viernes, 1 de agosto de 2014

SU SUEÑO, MI SUEÑO


“Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia” Heráclito

Habíamos imaginado miles de veces ese momento. Él me prometió que compartiríamos la experiencia en cuanto pudiéramos. Anhelo su presencia, esta noche será una de las más inolvidables de mi vida y a su vez de las más melancólicas, sentimientos encontrados.

Casi no dormí en toda la noche. El tiempo apenas avanzaba en el trabajo a lo largo de la mañana. Tampoco pude comer demasiado, miles de mariposas en el estómago. Ya solo quedan cuatro horas para el comienzo de la representación. Tendré que espolear los minutos, no quiero dejar ningún detalle al azar y aún tengo muchos por ultimar.
Me ducho con rapidez poniendo especial empeño en el pelo, champú, suavizante y aclarados en abundancia. Necesito que mi cabello esté impecable. Mis grandes rizos húmedos caen sobre mi espalda. No quiero maquillarme, iré como a él le gustaba, natural.

Sobre la cama la ropa interior negra, el vestido largo de seda gris, y los zapatos y el bolso de plata bruñida. En el tocador una caja de terciopelo azul que protege mi legado para esta ocasión; una elegante pulsera y un prendedor en forma de estrella, ambos de hilos de plata con cristales de Swaroskis. La estrella quedará perfecta sobre el rojo de mis cabellos. Aquellas joyas habían sido el delirio de un sueño que él me infundió desde pequeña. Me decía que las guardara para cuando llegara la noche deseada, señalaba que lucirían espectaculares.

Estaría orgulloso y feliz de que al fin pudiera disfrutar tangiblemente de lo que tantas y tantas horas nos había ocupado, unas veces escuchando y otras hablando sobre ello. Desde mi inocente niñez siempre mariposearon por casa las notas de Mozart y hoy seguían revoloteando en los recuerdos y en cada jornada de mi vida actual. Él despertó mi pasión por la música y por la ópera.

Pronto llegaría Jacques a recogerme, mi jefe. Creo que mi vida ha estado supeditada a ese gran sueño que heredé de mi padre. Tal vez para muchos será exagerado pensar que, hasta que no conseguí un empleo en New York, no ceje en el intento tan sólo por perseguir la velada que me esperaba esta noche. Llevo trabajando en esta solemne ciudad un año como secretaria personal de Jacques Brown, jefe de una empresa dedicada a software de gestión de mantenimiento para grandes espectáculos musicales.

Al fin, vestida, ya solo me faltaban mis dos apreciados adornos, serían los únicos que llevaría. Cogí el prendedor de estrella y me le coloqué sobre mi cabello, en el lado izquierdo. Luego tomé la pulsera y me la abotoné a la muñeca con aquella pequeña estrella de cristal que se engancha en la presilla.

Suena el portero eléctrico, me avisan que el coche para recogerme ha llegado. Cojo mi bolso de mano y un chal de gasa perlado. Jacques espera junto al auto, serio, formal, con un smoking negro, camisa blanca, pajarita de seda y zapatos de charol. Su azabache y ondulado pelo, engominado, le da otro aire; en el trabajo siempre lo lleva despeinado. Me da un beso en el rostro y me mira con ojos centelleantes. Abre la puerta y entro en el coche. Dentro, me expresa que estoy asombrosa, pero creo que es la felicidad del momento lo que me hace parecer exultante. Espero disfrutar de la noche hasta el alba y saborear cada instante en su compañía. Jacques comparte conmigo la misma pasión y el mismo sentimiento. Lo hemos descubierto hace poco.

Hoy voy a cumplir el sueño de mi padre, el que él nunca pudo realizar. Llegamos a la gran plaza Lincoln Center, todo esta tan iluminado que parece que entras en un mundo dorado luminiscente. La fuente central despide grandes manantiales de agua hacia el firmamento que producen bruma, la frescura de la humedad alivia el ímpetu que me inquieta. Frente a mí, el Metropolitan Opera House de New York con su fachada de cinco arcos de medio punto y muros acristalados; flanqueado por otros dos inmensos teatros, el New York State Theater y el Avery Fisher Hall. Agarro fuerte la mano de Jacques, entramos en el impresionante vestíbulo de mármol italiano, alumbrado por hermosas arañas de cristal. Esto es un sueño, nuestro sueño.

Cuando ocupamos el palco en el tercer piso, ya en el aforo, soy una niña encandilada por un inmenso regalo, sigo sin soltar la mano de Jacques. El impresionante dorado del techo y las paredes, contrasta con el rojo de las butacas. El auditorio, abarrotado, espera a que suban el telón con un murmullo opaco de charlas. A mí casi no me salen las palabras. Hoy es el estreno de “Le Nozze di Figaro” de Mozart, interpretada por Cecilia Bartoli y Bryn Terfel. Mi padre siempre quiso ver una ópera de su autor favorito en el Met.


Silencio, comienzan a subir el telón. Aparece el escenario emulando la habitación que el Conde de Almaviva ha regalado a Fígaro para quedarse tras su boda con Susanna. En dicho escenario Fígaro y Susanna están ocupados con la ropa y los muebles. Comienza el espectáculo.

Me llamo Susana.

Con lágrimas en los ojos, apretó aún más la mano de Jacques y dirijo mi mirada hacia el impresionante techo ¡Papá, lo logramos! Hoy se cumplirá nuestro sueño.

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