jueves, 10 de julio de 2014

BORIS, EL LOBO ESTEPARIO


“El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.” William Blake

Su mirada recordaba las extensas praderas en verano que le vieron nacer. De ojos oblicuos y tristes, me transmitía sentimientos encontrados, unas veces ternura y otras insidias. A mí me desarmaba en esos momentos de afecto en los que no sabía qué ahogaba su mente; algo le provocaba tremenda tristeza cuando me acariciaba el rostro con sus magnas y potentes manos. En esos instantes también me susurraba al oído que me amaba y nunca dejaría de hacerlo. A mí también me encantaba deslizar mis dedos por su negra y lacia melena.

Jamás podría imaginar que aquel hombre de cuerpo fornido y semblante inocente podría ser alguien peligroso y oscuro. Dos noches al mes desaparecía y volvía con las manos laceradas, con moratones y abatido, con un extraño olor ferroso. Su silencio era tan profundo que dolía. Me cogía en brazos y me dejaba sobre el sofá con delicadeza, se situaba a mi lado y reposaba su cabeza sobre mi pecho, escuchando los latidos del corazón.

Muchas veces le pregunté sobre sus huidas pero jamás hallé respuesta. Solo se aferraba a mí con más fuerza. En uno de esos momentos me dijo, con su voz rasgada, que mejor sería que no descubriera nunca lo que hacía en esos aciagos días pues el rostro de la muerte rondaba en las sombras.

¿Por qué no pude resistir mi curiosidad, mi insaciable inquietud por encontrar respuestas a sus tristes escapes? Yo también le amaba y anhelaba ayudarle. No entendía que no necesitaba ningún tipo de auxilio. Aquel hombre, aquel lobo estepario como se hacía llamar en los pocos instantes a los que una sonrisa irrumpía en sus labios, me había robado el alma.

Él Llegó de Rusia a la tierra de mis ancestros hacía un año. Yo le conocí días después de arribar en casa de Anya, la propietaria y amiga de la tienda de productos rusos que ocupaba la planta baja de mi vivienda. Aún recuerdo cuando me le presentó y nuestras miradas se cruzaron. Fue algo espontaneo, explosivo, chispeante. Boris, su nombre, fue música para mis oídos y aliento para mi apagada existencia. Aquella noche, entre una cálida hoguera, unas cuantas copas de vodka de más e historias de la lejana Estepa, me marcó para siempre. Nos contó que su nombre significaba lobo y que, solitario y sin manada, buscaba a su hembra alfa. En la despedida, con Anya fuera de juego durmiendo en el sillón y yo en una nebulosa etílica, me dijo que yo era la elegida, su Lyubov, su amor; y aquellas palabras se grabaron a fuego en mi confusa mente.

Desde aquella velada nuestras existencias se entrecruzaron y al poco tiempo comenzamos a compartir espacio, salvo esos días en los que él desaparecía. Con él las noches se llenaban de éxtasis y pasión. Todo en él era devoción, fuego y dulzura. Yo sentía que había encontrado a mi alma gemela.

Pronto desaparecería de nuevo y a mí me entraba el miedo de no volverle a ver, de qué ya no regresara. Ante mis inquietudes decidí seguirle en su próxima huida. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! La noche era clara, la luna llena iluminaba las calles dando casi apariencia de un día nublado. Boris se ocultó bajo su chaquetón de loneta y cogió su saco; me recordó a los marineros del ballenero Pequod, el de Moby Dick. Se subió las solapas y se encajó una gorra hasta las cejas; apenas se podía ver su rostro. Me dio un dulce y profundo beso en los labios, acarició mi rostro con su dedo pulgar y sin mirar hacia atrás abandonó nuestra casa. Miré por la ventana para ver el camino que cogía, corrí hacia la entrada, me puse mi abrigo y bajé corriendo las escaleras. Estaba decidida a seguirle. Tras mucho rato atravesando calles llegamos al puerto. Desapareció tras una puerta trasera de un destartalado almacén que parecía abandonado. Esperé un rato y me dispuse a entrar. Ya dentro todo estaba oscuro pero se oía un vocerío tremendo que no se escuchaba en el exterior. Continué guiada por las voces hasta que llegué a un corredor a unos cinco metros del suelo.

Mis ojos se salieron de las orbitas. ¡Aquel no podía ser Boris! El torso desnudo, los ojos inyectados en sangre, su melena encrespada y un rictus en su cara de odio mortal. Aullaba de forma animal dejando entrever su incisiva boca, increpando a un joven que ensangrentado apenas se sostenía en pie en aquel suelo de arena. Aquel no era el hombre dulce y triste con el que compartía mi vida. Había un grupo reducido de hombres observando la pelea, impasibles, de aspecto suntuoso. Otro grupo de hombres más extenso gritaban ¡Lobo! Reiteradamente, hasta que comenzaron aún más fuerte a decirle ¡Mátale, mátele!

Estaba horrorizada y vi como se disponía con el brazo alzado a darle el último golpe, el definitivo. No pude evitarlo y grite lo más fuerte que pude qué no lo hiciera. Sus instintos debían de estar en alerta máxima pues me oyó a pesar del tremendo ruido. Miró hacía donde yo estaba y con el rostro desencajado le asesto tal golpe que un crujido inundó el garito y la sangre llegó hasta los espectadores. El joven cayó desplomado. Un hombre de avanzada edad se acercó a aquel amasijo de carne, colocó sus dedos en la carótida y levantó el brazo con el pulgar hacia abajo. El grupo de hombres vitorearon al vencedor mientras él seguía aullando salvaje.


Boris me miraba feroz, como un lobo, sin el menor arrepentimiento. Salí de allí corriendo y con un llanto ahogado que me dificultaba la respiración. Abatida, pasé los siguientes dos días esperando en un estado lamentable de melancolía. Aunque había visto como asesinaba impunemente a aquel joven, le aguardaba. Necesitaba oír con su voz rasgada que aquello había sido sólo una pesadilla o una pantomima.

Nunca he vuelto a oír sus palabras, a deslizar mis dedos por su pelo. Tan solo una vez con Anya hablamos de él; me dijo que era un lobo gris de las estepas rusas, acostumbrado a las peleas y a mantener su liderazgo a base de golpes; había tenido una infancia brutal enseñándole desde niño a matar con sus puños; su existencia no le pertenecía. Ella me aseveró que estuviera dónde estuviera siempre me amaría, yo era su Lyubov y me protegería entre las sombras. Recordar sus palabras me producen escalofríos.

A veces noto un cosquilleo extraño en mi nuca, una presencia inexplicable en la oscuridad. Intento ignorarlos pero me atormenta su presencia y sus recuerdos. Si me preguntaran sí creo en los licántropos solo puedo responder que durante un tiempo conviví con uno y él jamás me hizo daño. Sigo teniendo sentimientos encontrados de amor y animadversión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario