miércoles, 19 de junio de 2013

LA FOTOGRAFÍA


“El destino, el azar, los dioses, no suelen mandar grandes emisarios en caballo blanco, ni en el correo del Zar. El destino, en todas sus versiones, utiliza siempre heraldos humildes.” Francisco Umbral

Hacia una tarde maravillosa de otoño, el vientecillo álgido se anulaba por el calor del sol y viceversa. Por ley de vida los años que nos quedan cuando te jubilas ya son muchos menos que los vividos. Todos los días Íñigo sale a pasear con su esposa Carmen pero hoy no se encontraba muy bien. Se ha ido solo.

Hay un gran revuelo en la ciudad, es viernes. A lo largo de muchos meses se han soportado multitud de obras en una de las entradas principales a la urbe, la que nos une con la capital, Madrid. Esta tarde iba a ser la clausura de ellas, con la colocación de una gigantesca estatua de bronce en la rotonda. La figura es del rey Alfonso VI a tamaño gigantesco sobre un imponente corcel, con la espada en alto, sujetando ésta no por el puño sino por el filo. Así el arma se trasformara en una desafiante cruz.

Hay muchísima gente por todos los alrededores viendo, con curiosidad, como colocan al distinguido Rey con una grúa monumental. Cuando ya está en su lugar, todos los dignatarios que se han acercado ante inusual evento, dan por clausurada e inaugurada la entrada, marchándose con viento fresco. Íñigo está por los alrededores pero sin acercarse demasiado, ni entrar en barullos.

Íñigo y Carmen han tenido una experiencia con las aglomeraciones que les ha traumatizado. A los dos días de la jubilación, su esposa y él decidieron ir de compras por la zona centro de Madrid. En uno de los tumultos habituales de gente, a él le robaron la cartera. El enfado monumental no fue por el dinero, que era poco, ni por la documentación que aunque es un trastorno se vuelve a tramitar, sino por el hecho en si y también por la perdida de unas fotos familiares antiguas. Dichas fotos eran de gran estima para él, sobre todo la de su padre, era el único retrato que conservaba de él. Carmen le recriminó llevar un objeto de tanto valor sentimental en la cartera pero siempre la había llevado consigo.

Uno se siente impotente en estas situaciones. Durante un tiempo miraba a todo el mundo con sospecha, y más a indigentes y emigrantes. Cuando somos víctimas de una fechoría todas las culpas se las llevan ellos. Luego ya pensándolo con calma y pasada la tempestad, evidentemente caes en la cuenta que el ratero podía haber sido cualquiera, un “currito” normal de los que circulaban, una persona bien vestida, una mujer embarazada, una monja ¡Vete a saber!

Apenas conoció a su padre. Murió en 1949 cuando Íñigo tenía diez años y solo disfrutó de su presencia unos meses. Le dejaron salir de la cárcel sabiendo que los días que le quedaban eran escasos como consecuencia de una tuberculosis. La calidad de vida era infame en la prisión y en los túneles que excavaban los presos políticos para hacer la inacabada línea del ferrocarril directo Madrid-Burgo, en los municipios de la sierra madrileña como Miraflores, Valdemanco, Chamartín, etc.

En aquellos tiempos y con las calamidades que se pasaron no había dinero para fotos y entretenimientos. La fotografía de su padre, según le contó su madre, se la hicieron en el patio de una gran finca donde trabajó antes de llegar la guerra; allí estuvo una temporada haciendo pozos de agua. Su padre era barrenero, algo así como cantero o minero. El retrato, evidentemente en blanco y negro, había adquirido con los años unos tonos sepia como la mayoría de los documentos antiguos. Mostraba a un hombre alto, de extremada delgadez acentuada por un mono de trabajo oscuro, moreno y con el pelo repeinado, un cigarrillo en la mano izquierda, de porte orgulloso y con una leve sonrisa.

Sentía la pérdida como irreparable. Lo poco que le quedaba de su padre, se lo habían arrebatado como si le hubieran arrancado un dedo. Su único legado era esa foto y unos cuadernillos que escribió mientras estuvo en aquella prisión.

Ya cuando casi todo el mundo se ha marchado de la inauguración Íñigo se acerca al monumento en cuestión. La verdad es que la estatua es magnífica y la rotonda ha quedado estupenda con aquel verdor del césped salpicado de pequeños lunares de colores, efecto de los arbustos de florerillas distribuidos acá y allá. Hacía tiempo que la ciudad necesitaba un acceso así, un alto en el asfalto, aceras y farolas. Mira el reloj, no se ha dado cuenta, lleva allí casi dos horas. Carmen seguro que se está preguntando por dónde anda. Va hacia la derecha para cruzar por el paso de peatones y justo cuando se dispone a hacerlo alguien le llama a lo lejos.

- Íñigo, Íñigo.

Se gira y de momento no reconoce a la persona que le llama, pero según se acerca poco a poco...

- Pedro ¡Por Dios! No te he reconocido, hace tantos años que no nos vemos.

- Íñigo qué alegría que me da verte. ¿Cómo estas, y la familia, y tu madre?

- Estamos todos bien dentro de lo que cabe. Mi madre ya muy mayor, con noventa años, imagínate. Y nosotros empezando a vivir de nuevo, ya estoy jubilado. Los chicos se casaron y cada cual tiene su vida. ¿Y tus padres?

- Mi madre, por desgracia, falleció pero Cipriano ahí está, bien pero también muy viejecillo. Cuando le cuente que te he visto no se lo va a creer, que casualidad. ¿Sabes? El otro día, suele mi padre mirar las fotos de antes, para recordar viejos tiempos y por supuesto, ver a mi madre. Precisamente hablamos de vosotros cuando vimos una vieja foto de tu padre y el mío en la finca de los Rosales, cuando estuvieron haciendo los pozos de agua.

Íñigo siente como una alegría inimaginable le desborda.

- ¿No me digas qué tienes una fotografía de mi padre? ¡No me lo puedo creer! Es maravilloso.

- Sí, qué tiempos aquellos. No se tenía ni para comer pero la amistad era algo estupendo. Se convivía con los vecinos y amigos, te divertías. Aquellas noches de verano a las puertas de las casas hasta las tantas, charlando. Tú y yo junto con Tomás haciendo de las nuestras, más de un tirón de orejas nos hemos llevado. ¿Verdad? Eso se ha perdido hoy.

- Esa camaradería ya no existe. ¡No me lo puedo creer! Si te cuento que hace unos días me robaron la cartera junto con la única foto de mi padre que tenia y que estoy desolado por la perdida ¿Qué me dices?

- Pues que el destino nos ha unido para remediar el agravio. Cuando quieras pásate por casa, te dejamos la fotografía y te la llevas para hacer quince mil copias. —Con una gran carcajada— Seguimos viviendo en el casco viejo donde nos mudamos después de dejar la casa donde vivíamos con tus padres.

- Mañana mismo me paso, si no os importa. Así nos vemos un poco y charlamos de viejos tiempos. ¡Qué alegría me has dado!

- Bueno pues hasta mañana, traite también a Carmen. El viejo Cipriano se va alegrar muchísimo de volveros a ver.

- Hasta mañana.

Y así es como Íñigo regresa a casa como un crío con juguete nuevo. Ha recuperado uno de los objetos más valiosos que ya le daba irremediablemente por perdido. Va pensando: Cuándo le cuente a Carmen lo ocurrido ¡No se lo va a creer! Ha anochecido y aún parece que el ambiente y la temperatura son más agradables; maravillosa e inolvidable tarde de otoño. Tal vez el Rey Alfonso VI con su espada en desafiante forma de cruz le ha traído suerte. No olvidará la inauguración de la rotonda.

miércoles, 12 de junio de 2013

SILENCIO, INTROSPECCIÓN, ECLIPSE.



“Algo hay tan evidente como la muerte y es la vida.” Charles Chaplin

Tenía que entregar un nuevo trabajo. Las palabras estaban mudas, no querían gritar al mundo su melancolía. Se sentía obligada a seguir sus consejos: perseverancia y trabajo. La voz grave de su mecenas ya no estaba para alentarla. Todo había sido inesperado, rápido, vertiginoso. Las hilanderas del destino, esas moiras despiadadas, escindieron su hilo.
Cogió uno de sus libros, aquel donde se cobijaba en los malos instantes. La brisa mecía las copas de los arboles mientras Ada lee hora tras hora. El postergado amanecer enajena la habitación. Ha pasado la noche leyendo. El insomnio la permite refugiarse en las palabras y con ello, dar alas a su mente para no cargarla de desaliento. Uno de sus libros favoritos para estas épocas de incertidumbres es “Los pasajes de Noam”; Noam es el personaje principal de la novela y tras trepidantes viajes lleno de sorpresas y luchas, se retira.
“…Silencio, introspección, eclipse. Sucumbe la noche. Pasa el tiempo y aún en la pequeña madriguera se hace más fuerte. Hace un tiempo en una noche mágica él le dio su legado: vigila mientras surge ese destello que esperas. Cuando aparezca, estarás preparado. Así lo ha hecho, no ha desistido en su empeño ni en los peores momentos.
Aprendió a tener paciencia, a sopesar lo importante y lo liviano, a sentir el aire en el momento que penetra. Otro otoño cubre de hojas el sendero pero no son las mismas que en tiempos pasados. Oye sus quejidos al caer y pisarlas en el suelo. Antes le afectaba su lamento pero juzgó que todo tiene que sucumbir para progresar. También hay hojas que se lamentan aún sin haberlas aplastado sólo por escuchar su voz en el tumulto.
Estridente, sosegado, dulce. La melodía del viento acompasado por los violines de los druidas. Ellos miran las estrellas para iluminar su mirada, ven la perspectiva de muchas madrigueras. La fuerza es de los que acallan y luchan en el anonimato, sin meter ruido, sin quejas. Las sonrisas no valen plata pero algunos han olvidado cómo se ríe.
Las Ínfulas han de ser escindidas. La humildad es la victoria del guerrero. Esa humildad se aprende tras muchas caídas y vuelta a comenzar el viaje…”
Las palabras del libro la sosiegan, como si él susurrara consejos en sus oídos. Deja que su mente tome la iniciativa. Algo de soslayo le suena en las frases, como un Déjá Vu. Coge el ordenador y deja que sus dedos vuelen. Comienza a trabajar absorta, embebida. Un extraño impulso la ha invadido y no para hasta terminar. Concluye la tarea sin entender muy bien cómo. Todo debe continuar y además se lo debe a él. Deja sobre el escritorio el archivador.
Se siente cansada. Baja a la cocina y se prepara un humeante café. A través de la ventana contempla la línea entre el firmamento y el océano, la aquieta también los demonios. ¡Le echará de menos! Brinda con la taza al cielo.
- ¡Va por ti maestro! — susurra mientras una leve lágrima se desliza.

Desde ayer las horas han sido interminablemente fulgurantes. Abatida, no sabía muy bien qué hacer. Su amistad venía de unos meses atrás pero acentuada. En las horas que a través del teléfono compartieron anhelos y pretensiones, pocas veces se hablaron temas personales. Respiraban para el arte. Desnudaron su alma exponiendo una sensibilidad original, una creatividad mayúscula. Sólo hubiera deseado seguir compartiendo las expectativas de sus vuelos sobre la tierra. Nadie sabía de sus charlas y ahora poco importaba.


Se quedaría con su recuerdo. Él siempre decía que le gustaban las personas con alma. A esas personas se les perciben más próximas. Así estaría él en su esencia, adherido, cercano. Guardaría sus mensajes en el cajón de las estrellas perdidas. Nadie desaparece hasta que se pronuncia su nombre por última vez. Está segura de que su seudónimo resonará como el eco por mucho tiempo, de amigo en amigo, de corazón en corazón, de notas en sonidos, de su música.
Y así la vida continua respirando impotencia. Todos retomaran sus obligaciones no sin un vacio. Al día siguiente Ada llega al despacho y entrega el archivador. Intercambian miradas y frases de amargo consuelo. Las buenas y valiosas personas alzan pronto las alas. Los violines de los druidas suenan en respeto a las estrellas perdidas.

miércoles, 5 de junio de 2013

EL INEFABLE AROMA DEL CALOR



“¿Por qué es tan difícil querer, siendo tan sumamente fácil desear? Porque en el deseo habla la impotencia, y en el querer la fuerza.” Gustav A. Lindner

Peculiar día el que amaneció. El sol caldea desde primera hora de la mañana, gracias a una brisa húmeda y fresca se atempera un poco el ambiente. Marta tuvo que dejarme su vehículo pues el mío no arrancó. Ella lleva años quejándose de su buen amigo en las tareas de traslado con los niños y la compra. Su coche es maravilloso en invierno pero en el estío es otra historia; el habitáculo pequeño y los cristales inmensos hacen del automóvil un verdadero infierno. Yo siempre la he recriminado lo mismo: antes íbamos seis en un seiscientos y nunca había quejas. Catorce paradas, ocho litros de agua, todo el día para ir de Madrid a la playa y nadie se ha muerto por un poco de calor.

Tras frenética y complicada mañana salgo de la oficina. No recordaba que mi coche me ha dejado tirado y que el pequeño utilitario de Marta está en la esquina, esperando a toda la solanera. ¡Ni que decir lo qué me da cuando subo! Aquello es el infierno. Abro todas las ventanillas y arranco. Sólo tardo en llegar a casa quince minutos, en breve estaré con el bañador puesto y comiendo en el porche tras refrescarme en la piscina. Un pollo asado en remojo. Sonrío, las chorradas que el calor te puede hacer rumiar.

Pero el destino me esperaba en el puente escarneciéndose de mí. Cuando llego a él, el atasco es colosal, los tres carriles ocupados y allí no se mueve ni el aire. Ya no hay marcha atrás. Sólo queda esperar y avanzar con la lentitud de una babosa hasta que pueda salir de aquella trampa.

Pronto el sudor comienza a resbalar por mi frente. Mi espalda no sé si mojada o pegada no deja de transpirar ¡Pobre Marta y pobre de mis chicos! Cuanto podamos compraremos otro coche con climatizador. Éste, acondicionado a la temperatura ambiente y recalentado por el asfalto, está empezando a derretirse.

Miro hacia el suelo de vehículo en cuestión. Bajo el asiento del copiloto algo asoma de color blanco. Me agacho y tiro de ello. A Marta se le debe haber caído uno de sus pañuelos bordados de flores y no se ha dado cuenta. Me dispongo a guardarlo en el bolsillo de la camisa para luego dárselo y un aroma penetrante me llega a la nariz. Su perfume que todo lo impregna. Me encanta este olor, ella siempre ha usado el mismo perfume desde que la conocí, me seduce. Cuando en estas noches de calor se acuesta a mi lado me excita de tal forma que ya no hacen falta palabras, y si además, ella con astucia comienza a rozarme con sus manos, mi piel se transforma en piel de pollo en décimas de segundos. En aquel mismo instante soy su esclavo y sé lo que pretende.

Un pitido me saca de mis pensamientos, ¡Ya ves! Para desplazarme cinco metros no hace falta ponerse como un desalmado. Me muevo y el sol me sigue recalentando. Otra vez aflora el perfume desde el bolsillo de mi camisa. Lo tiene ella tan embebido en su piel que incluso después de bañarse en la piscina sigue oliendo mezclado con el agua y el cloro. ¡A mí me lo van a decir! El otro día tras comer y bañarnos, aprovechando que los niños se habían ido con mi suegra, ella y su olor me llevaron al éxtasis, a la locura, a perderme en su cuerpo.

Otra vez el claxon del pesado de atrás ¡Mira que se puede llegar a incordiar! Estoy yo aquí sólo con mis pensamientos, intentando sobrellevar este ardor que me asfixia, deseando salir del puente ¡Y venga y dale! Otros no paran de fastidiar.

Adelanto otros pocos metros y otra vez parado. ¡Mira qué si Marta me espera y los niños se los ha vuelto a llevar mi suegra! Creo que no voy a comer, directamente a la piscina, la apreso y vuelvo a rematar la faena como el otro día.

Me miro la entrepierna. La situación empieza a ponerse cada vez más ardiente. No sé si es el sol, el asfalto o su perfume pero el termómetro se está disparando.

Cuando llegue espero que tenga ese bikini rojo tan sensual. Me insinúa lo que oculta, con aquellos bultillos sobresaliendo en sus redondos pechos. Creo que me estoy mareando, como no salga pronto del atasco no sé la broma que mi cuerpo me va a gastar ¡Aquí mismo y sólo con mis pensamientos!

Por fin me quedan dos coches para salir de esta puñetera encrucijada ¡Allá voy cómo un loco! Subo la cuesta que me lleva al paraíso. El motor va a estallar. Cojo el volante con una mano y con la otra el móvil:

- Marta ¡Qué voy para allá! Había atasco en el puente.

- Cariño ¿Dónde andas? Estamos aquí esperándote para comer. Ha venido Mama a pasar la tarde.

De un solo tajo mis deseos son seccionados. Como dice el refrán “Las suegras se inventaron porque el diablo no podía estar en todas partes".