miércoles, 25 de septiembre de 2013

INFERNOS


“Allí donde hay mucha luz, la sombra es más negra” Goethe.

Un viento tempestuoso sacude el entorno. Tras la ventana, los arboles se doblegan ante su poder perdiendo parte de su follaje. Enormes gotas salpican el cristal hasta que se desata la tormenta, feroz. En pocos minutos el agua corre y arremete todo a su paso. El cielo se ilumina incesante con rayos serpentinos acompañados, después de unos segundos, de ensordecedores truenos.

Daniel, el interno número 7, saldría a la intemperie y tomaría un puñado de tierra embarrada para cubrir el rostro, pero no puede. Se arrastra hasta la esquina de la habitación y en posición fetal tapa sus oídos con sus manos. Permanece así por largo tiempo. Afuera los cuatro elementos se manifiestan con el más violento de sus semblantes.

Daniel está alejado del orbe. Sólo rompe su silencio con la tabla de Nalvage. Hace mucho tiempo en un viaje de turbulentos sufrimientos, Miguel le desveló el lenguaje enoquiano y los secretos de la tabla. Él fue el elegido para interpretarla y tutelarla. Sabe que un poderoso enemigo se la quiere arrebatar. Está preparado, en cualquier momento aparecería y el desafío sería definitivo. No siempre conoce el instante pero esta vez las señales son latentes, próximas al solsticio. La tabla, el lenguaje y las señales eran sus peores demonios a la vez que su mejor bendición.

Debería prepararse para el enfrentamiento pero su alma inquieta no le permite serenar el ánimo. El mundo de silencio en el que lleva inmerso tanto tiempo le había hecho olvidar el peligro. Aquel que en su día fuera su mayor aliado hoy es el peor de sus enemigos. . Ambos navegan en el mismo cosmos y de vez en cuando, sin remedio, sus caminos se cruzan. Se conocen muy bien y pueden prever los movimientos del contrincante como los de ellos mismos.

Los tambores de la naturaleza anuncian la próxima contienda. Esta vez la diferencia estriba en que hace mucho tiempo de la última reyerta. Aquella batalla de monstruos con ojos sibilinos fue tan dura que casi acabó con su aliento. Sucumbía al abatimiento pues cada vez serían más temibles los asaltos.

Y como el samurái ante la oculta luna prepara la armadura, la katana y la montura. Sabe de la flor perfecta y del copo de nieve irrepetible pero también conoce el fuego que destruye y libera.

Otro terrible dolor de cabeza. Sus ojos le piden oscuridad; con lentitud sus párpados se adecuan, las piernas le flaquean. Vuelve a acomodarse en el suelo. Desearía que sus caminos no volvieran a cruzarse pero es mejor acabar con todo de una vez. Teme la derrota. Ambos son Principados en la Cábala, aunque es anodina la nomenclatura, son enemigos a una misma altura.

Al final del pasillo, Doc, como así le llaman sus pacientes, está preocupado. El interno de la habitación 7 se muestra muy inquieto. Han vuelto los fuertes dolores de cabeza y las náuseas. Según el informe del hospital cuando llegó allí tenía múltiples traumatismos y exhibía una violencia incontrolable a pesar de su lamentable estado físico. Al desconocer su origen, le trasladaron del hospital al psiquiátrico. Desde entonces había sido un remanso de paz, casi siempre reticente. Le costó hipnotizarle y cuando lo hizo escuchó su épica historia, una fantástica alucinación. Las veces que le ha vuelto a poner en trance nada se altera en su relato, siempre los mismos datos, los mismos miedos y las mismas inquietudes. Hace pocas jornadas, en la sesión de terapia habitual, ha revelado que la lucha se acerca. El pánico se ha apoderado de él. A penas duerme y después de unos días los síntomas de agotamiento son evidentes. Se aferra a una especie de medallón de madera, no más grande que la palma de la mano, lleno de símbolos. Llegó con él y lo lleva consigo a todos lados. En una de las sesiones reveló su secreto: el día que le fuera arrebatada la tabla de Nalvage— así llama a dicho medallón— aquel al que teme habría ganado.

Desde el principio el diagnostico fue claro: tenía un trastorno de identidad disociativa. En pocas de las sesiones ha aparecido el otro ego y, las veces que lo ha hecho, nada tiene que ver con Daniel. En una de las conversaciones de hipnosis apareció un ente soberbio, imperturbable y pérfido, con mirada oscura y de un brillo maquiavélico. Tan solo expresó que el desenlace estaba cerca y que Daniel sucumbiría en la derrota.

La noche cae y el escenario tétrico de lluvia y tormenta continúa. Daniel ignora el tiempo que lleva tumbado en el suelo. Abre su mano y pone sobre su frente la tabla. Tras una letanía de palabras incomprensibles posa la tabla en la palma de la mano izquierda y con el dedo índice de la derecha recorre alguno de los símbolos. Las instrucciones son claras: es el final, uno u otro debe morir.

La habitación se ilumina con un rayo, no está solo. En la otra esquina una figura en cuclillas le observa desde la sombra y oye una voz profunda y pausada:
- Hola Daniel. Me ha costado encontrarte. Ha pasado tiempo pero sabías que este instante tarde o temprano llegaría. Sabes lo que busco. Podemos acabar pronto, me lo das y enviaré tu alma con los tuyos, sin sufrimientos ni lucha.
- Azael, tú también sabes que no puedo darte lo que buscas sin combatir por ello. Pero por fin hoy todo acabará. Marcharé con los míos o tú con los tuyos, al mismo infierno.

Otro relámpago ilumina el cuarto, ambos hombres se han levantado y están de frente. Giran en la habitación al mismo compás. El resplandor revela que el intruso lleva en su mano una especie de daga.

El dolor de cabeza ha cesado. Daniel ha sido invadido por un halo extraño tras arrastrar su dedo por la tabla de Nalvage que continúa en su mano izquierda, apretada. La primera envestida de la daga la elude con cierta facilidad, golpeando el costado del contrincante al desplazarse al lado derecho. Este no muestra dolor:

- Veo que estás más instruido —con una sonrisa malévola.
- Azael—Daniel arrastra la voz con cada sílaba—, no pienses ni por un instante que te será fácil arrebatármela.


La lucha desaforada se acrecienta y la habitación se llena de sombras iluminadas por breves destellos. Los golpes se atenúan con el sonido incesante de la tormenta. En una de las envestidas un destello ilumina la estancia y la sombra emula una figura humana con unas alas desplegadas. A continuación, un fuerte trueno hace retumbar los cristales. Todo ha acabado.

Por la mañana, Doc entra en la habitación, los pocos enseres están hechos añicos. Daniel está de pie mirando por la ventana. Afuera todo está lleno de hojas y ramas rotas, la tierra está encharcada. Le pregunta por lo ocurrido. Daniel se gira y mira a Doc con apacibilidad, algo ha cambiado. Se acerca, extiende su mano en la que reposa el medallón que porta desde el principio. Doc lo mira y advierte que ya no tiene los símbolos, es tan solo un pedazo de madera inerte. Daniel se lo da y con templanza contesta:

- Ya no me duele la cabeza, me siento mejor. La tormenta también se desató en mi habitación pero hoy sale el sol con más fuerza que nunca. Podemos continuar con la terapia Doc. Azael no volverá a molestarnos.

En una de las esquinas un polvillo semejante a cenizas se extiende por las baldosas y varias gotas rojas salpican el suelo y parte de la pared.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL JABÓN DE LA ABUELA.


No existe la felicidad. A lo largo de la vida hay briznas de dicha que se deshacen como jabón. Miguel Delibes.

Allá por 1613, en una humilde morada con dos habitaciones, María, La Hechicera, anda aquella mañana distraída e inquieta. La abuela vaticinó el encuentro de ella con aquel al que llamaba el guardián. Poco sabía de tal caballero, tan sólo que sería parte importante de su vida. A ambos les uniría el corazón y una misión que saldría a la luz en el futuro.

María agachada sobre el puchero en la lumbre, da vueltas a una solución viscosa y blanquecina. Su falda de paño arremangada y sujeta a ambos lados de la cintura. Los pies descalzos como la mayoría de las veces. Unas gotas de humedad resbalan por su frente y son restañadas por el dorso de su mano. El continuo movimiento y el calor del fuego hacen la tarea sofocante. Parte del corpiño y la blusa desabrochados, dejando entrever sus turgentes senos; está sola, no hay porque tener decoro.

Cuando algo la inquieta siempre se pone a hacer jabón como lo hacía la abuela. Aquel ritual la une a ella. Es uno de esos recuerdos de la niñez que no se olvidan, acompañados de aromas concretos. Como si siguieran haciendo ambas dicha tarea, juntas, a pesar de que habían pasado unos años desde su desaparición. La serenaba en momentos de incertidumbre y aquel era uno de esos instantes. Cuando el día antes echó la suerte de habas al caballero, por intuición o revelación ancestral, supo que él era el guardián.

La noche del día de ayer, cuando conoció a Miguel y después de que se marchara, cogió agua de lluvia y la mezcló con las cenizas de hojas de laurel que guardaba en un cuenco de madera. Una vez obtenida la mezcla, la dejó reposar toda la noche. A la hora del Ángelus, cuando las campanas de la catedral tañían, María echó una patata en la mezcla de agua y ceniza; la patata flotó hasta la mitad indicando que ya estaba lista para su utilización, tenía la concentración adecuada; tamizó la mezcla con un paño, despacio, pues era corrosiva. La abuela llamaba a dicha mezcla al-qaly que era lo mismo que ceniza en árabe. Cogió de uno de los estantes un cántaro con az-zait o jugo de aceituna como ella también siempre decía. Sacó la misma proporción de la disolución de agua y ceniza y aceite, y mezcló ambas en el puchero. Sin dejar de remover, la disolución adquirió una textura cremosa. Una vez hecha toda la mixtura, depositó el puchero en la lumbre.

En esas andaba, con cada vuelta en el puchero con la cuchara de madera un pensamiento, una inquietud, un pálpito. Ansiaba descubrir todo sobre él. Miguel era el guardián. Fornido, de ojos sagaces, cabellos largos y ensortijados que invitaban a enredarse en ellos. Pero lo que le atraía eran sus manos grandes y huesudas; tuvo ganas de acariciar aquella profunda cicatriz en su mano derecha, en forma de media luna. Hasta ayer no se conocían de nada pero sintió un amarre inexplicable que les ataría de por vida. Siempre su sexto sentido la advertía de quien desconfiar a primera vista y en quien fiarse al primer respiro. Sabía que podía encomendarse a él. El amarre le percibió tal y como Inés se lo reveló hace ya demasiado tiempo.

Retiró el puchero del fuego con dos paños y lo colocó en la mesa sobre una tabla para poner los cacharros calientes. Se acercó al tarro donde guardaba las flores de espliego y tomó un puñado que esparció sobre la mixtura removiéndola. El aroma que se desprendió inundó la estancia. Se quedó quieta, absorbiendo dicho aroma con una profunda inspiración, no pudo evitarlo y en un susurro pronuncio unas palabras:

- Hola abuela. Protégeme siempre y no me abandones—con ojos vidriosos—. ¡Te echo tanto de menos! Contigo nunca había incertidumbres ni miedos.

Se acercó a un lado de la lumbre donde reposaba un cajón de madera desgastado. Sobre aquel cajón echó la mixtura. Ya sólo quedaba dejarlo reposar hasta que el jabón estuviera duro y dispuesto para cortar. Ella también se bañaba con aquellos pedazos de jabón desde la infancia, igual que la abuela Inés.

Inés, la hechicera, de la que heredó su apodo, decía que el jabón de lavanda protegía de los insectos, eliminaba tensiones y limpiaba la piel de granos, realces y quemaduras. También decía que su aroma producía en el hombre una sensación de euforia, de placidez.

En un día de lluvia de 1601, la abuela Inés fue detenida por la Santa Inquisición acusada de envenenamiento y hechicería. Jamás volvió a verla. En su humilde posición social era inteligente, avanzada para su época, un libro de sabiduría atávica. María nunca llegaría a ser como ella aunque lo intentaba. Sentía una admiración profunda hacia aquella mujer menuda, de ojos astutos y piel ebúrnea.

Dejó de deambular con la mente y se metió en el cuarto que servía de dormitorio. Echó agua en el barreño de madera, cogió un pequeño paño y un trozo de jabón usado. Terminó de desabrocharse el corpiño, dejó caer la falda y se quitó la camisa que la cubría todo el cuerpo. Ya desnuda y en el barreño, mojó el paño y lo frotó en el jabón. Estaba sudada y necesitaba cubrir cada centímetro de su piel de aroma a espliego. Empezó por los brazos y luego por el torso, deleitándose en los senos que se erizaron. Continuó por las piernas para terminar en su sexo. Salió del barreño y cubrió su nívea piel con un gran paño. Se sentía mejor, más serena, como Inés señalaba, el espliego alejaba el desasosiego.


Miguel había despertado en ella una exaltación que no se explicaba, nadie hasta ahora lo había hecho. Ansiaba el instante de volverle a ver. Había lucubrado miles de veces con la imagen del guardián, ahora conocía su rostro y no la había decepcionado. Sus corazones efectivamente estaban unidos, él lo ignorara aunque estaba segura que su alma también partió inquieta tras conocerla. Eran los guardianes, el momento de las respuestas se acercaba. Estaba contenta pero inquieta ante las esperadas lunas.