miércoles, 18 de junio de 2014

UNA VISITA INSOSPECHADA


TOLEDO LUX GRECO

“Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la perenne disposición a la defensa. Ser es defenderse.” Ramiro de Maeztu

A la hora sexta Miguel se despertó, el silencio era absoluto, no percibía ningún movimiento. Se incorporó en el jergón, seguía rodeado de múltiples aromas agradables. En el otro camastro su camisa remendada y limpia; olía a una mezcla de leña y hierbas; imaginó que ella la había secado al calor del fuego. Miró a su alrededor, apenas había nada fuera de los camastros y un baúl de madera. No se percató hasta después de unos minutos de una pequeña estantería tras él donde reposaban unos legajos y una jarrilla de barro con flores secas. Sujeto por los legajos colgaba un cordón con una piedra negra facetada.

El sonido de la puerta le sacó de su ensimismamiento. Por una rendija que dejaba la cortina vio a María. Miguel se levantó con dificultad dirigiéndose a la otra habitación. Saludo a aquella mujer que le aturdía con su presencia. Ella respondió con amabilidad ofreciéndole un pan recién horneado y un trozo de queso. Miguel no declinó su invitación, tomó un poco da ambas viandas. Mirando a los ojos a aquella hembra embriagadora se dirigió a ella:

- Volveré mañana.

- Tendrá que tener más cuidado. Observar que nadie le siga. Me inquieta. Será mejor volvernos a ver dentro de una semana. Además, le conviene descansar y que cicatrice la herida.

- Ahora mismo el único asunto prioritario es toda esta trama que no llego a entender pero que por mi padre he de hacer frente—con voz imprecisa y bajando la mirada—. Gracias por ayudarme anoche, no creo que hubiera llegado a casa.

- Era mi deber ayudarle—ruborizada— en esto vamos juntos. Unas veces seré yo y otras me tendrá que ayudar vos.

- ¿Te puedo pedir un último favor? Mi padre está llegando al final de su viaje. ¿Tendrías algo para calmar y sosegar su respiración agitada?

María se acerca a uno de los estantes y cogió un pequeño tarro de madera oculto tras otro más grande. Rasgo de un paño un trozo y echo con sus dedos cinco pizcas de un polvo pardusco. Fue una cantidad ínfima la que deposito sobre la tela. La ató con un hilo y se lo tendió a Miguel.

- Es mandrágula, peligrosa si te pasas de proporción, viértela en cuartillo y medio de vino, dejadlo macerar toda la noche. Mañana se lo administráis, colando el líquido, una cucharada a la mañana y otra a la tarde. Le sosegará.
- Gracias de nuevo—cogiendo el saquito y tomando la mano de ella.

Miguel al coger la hierba depositó en su mano de nuevo cuatro reales de plata. Cerró el puño de María y la besó el torso de la mano.

- No lo consideres un pago sino una ayuda para tus menesteres, acéptalo. Hasta la semana que viene pues.
La sensación de ambos era como si en efecto un hilo extraño los uniera para un propósito aún por descubrir y como si sus miradas se hubieran cruzado en otros tiempos. Miguel salió de casa de María con la firme intención de volver transcurridos unos días.

Ella echó el cerrojo tras la marcha del Capitán. La abuela Inés siempre insistía en que cerrara la puerta y se mantuviera expectante. Echo más leña en el hogar y colocó el puchero con agua para preparar una cataplasma con romero y ruda para una parturienta. Después se dirigió al camastro para cambiar las sábanas. Aquella acción le obligaría a hacer varios viajes con el cántaro a por agua.

María sentía una extraña inquietud. Conocía sus intranquilidades y casi siempre presagiaban algo adverso. Dejó todo como estaba y cogió el cántaro para ir a la fuente a por agua. Al salir, arriba de la calle, a unos dos pies vio un grupo de soldados hacia su dirección y supo a dónde iban. Se volvió a meter en casa y cerro con el cerrojo.

Se fue a la habitación y cogió los legajos que ocultaban en su interior la llave de hierro forjado y el punzón de extraña forma geométrica, y la piedra facetada. La abuela Inés siempre decía que la mejor forma de ocultar algo era dejarlo a vistas. Junto al hogar levantó las baldosas que se movían, bajó unos cuantos de aquellos estrechos peldaños y colocó de nuevo las losas que tenían unos asideros para que volvieran a ocupar su lugar. Entraba unos resquicios de luz provenientes que la ayudaron a bajar el resto de peldaños mientras se hacía a la oscuridad, hasta el aljibe. Se sentó en el suelo con los brazos entrelazando sus piernas cuando oyó los fuertes golpes en la puerta. Después de varios con insistencia desmesurada, todo finalizó con un fuerte estruendo. Habían abierto la puerta de la peor de las formas.

Su intuición la alertó para ocultarse y no esperar a que los soldados expusieran sus pesquisas del porqué de aquella irrupción. Permanecería oculta hasta que su inquietud se sosegara. Percibía multitud de golpes y sonidos de cacharros golpeando paredes y suelo. Por las rendijas de las baldosas sintió el olor que desprendía el agua derramada, el que puso a cocer con romero y ruda. Estaban destrozando su casa y ante su impotencia se tapó sus oídos e intentó evadirse de aquella tortura.

Foto: Juan Luis Alonso y David Utrilla

María tenía el cuerpo entumecido, no sabía el tiempo que había pasado desde que se ocultó en el aljibe pero desde luego era mucho. Los ruidos habían cesado pero de momento no podía salir de su escondite. Todo era oscuridad y silencio. Cuando la abuela Inés le enseño el aljibe observó que en una oquedad en la pared descansaba un candil con un pedernal y un trozo de metal. Palpó las paredes hasta que tocó el candil, le costó encenderle. Ya con un poco de claridad bebió de aquella agua transparente y fresca. Cogió el candil y comenzó a girar sobre sí misma. Junto al aljibe y tras una gigantesca tinaja, la pared se entrecortaba quedando el plano en dos niveles. Se acercó y descubrió que entre ambos planos había una rendija que dejaba pasar un cuerpo de lado. Traspasó la hendidura y, ante su atónita mirada, pudo ver un túnel que se alejaba en la oscuridad. Recordó las palabras de la abuela: Si tienes problemas siempre sigue hacia la izquierda.

martes, 3 de junio de 2014

LA EMBOSCADA


«Audentes fortuna iuvat»: “A los osados sonríe la fortuna” La Eneida de Virgilio.

La mañana siguiente, tras el primer encuentro con María, la Hechicera, Miguel de Dávalos iba y venía de la habitación de su padre a la suya. Estaba inquieto y fascinado; la enigmática y misteriosa presencia de esa mujer le cautivó. Aguardaba con avidez la hora de volverla a ver.

Miguel, en una de sus incursiones a la habitación de su padre, le encontró consciente. El viejo Dávalos pidió a su hijo que le incorporara un poco en la cama y con voz tenue intentó hablar de aquel entramado en el que le había involucrado. Contó que conoció a Inés, la Hechicera, abuela de María, en plena juventud. Desde generaciones atrás siempre las mujeres de su familia se dedicaban a las pócimas y encantamientos. Aquello sólo era la máscara que encubría a la que custodiaba el secreto. Monjes, guerreros y brujas siempre formaron una curiosa y estrecha relación formal.

Los ojos del padre de Miguel se encendieron, aún agonizante le perturbaba hablar de su historia con Inés. Aquel hombre recto, austero y disciplinado que un día obligó a su hijo a ingresar en los Tercios para enderezar el carácter, también había sido joven. Descubrió en una escueta conversación al individuo aventurero y audaz que fue su progenitor.
Tras cumplir con la encomienda que se les ordenó, Inés y el viejo jamás volvieron a verse. Su relación no pasó de aquella misión pero bastó para que perdurara toda la vida. Nunca le confesó la profundidad de sus sentimientos a ella pero no había transcurrido ni un solo día sin recordarla en algún instante. El viejo Dávalos le dijo a su hijo que pronto ambos sabrían de aquello que se les encomendaba. Siguió recalcando:

- Hoy verás a María, la nieta de Inés. Aún no lleves nada y nunca bajes la guardia, desconfía.

Fueron sus últimas palabras y volvió a sumirse en un profundo sueño acompañado de aquella respiración agitada.
A las siete de la tarde el joven Dávalos salió por la puerta del cobertizo. La noche había caído y en apariencia todo estaba tranquilo. Iba absorto pensando en ella. Una sombra le asaltó en la oscuridad. Presto, intentó desenvainar pero la sombra arremetió con fiereza, tenía un puñal. Otra sombra por la espalda intentó sujetarle los brazos. Después del forcejeo Miguel hundió su codo en el adversario de la espalda mientras esquivaba las embestidas del primero. Una vez que pudo defenderse con la espada, asestó un ataque certero al del puñal que pronto cayó al suelo. El del codazo salió corriendo.

Algo cálido humedeció el jubón. A Miguel le habían alcanzado en el costado derecho. No parecía nada grave, presionó la zona y aceleró el paso. En unos minutos llegó a la puerta de María, dio dos toques y enseguida abrió. Evitando saludos, él fue directo:

- ¿Tienes un mensaje para mí? —Un ligero mareo entorpecía su cabeza, estaba perdiendo demasiada sangre, intentó mantener la compostura y tomó aire—. Yo soy el guardián… el que esconde grandes secretos y arduos problemas.

Ella respondió al instante:

- Soy la que la llave y el punzón vigila, con fuego, agua, aire y tierra; el secreto será desvelado pero los arduos problemas nos encadenarán.

Las últimas palabras casi no llegaron a los oídos del Capitán. Todo se oscureció...

Miguel se tambaleó hasta caer al suelo. Al acercarse a él, María vio que una gran mancha roja se extendía por su camisa. Con urgencia rompió el jubón y vio un tajo del que brotaba mucha sangre. Ella corrió hacia una de las esquinas de la habitación y alargando el brazo recogió una gran tela de araña; con ambas manos la manipuló hasta hacer una especie de torunda que presionó sobre la incisión. Cuando la hemorragia paró cogió tomillo, un paño limpio, una madejilla de hilo de lino y una aguja. Se acercó al fuego, puso un poco de agua a cocer en un puchero y esparció el tomillo. Sumergió el paño una vez hecha la infusión y limpió la herida. Desinfecta la zona, enhebró la aguja que había pasado por el fuego y se dispuso a coser el tajo. Ante el primer pinchazo Miguel despertó turbado de dolor.

- He de coserte la herida. Puedo darte para mitigar el dolor pero te dejará aturdido o puedo procurarte algo para morder y aguantar las punzadas. Te ayudaré para llevarte a mi jergón, haré allí mejor mi trabajo.

De forma hosca y tajante él respondió:

- No hace falta que me des nada, en otras peores me he visto — incorporándose antes de que María le pudiera ayudar, arrogante.

Traspasaron un hueco oculto por una cortina. Había una pequeña habitación con dos camastros. Aguja en mano, tras varias puntadas y respectivos nudos, la herida estaba cerrada. Miguel respiró aliviado y a su vez dolorido. Ella salió de la habitación y se puso a recoger.

Él la oía trastear al lado. Al cabo de un rato un aroma suave a especias y verduras fue inundando el aire. Miguel intentó incorporarse pero un gesto de dolor le detuvo. En ese momento ella entró de nuevo:

- No debe moverse. Le traigo un poco de caldo de verdura, le sentará bien y esta infusión ¿Qué le ha ocurrido?

- Me asaltaron, imagino que en busca de dinero. Nunca me habían abordado de estas maneras. Bajé la guardia.

- Mi instinto me dice que no querían dinero. Nos han involucrado en algo que tiene más importancia de lo que pensamos.

- María no entiendo muy bien todo este entramado y tampoco me gusta mucho malgastar mi tiempo ¿Y ahora qué?

- Las presentaciones están hechas. A usted le han debido de dar algo como a mí. La abuela dijo que una vez que nos conociéramos tendríamos que mostrar nuestros legados.

- No he traído nada. Regresaré a casa y volveremos a encontrarnos.

- Esta noche tiene que quedarse aquí. Mañana ya veremos qué hacer. Beba la infusión, es de flores de aquilea con un poco de miel para endulzar.

La noche trascurrió sin sobresaltos. María se acercaba a Miguel cada dos horas y le daba a beber de la taza. No permanecía allí, se salía de inmediato.

La cortina dejaba pasar la claridad de las velas y del fuego del hogar, ella volvió, Miguel se hizo el dormido. María se inclinó sobre él para tocarle la frente por si había algún síntoma de fiebre, todo estaba normal. Él sintió un dulce aroma a espliego, aspiró hondo. ¿Cómo era posible que sintiera aquel fuerte deseo? Siguió aparentando estar dormido y ella volvió a salir.

Y así, entre sueño y vigilia transcurrió la noche, dolorido pero sereno. En aquella habitación desconocida, con la ayuda y apoyo de alguien anónimo hasta ahora en su existencia. Las campanas de la Catedral sonaron anunciando los santos oficios. Por fin, él se quedó dormido.