miércoles, 12 de noviembre de 2014

NOCTÁMBULO


“Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches...Decidí sucumbir para siempre.” Francisco Tario

Todos tenemos un lado oscuro, un impulso destructor por miedo o supervivencia. Los siglos me enseñaron que hasta la más cándida de las almas puede enmascarar la faz de la muerte. Sí, el tiempo me ha enseñado eso y otras muchas cosas que me han amarrado a este mundo. Mi nombre es Vlad.

Intento pasar desapercibido pero mis ojos llaman la atención, nací con heterocromía. Uno de mis ojos es añil y el otro castaño. Pocas veces expongo la mirada, siempre observo tras mis largos y negros cabellos o bajo la capucha de una cazadora. Si alguien consigue percatarse procuro alejarme, me intimida, como si pudieran descubrir alguno de mis sombríos secretos.

Llevo varios años habitando en un edificio en ruinas en medio de la ciudad, un antiguo teatro. Nadie se acerca por aquí, la gente habla de extrañas voces; que es un lugar donde habita un espíritu siniestro que se alimenta de almas. Pocos traspasan los límites y menos aun se sumergen en sus escombros. Yo creé el rumor que se dispersó como las plumas por el viento. Vivo bajo el escenario, en el foso, desciendo a través de una trampilla que en la jerga teatral la llaman escotillón. No necesito mucho espacio, me gusta la penumbra y la soledad.

Subsisto con mis recuerdos. La añoro aunque, hace tanto tiempo que la perdí, que todos los días intento evocar cada fracción de su rostro para no olvidarla. Jamás he querido volver a amar para evitar el dolor de la pérdida, todavía la lloro. Como dicen en la película “Drácula” de Coppola: He cruzado océanos de tiempo para encontrarte. Anhelo ese instante, cuando nuestros destinos se vuelvan a encontrar.

Mientras tanto, me sumerjo en el mundo de la noche entre chaperos, prostitutas, chulos, camellos, drogadictos y gentes del mal vivir. Me alivia ver que hay más seres atroces como yo. Cada noche recorro el barrio de La Luna. Todo se confabula en sus calles y, por supuesto, yo también. Ciertos rostros me son familiares pero otros muchos cambian cada vigilia. Busco en aquellos desconocidos la presa perfecta. Los que ya me conocen se alejan, saben que mi semblante inocente solo es un reclamo.

Al pasar por uno de los callejones percibo golpes y gritos. Observo a distancia de qué se trata. Un chulo golpea con saña a una joven de cabellos rojos. El olor a sangre llega a mis fosas nasales, inspiro con ansia. Con paso lento me voy infiltrando en la penumbra. El hombre de cabello engominado, chaqueta roja y zapatos de puntera detiene el brazo en el aire al sentir mi presencia. La joven está sentada en el suelo, solloza y se seca la sangre que cubre su cara con la manga de la camisa de encaje. La falda es tan corta que sus largas piernas se exponen dejando entrever que no lleva ropa interior. Parte de sus pechos turgentes se exhiben apretados por un corpiño de cuero sobre la camisa blanca salpicada de manchas rojas.

El Chulo sonríe deslumbrando la oscuridad con su dentadura y saca del bolsillo de la chaqueta una navaja de mariposa con la que empieza a jugar para amedrentarme. Cuando estoy a dos o tres pasos del sujeto éste se arranca. Bloqueo el brazo armado y le agarro el cuello. Le levanto y queda suspendido en el aire, rozando el suelo con las punteras de los zapatos. Su rostro comienza a congestionarse y tras un minuto le lanzo contra la pared. Cae inconsciente sobre unos cajones y percibo como le abandona la vida.

Miro a la joven que, asustada, comienza a arrastrarse hacia la pared en un intento de huida. Mis ojos le han sobrecogido más que su proxeneta, sé que en la penumbra mi mirada desata terror. Me acerco a ella y la tiendo la mano, hace una maniobra extraña, ha cogido un objeto del suelo. La vuelvo a hacer un ademán para que se levante del suelo. Con un movimiento rápido me asesta una puñalada, noto la punzada aguda en mi estómago. Me ha clavado la navaja de mariposa de su maltratador. Apretó su muñeca y la acerco hacia mí más, mientras no deja de hundir la navaja. Ve que mis fuerzas no flaquean e intenta con desesperación zafarse.

Aferro su pequeña cara, la susurro al oído que sólo pretendía ahorrarla unos cuantos golpes. Aproximo mi boca a la suya y la beso con suavidad, sin soltarla. Rozo mi rostro por sus cabellos, sorprendentemente huele a jabón de almendras. Un olor que me trae acariciados recuerdos. Por unos segundos mi mente se evade a otra época en la que no era el que hoy soy. Un grito ahogado me devuelve a la realidad y retorno a besarla. Su expresión de pánico se va acentuando hasta que clavo mis colmillos en su cuello, con cada sorbo se apagan los latidos, hasta que reposa sin vida sobre mis brazos.

El miedo y la supervivencia volvieron a mostrar el rostro del asesino. Aquella frágil mujer no dudo en robarme el aliento. Lástima que dicho aliento fue despojado hace dos siglos bajo un lúgubre puente, mientras lloraba la perdida de Nina. Lamenté y seguiré lamentando su ausencia mientras condeno mi alma. Yo soy el auténtico criminal, que no tiene miedo y expone su cuerpo para que se le arrebaten en un intento desesperado de bajar a los infiernos. En mis inicios maté sin cordura, inyectado de odio, incluso a mi creador, soy el noctambulo que camina por barrios sombríos, ávido de sangre.


Miro el cuerpo inerte y escucho la voz que llevo dentro: Te equivocaste nena, lo siento.

Coloco a la joven al lado de su chulo. Entrelazo sus manos y cruzo las piernas de la mujer en un intento de pudicia para su última escena, la imagen de ambos es cariñosamente apocalíptica.

Tranquilo me doy la vuelta, me seco la boca con un pañuelo y abandono el callejón. Vuelvo a mis ruinas, la herida mortal que me ha asestado tardará unos días en curar. Duele y cada paso es una punzada hacía mi abismo. No es cierto que sea frío y desarmado, la conciencia me atormenta en muchos instantes. Yo no escogí ser lo que soy, me impusieron el castigo sin pedirme permiso. Vivo en un teatro en ruinas donde cada día estreno una nueva función tétrica. Dicen por ahí, que me alimento de almas.

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