océanos surcaremos. Tal vez cuando llegue el invierno con Qanik (nieve) percibiremos que melodía tararean nuestros corazones.