jueves, 6 de marzo de 2025

Recuerdos, gustos y disgustos

 


“Sé tú mismo, los demás puestos ya están ocupados” Oscar Wilde

María no entendía la vida sin sus cuadernos y libros. Con La casa de los espíritus entre sus manos y frente al fuego, se acordó de cuando, chiquilla, robaba horas al sueño leyendo bajo las mantas con una pequeña linterna sus cuentos favoritos. Los primeros libros, toda la colección de Los cinco, donde su imaginación volaba recreando mil aventuras y descubriendo misterios. Ya en la adolescencia, La vida sale al encuentro de Martín Vigil, sacó magnificados todos los sentimientos de una adolescente con lágrimas tristes o eufóricas. Con los años y adquirido el hábito de leer, cayeron en sus manos cientos de volúmenes, pero cómo olvidar aquel ejemplar ajado con cubiertas de piel de Alejandro Pérez Lugín, La casa de Troya, abandonado en una vieja maleta de madera de su abuelo.

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Su afición por escribir María la recibió cuando, con corta edad, encontró en la basura un montón de escritos de su abuelo. Su abuela no sabía leer y desdeñó aquel montón de papeles, pero para ella fue y es su mayor tesoro. Los guardó y cuidó en una caja protegidos con mimo. Ahí comenzó a escribir, intentando imitar aquellas letras cursivas, escritas bajo la luz de la vela en la sierra de Guadarrama, palabras llenas de pena, añoranzas y calamidades, pero con un halo de esperanza.

A María le gustaba escribir por la noche, junto al fuego y sus gatas. Era una inspiración las noches de tormenta escuchando caer la lluvia que golpeaba en los cristales. Siempre acompañada de un café humeante, especiado, dulce y cálido. Solía parar para beber aquel líquido con toques amargos que tanto le gustaba y acariciaba la piel terciopelada de sus gatas, que siempre demostraban su afecto con un suave ronroneo. Muchas veces también se distraía observando la danza de las llamas en la chimenea, con aquellos contrastes de rojos, anaranjados y azules, adornados con miles de chispas que saltaban alrededor.

Y en una de aquellas noches donde María disfrutaba del silencio, pues todos dormían, con su pluma y cuaderno, un fuerte golpe asustó a sus gatas y a ella misma. Odiaba cuando algo interrumpía aquellos momentos mágicos. Miró a través de la ventana y observó al vecino; se le había caído al asfalto un gran fardo de dimensiones inusitadas. Siempre molestando con el sonido de abrir y cerrar las puertas del coche, pero lo de hoy ya era el colmo. Su vecino le caía mal, por su prepotencia, sus preguntas indiscretas para husmear en su vida, por sus mentiras. Y encima su mente olvidadiza se desdecía dejando al descubierto la falsedad. Nunca María entendió esas ganas que tenía de humillarla, aunque le servía de poco.

Su vecino la vio asomada en la ventana; pretendía que la viera. Nervioso recogió parte de los objetos caídos en la carretera, bártulos brillantes y pesados. ¿Su aparente opulencia sería porque era un ladrón? Tal vez al pillarle infraganti dejaría de dirigir a María la palabra y fisgar en su vida; sería un placer.

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