Este relato está escrito en homenaje a una de mis autoras favoritas, Karen Blixen. Muchas de las palabras del cuento están copiadas del mismo para darle a conocer de la manera más fiel, aunque el cuento real tiene más personajes y anécdotas. Espero que disfrutéis con él y que os anime a leer más trabajos de esta autora.
“En el arte no hay misterio. Haz las cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver” Karen Blixen
Ella vivía en su castillo, su hogar, otros opinaban que era una jaula de oro. En sus quinientos metros cuadrados de jardín y casa se sentía libre. Sus libros la aventuraban cada día a un universo nuevo y cada amanecer lo compartía con un personaje insólito.
Amelia era una persona diligente de esas rápida en soluciones y compromisos, trabajadora incansable y sagaz. En estos tiempos de pandemias e inapetencias ni un solo día había dejado de mantener una rutina de actividades. Decidió apagar la televisión, mantener la boca cerrada y la imaginación errante. Y cada noche exhausta se dormía abrazada a un libro.
Una noche conoció a un personaje inusual, de batallas perdidas y pasiones olvidadas entre las páginas de un libro de su abuelo. Un personaje taciturno, de tez blanca y ojos avispados, sobre su cabeza un gorro borsalino a juego con un abrigo marrón. Modales educados, pero ademanes toscos. Fue la primera noche intrigante de las muchas que la aguardarían de visitas imprevisibles.
Recostada en su sillón de orejas, poco a poco fue perdiendo la consciencia agarrada de la mano de aquel personaje, y el libro calló al suelo. Todo quedó a oscuras hasta que atravesaron el umbral de una puerta desvencijada. Amalia se asomó a una habitación donde apenas había muebles, tan solo un sillón de oreja, el de ella, frente al fuego de la chimenea, un libro en el suelo y un candil de tenue luz.
Sin saber cómo, al instante, estaba sentada dentro y la figura a sus pies, recostada en el suelo. Se quitó el gorro y una melena rubia y ondulada peinada en un elegante moño quedó al descubierto. Se desabrochó el abrigo y dejó ver un vestido blanco de corte sencillo con grandes bolsillos picudos a los lados. Se desanudó las trencillas de los zapatos blancos y marrones y los colocó al lado uno frente a otro, como para detener sus pasos. Sacó una boquilla y un cigarrillo de los bolsillos y tras encenderle soltó una bocanada de humo. Comenzó a hablar recostada en un cojín de reflejos sedosos.
- “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong...” pero tal vez conozcas esta historia. Me llamo Karen Blixen, pero me conocen como Isak Dinesen.
- Claro que la conozco, es uno de mis libros favoritas −mis ojos se humedecieron de emoción− Memorias de África.
- Me alegro, pero hoy te hablaré de Babette, una francesa huida de París que vivió varios años en una comunidad luterana austera.
- Conozco también ese relato, se llama El festín de Babette. Hay partes de esa narración que me interesa muchísimo.
- Supongo que sé cuál son −inundando el silencio con una carcajada− ¿Te apetece tomar una copa de vino de Borgoña, un Clos de Vougeot de chez Phillippe, cosecha 1845, eñ que acompañó al festín?
De la nada aparecieron dos copas con un líquido rojo violeta aterciopelado. Amelia se llevó la copa a la nariz y percibió un aroma a vayas y especies. Karen volvió a dar una bocanada al cigarrillo, bebió un sorbo de vino, paladeándolo con lentitud y comenzó a narrar la historia de Babette.
- En Noruega hay un fiordo llamado de Berlevaag. En una de sus casas amarillas vivían dos hermanas, Martine y Philippa, hijas de un deán luterano fallecido. Tenían una criada francesa, Babette que había llegado hace doce años a la casa de las hermanas fugitiva y loca de aflicción. Trabajaría para las dos hermanas sin cobrar un sueldo, además era una buena cocinera.
La voz aterciopelada de Karen llenaba el silencio, era una contadora de cuentos magnífica, y a mí no había nada que me gustara más que una velada llena de palabras e historias. Seguí escuchando atenta entre sorbo y sorbo de vino.
- Babette había conseguido ser una criada digna de confianza. Un buen día, de repente, informó a las hermanas que desde hacía muchos años compraba un billete de lotería francesa, y que un fiel amigo de París se lo seguía cogiendo cada año. El 15 de diciembre de 1883 se cumplía el centenario del nacimiento del deán; sus hijas querían celebrarlo como si su querido padre estuviese aún entre ellos. Un día el correo trajo una carta de Francia para Madame Babette Hersant. Le habían tocado diez mil francos de la lotería. Babette suplicó a las hermanas que le permitiesen preparar una cena francesa para conmemorar el aniversario del deán con aquel dinero.
Amelia acurrucada en el sillón experimento una tremenda serenidad. Recordó aquellas veladas junto a su abuelo, cuando le leía uno de sus muchos libros y alimentaba su imaginación infantil. Le debía a su abuelo el don valioso de la lectura y el percibir los libros como objetos mágicos para viajar en el tiempo. Pero volvió al susurro de la narración del cuento de Karen.
- Con todos los comensales alrededor de la mesa adornada con la sutil luz de las velas, se sirvió un vasito de vino amontillado, como el que estamos degustando nosotras. Tomaron el primer plato que era una excelente sopa de tortuga. Al servirse un nuevo plato se guardó silencio “¡Increíble, es un Blinis Demidoff! Mientras comían abordaban diversos temas sobre el deán sin comentar nada sobre la magnífica comida, como si llevaran toda la vida degustándola. Volvieron a rellenar los vasos, esta vez con Veuve Cliquot de 1860, Champagne. A medida que comían y bebían, los comensales se sentían cada vez más ligeros de peso y de corazón. Minutos más tarde, sirvieron uvas, melocotones e higos frescos. De lo que ocurrió más tarde nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía después conciencia clara de ello. Las viejas y taciturnas gentes recibieron el don de lenguas; los oídos, que durante años habían estado casi sordos, se abrieron por una vez. Canciones se difundían en el aire invernal. Cuando finalmente se disolvió la reunión, había cesado de nevar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a pie y andaban haciendo eses. Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era gracioso ver a los hermanos luteranos, que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez. Babette no había participado de la dicha de esa noche. Las hermanas entraron en la cocina y le dijeron a Babette que había sido una cena maravillosa. Sus corazones se llenaron súbitamente de gratitud. Babette les confesó que en otro tiempo fue cocinera del Café Anglais y que no regresaría a París pues ya no tenía dinero. Una cena para doce en el Café Anglais habría costado diez mil francos. Entonces, ahora sería pobre toda su vida. A lo que Babette replicó que nunca sería pobre. Una gran artista jamás es pobre ¿Le ha gustado mi cuento Amalia?
- Me ha traído muchos recuerdos de la niñez con mi abuelo, cuando me leía cuentos. Y me ha hecho recordar que la felicidad está en las cosas sencillas, una cena con amigos, los recuerdos, la lealtad y que el talento, en este caso la cocina, es una forma de regalo hacia los demás.
Todo se tornó oscuro, Amelia despertó en su salón, en el sillón con el libro caído al lado, las zapatillas una frente a la otra, y junto a ellas una boquilla de cigarrillo, una copa volcada y vacía y unas hojas amarillentas. Cogió las hojas de papel y leyó sorprendida las palabras escritas. Eran las recetas de sopa de tortuga y los Blinis Demidoff. Estos objetos formarían parte de otros muchos que llegarían y que guardaría como un gran tesoro en el Baúl de sus antepasados.