miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL JABÓN DE LA ABUELA.


No existe la felicidad. A lo largo de la vida hay briznas de dicha que se deshacen como jabón. Miguel Delibes.

Allá por 1613, en una humilde morada con dos habitaciones, María, La Hechicera, anda aquella mañana distraída e inquieta. La abuela vaticinó el encuentro de ella con aquel al que llamaba el guardián. Poco sabía de tal caballero, tan sólo que sería parte importante de su vida. A ambos les uniría el corazón y una misión que saldría a la luz en el futuro.

María agachada sobre el puchero en la lumbre, da vueltas a una solución viscosa y blanquecina. Su falda de paño arremangada y sujeta a ambos lados de la cintura. Los pies descalzos como la mayoría de las veces. Unas gotas de humedad resbalan por su frente y son restañadas por el dorso de su mano. El continuo movimiento y el calor del fuego hacen la tarea sofocante. Parte del corpiño y la blusa desabrochados, dejando entrever sus turgentes senos; está sola, no hay porque tener decoro.

Cuando algo la inquieta siempre se pone a hacer jabón como lo hacía la abuela. Aquel ritual la une a ella. Es uno de esos recuerdos de la niñez que no se olvidan, acompañados de aromas concretos. Como si siguieran haciendo ambas dicha tarea, juntas, a pesar de que habían pasado unos años desde su desaparición. La serenaba en momentos de incertidumbre y aquel era uno de esos instantes. Cuando el día antes echó la suerte de habas al caballero, por intuición o revelación ancestral, supo que él era el guardián.

La noche del día de ayer, cuando conoció a Miguel y después de que se marchara, cogió agua de lluvia y la mezcló con las cenizas de hojas de laurel que guardaba en un cuenco de madera. Una vez obtenida la mezcla, la dejó reposar toda la noche. A la hora del Ángelus, cuando las campanas de la catedral tañían, María echó una patata en la mezcla de agua y ceniza; la patata flotó hasta la mitad indicando que ya estaba lista para su utilización, tenía la concentración adecuada; tamizó la mezcla con un paño, despacio, pues era corrosiva. La abuela llamaba a dicha mezcla al-qaly que era lo mismo que ceniza en árabe. Cogió de uno de los estantes un cántaro con az-zait o jugo de aceituna como ella también siempre decía. Sacó la misma proporción de la disolución de agua y ceniza y aceite, y mezcló ambas en el puchero. Sin dejar de remover, la disolución adquirió una textura cremosa. Una vez hecha toda la mixtura, depositó el puchero en la lumbre.

En esas andaba, con cada vuelta en el puchero con la cuchara de madera un pensamiento, una inquietud, un pálpito. Ansiaba descubrir todo sobre él. Miguel era el guardián. Fornido, de ojos sagaces, cabellos largos y ensortijados que invitaban a enredarse en ellos. Pero lo que le atraía eran sus manos grandes y huesudas; tuvo ganas de acariciar aquella profunda cicatriz en su mano derecha, en forma de media luna. Hasta ayer no se conocían de nada pero sintió un amarre inexplicable que les ataría de por vida. Siempre su sexto sentido la advertía de quien desconfiar a primera vista y en quien fiarse al primer respiro. Sabía que podía encomendarse a él. El amarre le percibió tal y como Inés se lo reveló hace ya demasiado tiempo.

Retiró el puchero del fuego con dos paños y lo colocó en la mesa sobre una tabla para poner los cacharros calientes. Se acercó al tarro donde guardaba las flores de espliego y tomó un puñado que esparció sobre la mixtura removiéndola. El aroma que se desprendió inundó la estancia. Se quedó quieta, absorbiendo dicho aroma con una profunda inspiración, no pudo evitarlo y en un susurro pronuncio unas palabras:

- Hola abuela. Protégeme siempre y no me abandones—con ojos vidriosos—. ¡Te echo tanto de menos! Contigo nunca había incertidumbres ni miedos.

Se acercó a un lado de la lumbre donde reposaba un cajón de madera desgastado. Sobre aquel cajón echó la mixtura. Ya sólo quedaba dejarlo reposar hasta que el jabón estuviera duro y dispuesto para cortar. Ella también se bañaba con aquellos pedazos de jabón desde la infancia, igual que la abuela Inés.

Inés, la hechicera, de la que heredó su apodo, decía que el jabón de lavanda protegía de los insectos, eliminaba tensiones y limpiaba la piel de granos, realces y quemaduras. También decía que su aroma producía en el hombre una sensación de euforia, de placidez.

En un día de lluvia de 1601, la abuela Inés fue detenida por la Santa Inquisición acusada de envenenamiento y hechicería. Jamás volvió a verla. En su humilde posición social era inteligente, avanzada para su época, un libro de sabiduría atávica. María nunca llegaría a ser como ella aunque lo intentaba. Sentía una admiración profunda hacia aquella mujer menuda, de ojos astutos y piel ebúrnea.

Dejó de deambular con la mente y se metió en el cuarto que servía de dormitorio. Echó agua en el barreño de madera, cogió un pequeño paño y un trozo de jabón usado. Terminó de desabrocharse el corpiño, dejó caer la falda y se quitó la camisa que la cubría todo el cuerpo. Ya desnuda y en el barreño, mojó el paño y lo frotó en el jabón. Estaba sudada y necesitaba cubrir cada centímetro de su piel de aroma a espliego. Empezó por los brazos y luego por el torso, deleitándose en los senos que se erizaron. Continuó por las piernas para terminar en su sexo. Salió del barreño y cubrió su nívea piel con un gran paño. Se sentía mejor, más serena, como Inés señalaba, el espliego alejaba el desasosiego.


Miguel había despertado en ella una exaltación que no se explicaba, nadie hasta ahora lo había hecho. Ansiaba el instante de volverle a ver. Había lucubrado miles de veces con la imagen del guardián, ahora conocía su rostro y no la había decepcionado. Sus corazones efectivamente estaban unidos, él lo ignorara aunque estaba segura que su alma también partió inquieta tras conocerla. Eran los guardianes, el momento de las respuestas se acercaba. Estaba contenta pero inquieta ante las esperadas lunas.

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