jueves, 24 de noviembre de 2016
EL ALIENTO DE EROS
“Lo importante no es lo que nos hace el destino, sino lo que nosotros hacemos de él” Florence Nightingale
Aquella cara de rasgos duros y una gran cicatriz en la mandíbula ahuyentaba a las gentes que andaban entre la lluvia. Pero no era su rostros lo que más aterrorizaba a los de alrededor, enseguida que se percataban cruzaban la calle. Sus pies descalzos, las ropas rasgadas, sus puños apretados y los ojos inyectados en sangre daban una imagen de él sobrecogedora.
En aquel gélido despacho lanzó con todas sus fuerzas el móvil contra la pared ante la atónita mirada de su jefe. Destrozó la camisa de la empresa, arrojó las botas contra los cristales de la oficina y salió a la calle. No controlaba la ira y aún menos en momentos de injusticia. Cientos de terapias le habían enseñado la teoría pero su fuerte carácter le imposibilitaba para llevarlas a la práctica. Lo único que le tranquilizaba era correr hasta llegar a la cueva del acantilado. Allí aislado había pasado incluso días hasta que aquella inquietud visceral se le contenía.
Se agarró de un pequeño arbusto doblegado por el viento marino y apoyó un pie en una roca sobresaliente. Bajó un par de metros en el acantilado y allí entre la maleza estaba la entrada a su nirvana. Una vez dentro se le iba pasando el volcán que enajenaba su mente. Pero se dio cuenta de que algo era diferente, había unas pisadas de pies pequeños. Las siguió y encontró un cuerpo en posición fetal sobre el suelo. Se sobresaltó ¿Respiraba? Sí, respiraba. Se sentó y no supo muy bien el tiempo que estuvo contemplando aquel ser indefenso.
De pronto, ella se movió y al verse contemplado por aquel personaje descomunal y perfil tullido dio un salto poniéndose en cuclillas y apoyándose en la pared. Intercambiaron miradas de sorpresa e incertidumbre y él se dispuso a preguntar:
¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Este lugar es mío —con voz colérica.
Aquella joven de ojos rasgados, pelo azabache y cuerpo delgado le miró y reponiéndose, le inquirió:
Yo podría preguntarte lo mismo ¿Tienes un documento qué demuestre que esto es tuyo?
Alex apretó los puños y los levantó pero aquel ser escuálido, de belleza etérea se encogió de nuevo cubriendo su rostro con los brazos.
Por favor no me pegues, me marcharé enseguida —las lágrimas comenzaban a resbalar.
Alex se miró a su propio puño y le bajó. Cuando percibía su violencia se avergonzaba. Dio un paso atrás, le dio la espalda a ella y se sentó en el borde de la cueva donde podía divisar un inmenso mar gris salpicado de gotas de lluvia, limitado por aquel acantilado severo, y un barco siempre en el horizonte con rumbo desconocido.
Lo siento, este lugar no tiene dueño. Tienes tanto derecho como yo a estar aquí. No pretendía asustarte.
La joven se secó las lágrimas con la manga de su arrugada camisa, se atusó el pelo y se sentó junto a Alex. Tras unos minutos en silencio le tendió la mano:
Me llamo Malén —sorbiéndose la nariz.
Yo Alex —ocultando su cicatriz y con voz entrecortada.
A veces los silencios llenan más que las palabras. Allí contemplando el horizonte estaban dos seres que no encajaban demasiado. Personas con problemas afectivos en apariencia desbordados. Fue cayendo la noche y el barco fue desdibujándose entre la distancia y la oscuridad, siguieron impertérritos sentados. Comenzaba a hacer frío y Alex se levantó, sacudió sus pantalones y se adentró en la cueva. Al cabo de unos minutos regresó con un montón de palos. El fuego pronto iluminó las paredes y fue desprendiendo calor.
Malén también se levantó, se acercó a la hoguera y puso sus pequeñas manos frente a las llamas. La luz creaba un halo que aún aumentaba más su perfección. Alex, que seguía con voz temblorosa, le señaló que se sentará junto a la pared que formaba un ángulo, ese recoveco la protegería de la brisa y el calor la llegaría más inmediato.
Allí, frente a aquel agradable espectáculo de luz titilante Malén preguntó a Alex que desde cuando iba a aquel recóndito lugar. Él le relató cómo lo descubrió hace unos años, cuando aún era un adolescente y un compañero le golpeó con una piedra, sé señaló su rostro. Ella le confesó que hace un mes le vio bajar a la cueva y desde entonces solía acudir al lugar dos o tres veces en semana. Poco a poco fueron relatando sus entresijos; él trabajaba duro sin ser reconocido su esfuerzo, de cómo le miraban con miedo; solo le habían contratado por el programa de reinserción para personas con problemas mentales; ella encontraba alivio en aquel lugar ante la violencia de su progenitor alcohólico del que tenía que haberse alejado hacía tiempo.
Y poco a poco ambos fueron haciendo camino. Anhelaban sus charlas frente a la hoguera cada minuto. Se escapaban cuanto podían, alejados de un mundo que les anegaba su fuerza. Y las palabras dieron paso a los roces accidentales, a caricias presagiadas y a besos furtivos.
En uno de aquellos encuentros Malén volvió antes que Alex. Él, ávido de caricias llegó unos minutos más tarde y se percató de que ella estaba cabizbaja. Alex con suavidad posó su gran mano sobre la barbilla de ella e intento clavar su mirada en los rasgados ojos de la dulce Malén, pero ella huyó y volvió a fijar sus ojos en el suelo. Alex intentó de nuevo ver su rostro y descubrió con estupefacción un ojo morado y una brecha en la frente.
Ante aquello se desató, golpeó con fuerza la pared rocosa hiriéndose las manos.
¡Le mataré, juro que lo haré! No sabe bien lo que ha hecho ese cabrón. No volverá a ponerte una mano encima —la voz resonaba, ensordecedora.
No, por favor es mi padre, está enfermo. Mañana llegaré a casa y todo serán lágrimas y mil perdones. Cuando bebe no sabe lo que hace, al día siguiente no lo recuerda siquiera.
Malén intentó calmar a Alex pero cada vez que la miraba su ira se acrecentaba. En una de las tentativas por tranquilizarle ella le intentó agarrar el puño, él dio un fuerte tirón que hizo sucumbir a Malén. Ella se quedó inmóvil en el suelo, Alex abrió sus ojos, parecía que se le iban a salir de las órbitas. No podía creer que también había hecho daño a la persona que más amaba. Se acercó a ella y cogió su pequeño cuerpo inmóvil entre sus inmensos brazos acurrucándola en su regazo.
¡Perdóname, perdóname! No controlo mis fuerzas. Por favor Malén vuelve, no puedo vivir sin ti —con la respiración entrecortada y acariciando su cabello— no volverá a ocurrir, mi pequeña.
Malén abrió sus ojos humedecidos y le agarró con ambas manos del cabello acercando sus labios. Le besó con fuerza y cuando sus bocas volvieron a separarse, Malén acaricio su cicatriz mientras le hablaba en susurros:
Ha llegado el momento de solucionar nuestros problemas. Sé que podemos y sé que no volverás a hacer daño a nadie. Solo piensa en mí cuando tu mente se llene de rabia y desolación, piensa en nosotros. Ha llegado el momento de alejarnos ¿Quieres?
Alex dejó de acudir a terapia, informaron de su desaparición pero nadie volvió a verle. Malén nunca regresó a casa de su progenitor, éste lloraba por las esquinas y en sus borracheras maldecía a su mala hija, vociferando su nombre.
En el puerto, un vagabundo que dormía entre cartones contaba a sus camaradas, entre risas y escalofríos, que los delirios del vino le habían hecho soñar. Un hombre feroz, de facciones duras con una gran cicatriz en el rostro, pelo desgreñado y brazos descomunales, le miró con ojos inyectados en sangre, sintió mucho miedo; aquella bestia abrazaba a una joven pequeña y frágil de ojos rasgados y cabello azabache de una belleza desmesurada, a la que protegía. Ambos subieron a un barco de tres mástiles con grandes velas blancas y unos cien metros de eslora. Extrañamente partió de madrugada, cuando comenzaba a aparecer la claridad del amanecer, con rumbo desconocido; un barco sigiloso, de tripulación fantasma, envuelto en una nebulosa, llamado “Liberté”
miércoles, 22 de junio de 2016
FETICHE
La escultura de mármol El Beso de Auguste Rodin, 1887
“Encuentra lo que amas, y deja que te mate” Charles Bukowski
El culto a las manos, a través de ellas me comunico, entro en contacto, creo. Tal vez para mí, talismanes. Suelo mirar las manos, casi siempre sin grandes sobresaltos, pero de vez en cuando aparecen unas de esas manos que me cuentan y susurran veleidades secretas de personas anónimas.
Estaba en una terraza, tomando el sol, con un gran vaso de té helado y hablando con mi compañera de trabajo cuando un personaje delgado, alto y pelirrojo se sentó en la mesa de enfrente. Seguimos charlando apaciblemente sin nada sustancial en que embelesarme. El camarero pululaba entre las mesas sirviendo bebidas y apuntando otras. Tras unos cinco minutos el camarero trajo una gran copa redonda con un líquido transparente y burbujeante entre hielo, trozos de fresa y una rodaja de lima y se la puso al pelirrojo.
Aquella imagen se iluminó de forma sorprendente, fue bucólica. Una mano grande, de dedos largos y marcados rodeando la copa se la acercaron a los labios. Esos pequeños toques rojos de las fresas complementaron la imagen hasta la perfección. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y un rubor evidente incendió mi rostro. Mi compañera miró hacia donde apuntaban mis ojos a ver que observaban ante mi cambio inexplicable de semblante sin apreciar nada sobresaliente ¿Te apetece un Gin Tonic? Me inquirió con cierta curiosidad. Le indiqué con un leve ademán que no pues apenas podía pronunciar palabra.
Recordé las distintas manos en las esculturas de Rodin; sobre el muslo de “El beso” o “La mano de Dios”. Una sensualidad infinita en un simple movimiento paralizado y preciso. Aquella mano de un desconocido me sedujo y enamoró como a una libertina. Necesitaba tocarla aun en un leve roce. Imagine aquellas perfectas herramientas deleitándose en mi piel con lentitud, acariciando mis cabellos enredadas entre ellas. Nada entre mi cuerpo y ellas, solo contacto y vello erizado. Una manifestación animal e instintiva.
Seguimos charlando pero la conversación dejó de tener interés. Propuse marcharnos con la excusa de tener demasiado calor. Al levantarnos dejé caer mi foulard de flores rojas y aquellas manos eróticas bajaron hasta el suelo para cogerlo. Yo me incliné para cogerlo también pero sin ningún ánimo, simple disimulo. Aquel sutil roce y un etéreo aroma terminaron de consumar el éxtasis. Ni si quiera su amabilidad y sonrisa entorpecieron el momento.
Le di las gracias y me marche mientras una excitación erótica inundo mi cuerpo. Jamás olvidaría aquellas manos y aquel instante en que mi fetichismo fue evidente aunque pocos percibieron la exaltación de los segundos infinitos en el tiempo.
Pasó más de un mes y cada noche recordaba esas manos sobre mí mientras me deleitaba en mi propio cuerpo. Una mañana al llegar al trabajo mi jefe me llamó para acudir a su despacho. Un penacho de pelo rojo de espaldas le acompañaba y volví a ver las manos sobre la mesa del escritorio.
Hola Ana, te presento a tu nuevo ayudante de diseño.
Mi mente paralizada imaginó el preludio de un ser abandonado al paganismo del deseo.
miércoles, 20 de abril de 2016
PAPÈL EN BLANCO
“La nieve del alma tiene copos de besos y escenas que se hundieron en la sombra o en la luz del que las piensa” Federico García Lorca
En aquella sombría tarde de grises, tras el cristal de un pequeño café, observaba deambular a las personas devoradas por sus abrigos para resguardarse del gélido viento. Todo el mundo se movía. Necesitaba ideas tras días en blanco, parecía que las palabras se hubieran evadido de mis castigadoras manos. El café humeante me abdujo por unos instantes, con los ojos cerrados, de la vorágine del establecimiento. Al volver a abrir los ojos, ellos se dirigieron hacia un individuo del que no me había percatado o tal vez acababa de llegar.
En la calle, en la esquina frente a mí un hombre de mediana estatura se apoyaba en la pared, la pierna derecha flexionada con el tacón sobre dicho muro. Jugueteaba con un cigarrillo entre sus dedos y luego daba una calada con parsimonia y seguía jugueteando. Llevaba un abrigo desabrochado, la otra mano en el bolsillo de un impecable traje abotonado y complementado con una corbata estrecha. No podía verle el rostro, pues cabizbajo y cubierto con un gorra Gatsby, me ocultaba su mirada.
Aquel personaje bien podía haber salido de una novela de Al Capone. Mientras le vigilaba seguía impasible esperando, como si el tiempo se hubiera parado, como si nada importara. Acostumbraba a morderme el labio inferior, una de mis manías, como un sabueso cuando huele una pista. Tomé la taza y bebí un amargo trago, el café sin azúcar me estimulaba. Él seguía allí, imperturbable, y yo, desde luego, no pensaba moverme hasta ver hacia dónde dirigía sus pasos.
Casi acabé el café y, entonces, se acercó a él una chica con unos bonitos zapatos rojos de aguja, y un abrigo claro de paño con un exuberante cuello de piel de zorro entremezclado con una melena azabache. Intercambiaron palabras acompañadas de aspavientos de las manos de ella. No era una conversación afable. Pero él seguía inalterable contestando a los agravios de ella. De pronto ella le abofeteó lanzándole después algo a la cara que no pude distinguir. Ella se marchó y él siguió apoyando el tacón de su zapato en la pared como si nada, no se agachó para coger lo lanzado, me pareció percibir algo que brillaba en el suelo.
Creo que aquello era la mejor escena que había visto representar en los últimos tiempos. Quería imprimir cada detalle. Seguía mordiéndome el labio inferior cuando él levanto su cabeza del suelo mostrando una mirada penetrante, entre maldad e inteligencia. Tiró el cigarrillo y me miró con descaro. Me dirigió una leve sonrisa y se marchó en dirección contraria a la chica. Cuando ya casi se perdía en la calle se giró y llevó la mano del cigarrillo a la visera de su gorra brindándome un saludo. Creo que percibió que había estado todo el rato escudriñando.
A veces dudo de si aquella escena fue real o imaginada pero aún guardo un llavero de plata con una pequeña llave que encontré en el suelo, frente al café. Y es que ya se sabe, la plata siempre acompaña a almas solitarias. Mi imaginación vuela con un simple objeto. Algún día llenaré una página en blanco, algún día me gustaría que se cruzaran nuestras miradas.
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