viernes, 28 de noviembre de 2014
EL JARDÍN DE VAN DER DECKEN
Aquel rincón era un centro telúrico, un punto álgido de vibraciones terrestres. Estar allí bajo su dominio y bañada por los rayos del sol del ocaso aliviaba todo su delirio. Aquel jardín tenía influencia sobre ella pero también era parte de la esencia de él. Sobre la mesa de madera reposaba el cuaderno y la pluma, esperando una respuesta que tardaba en llegar.
Nina reflexiona rodeada de las plantas y los árboles. A su lado derecho varios mirtos y un gran cerezo de hojas esmeralda que le da sombra, ambos evocan a la fecundidad y al amor. Se tranquiliza con sus pies descalzos rozando miles de aromáticas florecillas blancas de manzanilla. El acebo en una esquina sombría donde ahuyenta a los malos espíritus. El roble, uno de los árboles favoritos de Ian, traído desde las tierras de sus ancestros; bajo su protección se reunían los druidas y los amantes. El ciprés de la entrada siempre le pareció arrogante. Un jilguero gorjea en el tejo centenario, árbol mágico de vida y muerte; solo con tomar sus bayas viajaría al mundo de Hades. El madroño que en otoño habrá teñido de sangre sus bayas, su jugo embriaga la razón. Todo tenía sentido en aquel oasis.
El aire llena los pulmones de Nina que cierra los ojos e inspira con fuerza. Aquel jardín es aliento para su alma. A ella le seduce el sonido del viento enredado en las ramas, el aroma del espliego, el tacto húmedo de las gotas de rocío y los miles de reflejos que destellan en la copa de vino que también descansa sobre la mesa; el líquido en el paladar es dulce ambrosía escarlata, ella lo comparte con Ian en muchos momentos.
Se levanta y camina con sus pies desnudos acercándose a aquel rosal extraño de flores malvas. Echa de menos a Ian, su esencia le acompaña entre sus plantas pero ¡Está tan lejos! Añora su mirada. Esos sentimientos encontrados que le acercan entre sus dominios cuando miles de kilómetros los separan. Anhela su regreso pero desconoce si él la ansía en la distancia.
Se vuelve a sentar junto al cuaderno y la pluma. Ha de escribir, encadenar palabras para autoanalizar su ansiedad pero no encuentra el rumbo. Vuelve a beber un sorbo de vino, su mente comienza a enajenarse. Nunca toleró el licor pero lo toma porque a él le gusta. Otra de las maneras de aproximarse a Ian en momentos de soledad.
Se recuesta sobre el brazo y vuelve a cerrar los ojos, poco a poco se pierden los sonidos. Cree que está durmiendo pero sigue en el jardín, en aquel rincón. Se sobresalta, no está sola, le acompaña un hombre de edad madura, con una gorra de capitán y una pipa en su boca. El pelo que le asoma bajo la gorra y el bigote unido a sus patillas es agrisado, el tiempo también navega en sus cabellos. Manos encallecidas y robustas sujetan la pipa. Sus ojos, de un azul transparente, la miran con dulzura. Saca su pipa de la boca y comienza a hablar, con una voz calmada, cortes y reservada.
- Hola Nina, me llamo Van der Decken, soy el capitán del Holandés Errante. ¿Oíste alguna vez hablar de nosotros? Andas perdida, buscas y no hallas sosiego. Cuando el embrujo del Mar del Norte usurpa el espacio, no hay escape. Deberás dejarte llevar hasta hundirte en sus profundidades y tu maldición será eterna, pues surcarás sus aguas por siempre y, tan sólo cada cierto tiempo, podrás descansar tu alma en tierra firme. En esa tierra que es su cuerpo, en ese océano que será su sangre y en ese aroma salobre que cubre su piel. Déjate arrastrar, aprende a atravesar las olas hasta que llegue tu momento. Ofrece tu rostro a las estrellas y no dejes de seguir el horizonte pues, este amor sólo llega con una entereza perseverante. Que las musas te encuentren con la mente urdiendo palabras sobre lo que nutre vuestra pasión. Ese es el secreto para vuestro amor. Resistir el azote de las olas y luchar por no perder el rumbo hasta vislumbrar el sol. Escribe sobre lo que sientes y sobre lo que compartís.
- Me dejaré atrapar Capitán y no me resistiré a la corriente de las miles de emociones que se agolpan. Pero qué me dices sobre él, sobre su regreso.
- Ama incondicionalmente y llegará el momento de arribar en tu puerto. Se impecable con tus palabras, no te tomes nada como personal, no intentes ponerte en sus pensamiento, y sigue esperando poniendo todo el corazón. Las mareas te serán propicias.
Algo la golpea en el hombro. Una bruma desdibuja el rostro del Capitán, vuelven los sonidos y abre los ojos. Una figura difuminada por el resplandor del ocaso la sonríe.
- Te has quedado dormida nena. Hola, regresé antes de tiempo y decidí darte una sorpresa.
Ella con rapidez se abalanza sobre su cuello y le abraza con fuerza.
- No puedo creer que hayas regresado—con lágrimas en los ojos.
- ¿Me has echado de menos? Siento la última bronca, nuestras últimas diferencias me atormentaban—acaricia el pelo de Nina.
- Te he echado de menos una eternidad. Me hundí en las profundidades como una maldición por esas últimas palabras que me dijiste, pensé que ya no me querías. Pero has vuelto y eso es lo que importa, el instante de descansar en tu tierra firme. Sé que volverás a partir, no ataré tus alas y te anhelaré. Pero el amor sobrevuela sobre nuestros rumbos.
- ¿Estás aún dormida? Tus palabras suenan extrañas.
- He de aprender a vivir con tus arrestos y mis impulsos, con nuestras manías y rarezas. Mantener nuestros espacios, libertad absoluta.
- Nena no dudes en ningún momento que me robaste el corazón y ahora formas parte de mi existencia. Aprenderemos a navegar en nuestras tempestades.
miércoles, 12 de noviembre de 2014
NOCTÁMBULO
“Peregrino de todos los mares; marinero de todos los puertos; noctámbulo de todas las noches...Decidí sucumbir para siempre.” Francisco Tario
Todos tenemos un lado oscuro, un impulso destructor por miedo o supervivencia. Los siglos me enseñaron que hasta la más cándida de las almas puede enmascarar la faz de la muerte. Sí, el tiempo me ha enseñado eso y otras muchas cosas que me han amarrado a este mundo. Mi nombre es Vlad.
Intento pasar desapercibido pero mis ojos llaman la atención, nací con heterocromía. Uno de mis ojos es añil y el otro castaño. Pocas veces expongo la mirada, siempre observo tras mis largos y negros cabellos o bajo la capucha de una cazadora. Si alguien consigue percatarse procuro alejarme, me intimida, como si pudieran descubrir alguno de mis sombríos secretos.
Llevo varios años habitando en un edificio en ruinas en medio de la ciudad, un antiguo teatro. Nadie se acerca por aquí, la gente habla de extrañas voces; que es un lugar donde habita un espíritu siniestro que se alimenta de almas. Pocos traspasan los límites y menos aun se sumergen en sus escombros. Yo creé el rumor que se dispersó como las plumas por el viento. Vivo bajo el escenario, en el foso, desciendo a través de una trampilla que en la jerga teatral la llaman escotillón. No necesito mucho espacio, me gusta la penumbra y la soledad.
Subsisto con mis recuerdos. La añoro aunque, hace tanto tiempo que la perdí, que todos los días intento evocar cada fracción de su rostro para no olvidarla. Jamás he querido volver a amar para evitar el dolor de la pérdida, todavía la lloro. Como dicen en la película “Drácula” de Coppola: He cruzado océanos de tiempo para encontrarte. Anhelo ese instante, cuando nuestros destinos se vuelvan a encontrar.
Mientras tanto, me sumerjo en el mundo de la noche entre chaperos, prostitutas, chulos, camellos, drogadictos y gentes del mal vivir. Me alivia ver que hay más seres atroces como yo. Cada noche recorro el barrio de La Luna. Todo se confabula en sus calles y, por supuesto, yo también. Ciertos rostros me son familiares pero otros muchos cambian cada vigilia. Busco en aquellos desconocidos la presa perfecta. Los que ya me conocen se alejan, saben que mi semblante inocente solo es un reclamo.
Al pasar por uno de los callejones percibo golpes y gritos. Observo a distancia de qué se trata. Un chulo golpea con saña a una joven de cabellos rojos. El olor a sangre llega a mis fosas nasales, inspiro con ansia. Con paso lento me voy infiltrando en la penumbra. El hombre de cabello engominado, chaqueta roja y zapatos de puntera detiene el brazo en el aire al sentir mi presencia. La joven está sentada en el suelo, solloza y se seca la sangre que cubre su cara con la manga de la camisa de encaje. La falda es tan corta que sus largas piernas se exponen dejando entrever que no lleva ropa interior. Parte de sus pechos turgentes se exhiben apretados por un corpiño de cuero sobre la camisa blanca salpicada de manchas rojas.
El Chulo sonríe deslumbrando la oscuridad con su dentadura y saca del bolsillo de la chaqueta una navaja de mariposa con la que empieza a jugar para amedrentarme. Cuando estoy a dos o tres pasos del sujeto éste se arranca. Bloqueo el brazo armado y le agarro el cuello. Le levanto y queda suspendido en el aire, rozando el suelo con las punteras de los zapatos. Su rostro comienza a congestionarse y tras un minuto le lanzo contra la pared. Cae inconsciente sobre unos cajones y percibo como le abandona la vida.
Miro a la joven que, asustada, comienza a arrastrarse hacia la pared en un intento de huida. Mis ojos le han sobrecogido más que su proxeneta, sé que en la penumbra mi mirada desata terror. Me acerco a ella y la tiendo la mano, hace una maniobra extraña, ha cogido un objeto del suelo. La vuelvo a hacer un ademán para que se levante del suelo. Con un movimiento rápido me asesta una puñalada, noto la punzada aguda en mi estómago. Me ha clavado la navaja de mariposa de su maltratador. Apretó su muñeca y la acerco hacia mí más, mientras no deja de hundir la navaja. Ve que mis fuerzas no flaquean e intenta con desesperación zafarse.
Aferro su pequeña cara, la susurro al oído que sólo pretendía ahorrarla unos cuantos golpes. Aproximo mi boca a la suya y la beso con suavidad, sin soltarla. Rozo mi rostro por sus cabellos, sorprendentemente huele a jabón de almendras. Un olor que me trae acariciados recuerdos. Por unos segundos mi mente se evade a otra época en la que no era el que hoy soy. Un grito ahogado me devuelve a la realidad y retorno a besarla. Su expresión de pánico se va acentuando hasta que clavo mis colmillos en su cuello, con cada sorbo se apagan los latidos, hasta que reposa sin vida sobre mis brazos.
El miedo y la supervivencia volvieron a mostrar el rostro del asesino. Aquella frágil mujer no dudo en robarme el aliento. Lástima que dicho aliento fue despojado hace dos siglos bajo un lúgubre puente, mientras lloraba la perdida de Nina. Lamenté y seguiré lamentando su ausencia mientras condeno mi alma. Yo soy el auténtico criminal, que no tiene miedo y expone su cuerpo para que se le arrebaten en un intento desesperado de bajar a los infiernos. En mis inicios maté sin cordura, inyectado de odio, incluso a mi creador, soy el noctambulo que camina por barrios sombríos, ávido de sangre.
Miro el cuerpo inerte y escucho la voz que llevo dentro: Te equivocaste nena, lo siento.
Coloco a la joven al lado de su chulo. Entrelazo sus manos y cruzo las piernas de la mujer en un intento de pudicia para su última escena, la imagen de ambos es cariñosamente apocalíptica.
Tranquilo me doy la vuelta, me seco la boca con un pañuelo y abandono el callejón. Vuelvo a mis ruinas, la herida mortal que me ha asestado tardará unos días en curar. Duele y cada paso es una punzada hacía mi abismo. No es cierto que sea frío y desarmado, la conciencia me atormenta en muchos instantes. Yo no escogí ser lo que soy, me impusieron el castigo sin pedirme permiso. Vivo en un teatro en ruinas donde cada día estreno una nueva función tétrica. Dicen por ahí, que me alimento de almas.
miércoles, 15 de octubre de 2014
UNIVERSO DE SOLEDAD
“La vida me está buscando, pone zancadillas a mis pasos.
Yo me encaro a ella con los puños en alto.
Y parece entenderlo, que con nada me achanto.
Por mucho tropiezo y herida sigo caminando.
Y así pasan las lunas, pasan a plata los verdes prados.
Sé que un día la noche será serena y sin llanto”
©Loladc´s
Conocí esa mirada melancólica, ebria de alcohol, en mi local. Algo en él me producía ternura. Noche tras noche aparecía medio embriagado y, en la barra, terminaba de ahogar sus recuerdos. Sus ropas no eran mugrientas ni desmadejadas: vaqueros Levis desgastados, camisa asomando bajo el jersey, ambos de Caramelo, y zapatos limpios y enlustrados. Hablaba poco y jamás le oí una palabra mal sonante ni descortés.
Este garito, ubicado en la zona de copas del casco antiguo, es mi herencia, mi maldita herencia. No tengo otra forma de ganarme la vida. Tras años he aprendido a poner en su sitio a quien se extralimita, a escuchar interminables peroratas desdichadas, en definitiva, lo manejo a la perfección. Pocos platos de cocina: unas croquetas, unos huevos con besamel rebozados, unas tortillas, unos revueltos y mucho alcohol y pocos refrescos. Una noche mi marido no regresó a casa, por la mañana le encontraron en una esquina, apestando a cerveza, una puñalada en el estómago y los bolsillos pelados. Desde entonces, cada tarde noche ocupo su lugar tras la barra. No me quejo, me da para que no me falte de nada y me espanta los fantasmas de la soledad por la noche. Llego de madrugada y exhausta, siempre caigo rendida en la cama vacía.
Después de dos meses pisando mis dominios, invito al desconocido de ojos melancólicos a abandonar el local. Me dispongo a cerrar. Da las buenas noches y, al salir, tropieza en el escalón y cae. Me acerco a toda prisa e intento levantarle, tiene toda la cara ensangrentada y una gran brecha en la frente. Tambaleándose logro que se siente en una de las sillas. Entre la borrachera y el golpe no logra mantenerse en pie. Con su mirada oceánica me dice: gracias es usted mi ángel. Pierde el conocimiento y cae al suelo sin yo poder evitarlo. Es alto y corpulento, imposible sostenerle.
Como puedo, arrastro a aquel extraño hasta el sofá desgastado de la esquina. Le limpio la cara ensangrentada, la brecha es pequeña pero ya sabemos lo escandaloso que son los golpes en la cabeza. Inexplicablemente, le arropo con un mantel, estoy tan cansada que no me apetece llamar a urgencias. Me dispongo a pasar la noche en el otro sillón deslustrado. A los pocos segundos él ronca y, entre ronquido y ronquido, exhala palabras: nena, traidora, desdicha. Casi estoy dormida cuando pronuncia una frase que me hace pensar “la vida me busca y estoy perdido entre dos mundos”. La vida nos busca a muchos hasta extenuarnos y muchos somos los que estamos perdidos.
Despierto entumecida. Me voy recta hacia la cafetera. En pocos minutos una fragancia a cereal tostado enajena el espacio. Estoy deleitándome con aquel sabor amargo y fuerte cuando veo removerse bajo el mantel a mi invitado. Intenta fijar la mirada, se incorpora en el sofá y reposa la frente sobre sus manos pretendido mantener la compostura.
- ¿Una mala noche amigo?
- Las he tenido peores—mira con expresión de no entender nada— aunque el dolor de cabeza me está matando.
- Hola, soy Aurora—con una leve sonrisa— anoche resbaló en el escalón de mi establecimiento, entre el alcohol y el golpe no fue capaz de seguir su camino.
- Siento las molestias señora. En cuanto sea capaz de mantenerme en pie me marcho.
- No se preocupe, tómese su tiempo. Hoy es día de descanso y no abro ¿Le apetece un café?
- Y dos aspirinas. Me llamo Carlos. Muchas gracias.
Me voy al botiquín pero la caja de analgésicos estaba vacía. Cuando vuelvo está apoyando los brazos en la barra y, de nuevo, con la cabeza entre ellos. Su cabello rubio desordenado se enreda entre sus dedos. Al fin conozco sobrio al hombre de ojos claros y semblante triste, y su voz grave impregna el aire. Veo su rostro con aquella barba incipiente. Este desgreñado me parece el único hombre en la tierra. En definitiva, llevo demasiado tiempo sola, empezaré a preocuparme.
El tiempo se para. Nos miramos y algo sórdido acompaña a nuestras miradas. Siento como todo mi cuerpo se llena de pecado. Respiro hondo y el alcohol se mezcla con un aroma cítrico. Aún en su estado lamentable aquel ser me despierta de un largo letargo.
Sigue impasible apoyado en la barra, no sé si quiere ganar tiempo o lo necesita para recuperarse. Comenzamos a charlar, él no concibe que una mujer como yo esta en este garito. Ignoro si es un reproche o un piropo ¿Coquetea conmigo? Yo que jamás hablo de mí le suelto la desdichada historia de mi matrimonio y mi maldita herencia.
Mi pasado esta lleno de noches interminables de borracheras, insultos y algún que otro golpe. Aunque nunca me sentí maltratada pues yo respondía ante sus empujones y manotazos; no soy mujer de quedarme impasible. Llegue a pensar que como se pusiera violento nos mataríamos a golpes, pero nunca fueron tan fuertes las disputas. Cuando se le pasaba, todo eran lágrimas y perdones; aquello dejó de surtir efecto, su adicción podía más que su conciencia. He espetado a aquel desconocido el final de la contienda y como aquella taberna es mi salvavidas para salir a flote.
Me intereso por su historia y al principio esta reticente. Preparo un Virgin Blody Mary, hace tiempo que no los hago, el mejor remedio para las resacas de mi difunto. Mezclo el zumo de limón con el de tomate, la salsa inglesa y el tabasco y se lo sirvo. Horneo unas tostadas de pan con un poco de jamón. Él acepta, terminamos de ahuyentar la razón ante la culpa.
- Este cóctel acostumbraban a decorarlo en el Club de Pádel con un apio, unos tomates cherry y polvo de pimienta —sonriendo afligido.
- Lo siento no tengo tanta clase. Poseo los ingredientes porque solía hacer este zumo a mi marido.
- No te equivoques Aurora, la clase no está en los clubes selectos, está en la esencia y en los principios de cada uno. El dinero encubre los más viles e impúdicos espíritus. Hace tiempo que me di cuenta de que toda mi vida fue una farsa.
Con cada sorbo de aquel jugo un retazo de historia. Me habla de la deslealtad y la traición de sus socios, como habían ganado dinero ilegal a su costa y él, ignorante, no pudo creer aquella manipulación. El abandono de su esposa ante la escasez de dinero y la condición social. La pérdida de todas sus propiedades, aquello que había ganado tras años de desmesurados esfuerzos. La soledad inmensa y el descrédito le llevaron noche tras noche a refugiarse en el alcohol.
Se ha tomado todo el zumo y me dispongo a retirar el vaso. En ese preciso instante posa sus dedos sobre el torso de mi mano y los arrastra por todo el brazo hasta el hombro con delicadeza. Me muerdo el labio inferior con fuerza en un intento desesperado de no sucumbir. Soy débil ante ciertos estímulos, sujeto su mano ladeando mi cabeza y se enreda en mis cabellos. Nos miramos con ojos febriles.
- Si lo deseas me marcho Aurora, no quiero abusar de tu generosidad—agachando la mirada— hace tiempo que no me dan una oportunidad y menos alguien desconocido.
- ¿Intentas qué me dé pena con esa caída de pestañas?—sonriendo y levantándole la cabeza— te advierto que no soy fácil de engañar, este tugurio me ha aleccionado. La oportunidad te la tienes que dar tú.
- Además de guapa, inteligente ¿Se puede pedir más? Es usted un ángel, mi ángel.
Aquellas fueron las últimas palabras, nuestros labios se funden en un intenso y acuoso beso, aún con la barra por medio. Sin percatarnos, en unos minutos estamos en medio del local y sin haber separado nuestras bocas. Sucumbimos ante multitud de caricias. Él sigue jugando con mi pelo y se va deslizando por mi cuello. Mientras, mi arduo cuerpo intenta recordar la última vez que sentí la intensidad de aquellos arrumacos y no logro recordarlo. Hace demasiado tiempo. La ropa se va deslizando con lentitud, nos abandonamos. Aquel sillón deslustrado es la culminación de dos almas que decidieron acomodarse en la soledad sin esperar reconocimientos. El aire se llena de gemidos, sudor y éxtasis.
Ambos veíamos pasar la vida y decidimos dirigir dicha vida, cambiar nuestros destinos. He encontrado la felicidad porque él me ha hecho verme a mí mismo. Carlos se ha atrevido a darse una oportunidad. La vida dejó de buscarnos para buscarla nosotros a ella.
lunes, 25 de agosto de 2014
A VECES, AUNQUE DUELA, ES MEJOR DECIR ADIÓS
“Siempre habrá algo o alguien que querrá ubicarte al otro lado de la alegría…” Pedro L. Villalonga y Cardona
Durante un tiempo me hizo sentir como un ángel al que hubieran arrancado sus alas. Ya no era ni su amiga, ni su cómplice, ni su amante. Muchas veces, en momentos lúcidos y alegres, me decía que como una brújula, cuando las nieblas mentales le acuciaban, yo conducía. Como todo mito me caí del pedestal donde me había ubicado, tal vez demasiado alto.
Él sabía que se me daba mejor escribir que hablar. Por lo general cuando hablo, o me excedo o me quedo corta; esto me produce muchas veces animadversión y me encierro en mis mundos de silencio. No suelo dar rienda suelta a sentimientos y menos en público. Aquel día hice la maleta y dejé sobre la cómoda un sobre con una larga carta. Era mi mejor manera de expresar lo que sentía.
Un modo de no decepcionar y decepcionarse es no poner los deseos en manos de los demás. Somos humanos y con asiduidad, nos gustaría que fueran menos, la pifiamos. Según él yo me descuidaba, ponía poco interés en sus problemas, incertidumbres y pasiones.
Él nunca quiso que le ayudaran, oía pero no escuchaba. Con la excusa de vivir en su caparazón para que no le hicieran daño, cada día soportaba menos la presencia de las personas. El pretexto siempre fue el mismo, era un incomprendido que jamás se sintió apoyado. Intente entender esos tiempos de desolación que le acechaban pero no estaba en sus emociones para saber con plenitud hacia dónde dirigir mis pasos.
Pero ¿Entendía él a los demás, amparaba a los que estaban a su lado? Nunca toleró la humanidad de sus semejantes. Sus pensamientos eran toda la razón, los demás se equivocaban.
Me solía decir que admiraba mi ímpetu. Nada más lejos, las grandes fortalezas a menudo, esconden y protegen como un escudo magnas debilidades. Él sabía de mi entusiasmo por la vida. Intento superar el pasado, me deprimiría cabalgar día tras día sobre historias concluidas; tampoco pienso en el futuro pues la incertidumbre me llenaría de ansiedad. El presente es lo único que me serena y en él voy evolucionando sobre mis errores.
He intentado caminar por un tiempo a su lado pero al final, me rendí. Ninguna palabra o hecho era aceptable y arremetía con fuerza, también hacía daño. No era el único maltratado. Se hiere sin querer, se enjuicia olvidando lo compartido.
Tal vez es cierto que hay personas que no soportan la alegría del prójimo, la fuerza para seguir luchado a pesar de las dificultades. Intentan arrastrarte a su tumultuosa existencia. Entonces llega el momento definitivo de tomar una dirección diferente. Cuando el viento gélido se coloca entre las relación, llega la hora de la despedida, deseando de corazón que algún día él salga del aislamiento y la tristeza.
No puedo permitir abandonar el lado de la alegría aunque tampoco he tenido fácil las sonrisas. Mientras que tenga fuerza, seguiré en el propósito de ser feliz. No pensaré en mi futuro, tal vez más funesto que el de él.
Mi corazón me avisó del acecho de ciertas actitudes y rara vez se equivoca; los pesimismos me ahuyentan. Necesito inflexiblemente mirar con los ojos de la esperanza, creer en el amor y en las personas.
Siento si en algún momento le ofendí o menosprecié, espero que me disculpe; yo también perdonaré sus desdenes; le amé, hace tiempo que deje de decir “te quiero”, querer es poseer y nadie es dueño de nada salvo de su destino. Le di las gracias por todo y cincelé un ¡Adiós! sobre el papel.
Miro por la ventana con una humeante taza entre mis manos. Las hojas de los árboles han comenzado a caer. A pesar de la despedida definitiva, en algún que otro momento aparece su sombra, en un objeto o un recuerdo. Tan solo hace un año fuimos a tomar café, agarrados de la mano y arrastrando los pies entre las apergaminadas hojas que cubrían el suelo del parque. Evoco la sensación de paz y la sonrisa de ambos al jugar como chiquillos sobre aquel manto. Me duele la distancia pero hay decisiones que no queda más remedio que afrontar. Algún día sabré el propósito de nuestra relación o tal vez no. Hoy tan sólo sé que nuestro cruce de caminos ha servido para afianzarme en el deleite por la existencia.
lunes, 18 de agosto de 2014
EN LA INSPIRACIÓN
“Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando.” Pablo Picasso
La libélula se quedó inmóvil sobre la superficie del agua. El estanque lleno de nenúfares hacía las delicias de muchos de los inquilinos del hostal. Solía pasar todo el verano en aquel lugar idílico, alejada de la civilización; estaba rodeado de exuberante vegetación, arroyos, cascadas y remansos fluviales.
El silencio que se respira entre los sonidos de la naturaleza me hace divagar. Cierro los ojos. Hago un recorrido por los muchos minutos disfrutados en este entorno, por las muchas personas que me acompañaron y me acompañan. En esta apacible soledad me encuentro a mí misma y mi inspiración se sumerge en mundos imprevisibles.
Tras un par de horas junto al estanque cae la tarde y los sonidos de la noche van ganando espacio a los durmientes fragores del sol. Pero a veces, como si pasara un ángel, por un breve instante, hay silencios. El reloj de Dios se ha parado para ganar tiempo a la liviandad de nuestra existencia.
Cierro el manuscrito y lo dejo descansando sobre la mesa de madera. He terminado, la historia está finalizada. Mi última palabra un acrónimo del que sólo yo sabré su significado, o tal vez alguien descubra su vibración. He escrito más páginas en estas jornadas que a lo largo de todo el año. Las sílfides junto a gnomos, elfos y hadas me han arropado, vertiendo en la noche su tamo mágico. Mis sueños, durante estos últimos días, son un hervidero de ideas que incomprensiblemente al despertar no he olvidado, como es habitual.
La noche ha caído con parsimonia. El cielo se ha cubierto de chispas luminiscentes que decoran a la adorada Selene. De pronto, una estela cruza el firmamento, como una espada rasgando una gran tela de seda marina. Hacía tiempo que no veía una estrella fugaz, como si fuera un mensaje, vuelvo a cerrar los ojos y pido un deseo.
Como cada noche junto a los nenúfares, Ethan me trae una gran copa de bolas de chocolate decoradas con el mismo elixir líquido y dos barquillos. Un sencillo homenaje que me hace sentir enamorada, lo compartimos. Estoy en el paraíso con el sonido del chapoteo del agua, las caricias de la sutil brisa, el sabor dulce en mi boca, los ojos perdidos en la vía láctea y el olor húmedo con perfume de flores; él es la culminación perfecta, el que cierra el círculo ¡Se puede pedir más!
Comenzamos nuestro ritual. Nos quitamos los zapatos y reposamos los pies sobre la fría hierba, el contacto con Gaia en el verano es imprescindible, ahuyenta a los genios malignos. Se percibe una energía extraña que sube, un hormigueo encantador. Una deidad invisible nos invita a la seducción. Nuestras manos furtivas se unen como dos adolescentes acariciándose por debajo del mantel. Le miro, me mira y sin mediar palabra sabe que he terminado mi libro. Ambos percibimos nuestros pensamientos y deseos: el tiempo que resta hasta el final del estío es tuyo y solamente tuyo.
Espero terminar mis días en este paraje encantado junto a Ethan. Cuando repliegue mis velas, sabiendo que arribo a mi último puerto, sería todo un sueño dejarse arrastras por las sílfides que me inspiran y habitan en el estanque. Escuchar a los gnomos sus misceláneas sabidurías, mientras los elfos me conceden unos minutos más para deleitar mi espíritu.
Antes de perdernos entre el bosque y la vegetación saco tres monedas, hago un agujero y las entierro junto al viejo álamo. Espero que los duendes me concedan el favor de retornar. Volver a escuchar los sonidos de este mundo mágico, ajeno al caos.
Pero por ahora, aún por estas maravillosas moradas, seguiré dejando retozar mis pasiones junto a mi cómplice. Henchida de alegría por un trabajo que en algunos instantes sopesé no concluir.
¡Feliz Lugnasad!
viernes, 1 de agosto de 2014
SU SUEÑO, MI SUEÑO
“Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia” Heráclito
Habíamos imaginado miles de veces ese momento. Él me prometió que compartiríamos la experiencia en cuanto pudiéramos. Anhelo su presencia, esta noche será una de las más inolvidables de mi vida y a su vez de las más melancólicas, sentimientos encontrados.
Casi no dormí en toda la noche. El tiempo apenas avanzaba en el trabajo a lo largo de la mañana. Tampoco pude comer demasiado, miles de mariposas en el estómago. Ya solo quedan cuatro horas para el comienzo de la representación. Tendré que espolear los minutos, no quiero dejar ningún detalle al azar y aún tengo muchos por ultimar.
Me ducho con rapidez poniendo especial empeño en el pelo, champú, suavizante y aclarados en abundancia. Necesito que mi cabello esté impecable. Mis grandes rizos húmedos caen sobre mi espalda. No quiero maquillarme, iré como a él le gustaba, natural.
Sobre la cama la ropa interior negra, el vestido largo de seda gris, y los zapatos y el bolso de plata bruñida. En el tocador una caja de terciopelo azul que protege mi legado para esta ocasión; una elegante pulsera y un prendedor en forma de estrella, ambos de hilos de plata con cristales de Swaroskis. La estrella quedará perfecta sobre el rojo de mis cabellos. Aquellas joyas habían sido el delirio de un sueño que él me infundió desde pequeña. Me decía que las guardara para cuando llegara la noche deseada, señalaba que lucirían espectaculares.
Estaría orgulloso y feliz de que al fin pudiera disfrutar tangiblemente de lo que tantas y tantas horas nos había ocupado, unas veces escuchando y otras hablando sobre ello. Desde mi inocente niñez siempre mariposearon por casa las notas de Mozart y hoy seguían revoloteando en los recuerdos y en cada jornada de mi vida actual. Él despertó mi pasión por la música y por la ópera.
Pronto llegaría Jacques a recogerme, mi jefe. Creo que mi vida ha estado supeditada a ese gran sueño que heredé de mi padre. Tal vez para muchos será exagerado pensar que, hasta que no conseguí un empleo en New York, no ceje en el intento tan sólo por perseguir la velada que me esperaba esta noche. Llevo trabajando en esta solemne ciudad un año como secretaria personal de Jacques Brown, jefe de una empresa dedicada a software de gestión de mantenimiento para grandes espectáculos musicales.
Al fin, vestida, ya solo me faltaban mis dos apreciados adornos, serían los únicos que llevaría. Cogí el prendedor de estrella y me le coloqué sobre mi cabello, en el lado izquierdo. Luego tomé la pulsera y me la abotoné a la muñeca con aquella pequeña estrella de cristal que se engancha en la presilla.
Suena el portero eléctrico, me avisan que el coche para recogerme ha llegado. Cojo mi bolso de mano y un chal de gasa perlado. Jacques espera junto al auto, serio, formal, con un smoking negro, camisa blanca, pajarita de seda y zapatos de charol. Su azabache y ondulado pelo, engominado, le da otro aire; en el trabajo siempre lo lleva despeinado. Me da un beso en el rostro y me mira con ojos centelleantes. Abre la puerta y entro en el coche. Dentro, me expresa que estoy asombrosa, pero creo que es la felicidad del momento lo que me hace parecer exultante. Espero disfrutar de la noche hasta el alba y saborear cada instante en su compañía. Jacques comparte conmigo la misma pasión y el mismo sentimiento. Lo hemos descubierto hace poco.
Hoy voy a cumplir el sueño de mi padre, el que él nunca pudo realizar. Llegamos a la gran plaza Lincoln Center, todo esta tan iluminado que parece que entras en un mundo dorado luminiscente. La fuente central despide grandes manantiales de agua hacia el firmamento que producen bruma, la frescura de la humedad alivia el ímpetu que me inquieta. Frente a mí, el Metropolitan Opera House de New York con su fachada de cinco arcos de medio punto y muros acristalados; flanqueado por otros dos inmensos teatros, el New York State Theater y el Avery Fisher Hall. Agarro fuerte la mano de Jacques, entramos en el impresionante vestíbulo de mármol italiano, alumbrado por hermosas arañas de cristal. Esto es un sueño, nuestro sueño.
Cuando ocupamos el palco en el tercer piso, ya en el aforo, soy una niña encandilada por un inmenso regalo, sigo sin soltar la mano de Jacques. El impresionante dorado del techo y las paredes, contrasta con el rojo de las butacas. El auditorio, abarrotado, espera a que suban el telón con un murmullo opaco de charlas. A mí casi no me salen las palabras. Hoy es el estreno de “Le Nozze di Figaro” de Mozart, interpretada por Cecilia Bartoli y Bryn Terfel. Mi padre siempre quiso ver una ópera de su autor favorito en el Met.
Silencio, comienzan a subir el telón. Aparece el escenario emulando la habitación que el Conde de Almaviva ha regalado a Fígaro para quedarse tras su boda con Susanna. En dicho escenario Fígaro y Susanna están ocupados con la ropa y los muebles. Comienza el espectáculo.
Me llamo Susana.
Con lágrimas en los ojos, apretó aún más la mano de Jacques y dirijo mi mirada hacia el impresionante techo ¡Papá, lo logramos! Hoy se cumplirá nuestro sueño.
martes, 22 de julio de 2014
LA NOCHE DEL ROBLE
“El más terrible de todos los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza muerta” Federico García Lorca
Habían pasado seis meses desde su marcha definitiva y aún sentía el aroma de Izan tras de sí. ¡Le echaba tanto de menos! El ocaso agonizante pronto daría paso a la luz de una luna, anunciada inmensa, que irrumpiría en cada rincón de aquel vergel infinito. Ella estaba sola en una mesa bajo un viejo roble del que colgaban tres tarros de cristal con velas, alejada del resto. Sobre dicha mesa una pequeña regadera de latón con flores de cúrcuma rosas y blancas astromelias, rozó aquellas bellas flores añorando sus caricias. Nora pidió que le sirvieran un té frío, cuando estuvo con su amado tomaron unas copas de vino frío del que no recordaba el nombre, bajo aquel mismo roble, hacía dos años sonreían y charlaban entre besos furtivos. A ella nunca le gustó demasiado el vino pero él la enseñó a deleitar esos momentos de néctar y buena compañía.
Ella había decidido volver aquel fin de semana a su refugio favorito, un balneario en la sierra, a donde hicieron su última escapada. Se respiraba serenidad en aquel apartado lugar, actitud que necesitaba con urgencia, pero estaba tan llena de nostalgia. A ambos les apasionaban los árboles, las plantas y las flores. Cuando pasaban por épocas adversas huían a aquel entorno rodeados de sus seres vivos preferidos, necesitaban el contacto del bosque, de la campiña y las flores. No estaba segura de sí su regreso le apaciguaría el alma.
Nora se dispersó al escuchar la conversación de un hombre maduro con dos jóvenes, charlaban animadamente en otra mesa, bajo otro árbol. Por un instante sus miradas se cruzaron y él saludó con amabilidad, hizo un ademán con su cabeza y la regaló una leve sonrisa. Ella, por educación, le hizo el mismo gesto pero un rictus forzó sus labios. La apatía no le permitía empatizar con otras personas.
Continuó tomando el té helado en aquella taza translucida, ignorando la presencia de otros. Levantó la cabeza, enredó sus pensamientos en las ramas de aquel Quercus Robur bajo el que, en los tiempos primitivos, se reunían los druidas y los amantes. Cerró los ojos pensando que aún estaba al lado de Izan pero tan solo oyó la brisa enredada entre las ramas y el leve rumor de una corriente de agua. Recordó que bajaba un pequeño arroyo delimitado por varias hortensias. Inspiró con fuerza y después arribó un suspiro.
Nora no sabía el tiempo que llevaba allí absorta; miró alrededor y estaba sola en aquel inmenso jardín. Comenzaba a haber relente y se colocó sobre los hombros un foulard blanco con cuadros de líneas rojas y azules apropiado para conjuntar con los vaqueros. La tristeza iba aumentando. Se disponía a volver a la habitación cuando vio acercarse por el camino empedrado al hombre maduro con dos copas y una botella. Nunca hubiera considerado que se dirigía hacia ella.
- Buenas noches ¿Se retira ya?
- Hola. Sí, ya me disponía a retirarme a mi habitación— ruborizándose.
- ¿Aceptaría tomar una copa de vino conmigo? Mis hijos prefieren la compañía de gente de su edad—con la misma sonrisa que le había regalado cuando se miraron.
- Lo siento, hace tiempo que no bebo alcohol.
- Reconsidérelo ¡Hace una noche tan esplendida!—mirando hacia el cielo que apenas se dejaba ver entre las ramas del roble.
Ella aceptó su propuesta sin saber muy bien por qué y se volvió a sentar en aquel sillón de mimbre. Él puso sobre la mesa las dos copas de vidrio transparente, echó aquel néctar de un leve dorado con sus grandes y huesudas manos, y le ofreció la copa. Nora abrazó la copa por el tallo pues, como su amor le había enseñado, así no cambiaba la temperatura. En el intercambio con el desconocido hubo un leve roce de manos que le crispó.
- Perdone mi descortesía, mi nombre es Alai—alargando la mano.
- Yo me llamo Nora—también alargó su delicada mano y se las estrecharon con fuerza.
- Peculiar nombre y no de nuestras tierras.
- Era el nombre de mi abuela de origen griego. Proviene de Eleonora.
- He observado como contemplaba este magnífico roble ¿Conoce su leyenda?
- Y usted ¿Conoce su leyenda?
- Soy vasco, descendiente de vascos, conozco su leyenda.
- Lo siento, no soy una agradable compañía.
Alai tomó su copa por el tallo y se la acercó a la nariz, después bebió un pequeño sorbo:
- Querida Nora, deje que en esta extraña noche le cuenta la leyenda del amor ilícito de un hombre y una Lamia. Cada tarde Kerku, se acercaba a un arroyo y se veía con la Lamia. Él peinaba sus largos y lisos cabellos, como los suyos Nora, mientras ella le contaba historias. Pero entonces había una mujer que deseaba a Kerku y sabía que él amaba sin condición a la Lamia. La mujer pidió ayuda al genio maligno y este la dio una pócima para echar en el arroyo. La Lamia agonizante esperó hasta que llegó Kerku; éste con desesperación arrastró a su amada hasta el mar y allí se hundió en las aguas profundas con ella para no regresar. Amalur, la madre tierra, ante fidelidad tan grande creó un árbol nuevo, el roble. Por eso se jura fidelidad ante dicho árbol.
- Bonita historia—con lágrimas en los ojos.
- Yo te conozco Nora. Hace un tiempo paseabas de la mano con un hombre por estos jardines, imagino que tu esposo. Tú belleza no me pasó desapercibida. Al verte esta noche volviste a despertar mi interés pero vi en tu semblante la tristeza. Nora la vida continua y tu fidelidad será perpetua pues bajo el roble y junto al arroyo os jurasteis amor eterno. Estoy seguro que él, mientras te espera, desearía que la felicidad volviera.
Nora lloraba sin consuelo pero, inexplicablemente, se sentía mejor. Como si esa paz que anhelaba por fin hubiera anidado en su corazón. Cogió la copa de vino y la olió, luego la balanceó como Izan la había enseñado y tomó un sorbo que pasó a lo largo y ancho de la lengua y tragó. Reconoció en al instante el néctar que había tomado con su amado.
- ¿Cómo se llama este vino?—con interés.
- Tiene mi mismo nombre, Vino Blanco Alai Sauvignon.
- Gracias Alai, ha sido una noche alentadora.
- Nora ¿Sabes qué significa Alai en vasco?—levantando la cabeza de ella con el índice sobre su barbilla.
Nora aún con lágrimas en los ojos, negó con la cabeza.
- Tiene dos definiciones, una es defensor del hombre y la otra alegría. No te molestaré más, perdona por entrometerme en tu silencio. Soy un hombre extraño que a veces percibo la tristeza de otros. Solo quería darte un poco de fortaleza. Buenas noches triste Nora.
Alai se levantó, tomó la mano de ella, y la beso en el dorso. Se disponía a marcharse cuando Nora le preguntó:
- Mañana ¿Podrás contarme otra de tus leyendas?
- Hasta la tarde no regresaré pero será un placer. Mañana, en la noche, puede que te interese saber las conjuras de Donibane Gaua. Incluso podremos poner nuestros nombres sobre una madera, junto a una hoja de muérdago.
- Solazada, esperaré que llegue la noche.
Nora abrazada a su foulard continuó bajo aquel árbol mientras veía alejarse a Alai. La noche comenzó melancólica y aquel roble sagrado le concedió serenidad y esperanza.
jueves, 10 de julio de 2014
BORIS, EL LOBO ESTEPARIO
“El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.” William Blake
Su mirada recordaba las extensas praderas en verano que le vieron nacer. De ojos oblicuos y tristes, me transmitía sentimientos encontrados, unas veces ternura y otras insidias. A mí me desarmaba en esos momentos de afecto en los que no sabía qué ahogaba su mente; algo le provocaba tremenda tristeza cuando me acariciaba el rostro con sus magnas y potentes manos. En esos instantes también me susurraba al oído que me amaba y nunca dejaría de hacerlo. A mí también me encantaba deslizar mis dedos por su negra y lacia melena.
Jamás podría imaginar que aquel hombre de cuerpo fornido y semblante inocente podría ser alguien peligroso y oscuro. Dos noches al mes desaparecía y volvía con las manos laceradas, con moratones y abatido, con un extraño olor ferroso. Su silencio era tan profundo que dolía. Me cogía en brazos y me dejaba sobre el sofá con delicadeza, se situaba a mi lado y reposaba su cabeza sobre mi pecho, escuchando los latidos del corazón.
Muchas veces le pregunté sobre sus huidas pero jamás hallé respuesta. Solo se aferraba a mí con más fuerza. En uno de esos momentos me dijo, con su voz rasgada, que mejor sería que no descubriera nunca lo que hacía en esos aciagos días pues el rostro de la muerte rondaba en las sombras.
¿Por qué no pude resistir mi curiosidad, mi insaciable inquietud por encontrar respuestas a sus tristes escapes? Yo también le amaba y anhelaba ayudarle. No entendía que no necesitaba ningún tipo de auxilio. Aquel hombre, aquel lobo estepario como se hacía llamar en los pocos instantes a los que una sonrisa irrumpía en sus labios, me había robado el alma.
Él Llegó de Rusia a la tierra de mis ancestros hacía un año. Yo le conocí días después de arribar en casa de Anya, la propietaria y amiga de la tienda de productos rusos que ocupaba la planta baja de mi vivienda. Aún recuerdo cuando me le presentó y nuestras miradas se cruzaron. Fue algo espontaneo, explosivo, chispeante. Boris, su nombre, fue música para mis oídos y aliento para mi apagada existencia. Aquella noche, entre una cálida hoguera, unas cuantas copas de vodka de más e historias de la lejana Estepa, me marcó para siempre. Nos contó que su nombre significaba lobo y que, solitario y sin manada, buscaba a su hembra alfa. En la despedida, con Anya fuera de juego durmiendo en el sillón y yo en una nebulosa etílica, me dijo que yo era la elegida, su Lyubov, su amor; y aquellas palabras se grabaron a fuego en mi confusa mente.
Desde aquella velada nuestras existencias se entrecruzaron y al poco tiempo comenzamos a compartir espacio, salvo esos días en los que él desaparecía. Con él las noches se llenaban de éxtasis y pasión. Todo en él era devoción, fuego y dulzura. Yo sentía que había encontrado a mi alma gemela.
Pronto desaparecería de nuevo y a mí me entraba el miedo de no volverle a ver, de qué ya no regresara. Ante mis inquietudes decidí seguirle en su próxima huida. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! La noche era clara, la luna llena iluminaba las calles dando casi apariencia de un día nublado. Boris se ocultó bajo su chaquetón de loneta y cogió su saco; me recordó a los marineros del ballenero Pequod, el de Moby Dick. Se subió las solapas y se encajó una gorra hasta las cejas; apenas se podía ver su rostro. Me dio un dulce y profundo beso en los labios, acarició mi rostro con su dedo pulgar y sin mirar hacia atrás abandonó nuestra casa. Miré por la ventana para ver el camino que cogía, corrí hacia la entrada, me puse mi abrigo y bajé corriendo las escaleras. Estaba decidida a seguirle. Tras mucho rato atravesando calles llegamos al puerto. Desapareció tras una puerta trasera de un destartalado almacén que parecía abandonado. Esperé un rato y me dispuse a entrar. Ya dentro todo estaba oscuro pero se oía un vocerío tremendo que no se escuchaba en el exterior. Continué guiada por las voces hasta que llegué a un corredor a unos cinco metros del suelo.
Mis ojos se salieron de las orbitas. ¡Aquel no podía ser Boris! El torso desnudo, los ojos inyectados en sangre, su melena encrespada y un rictus en su cara de odio mortal. Aullaba de forma animal dejando entrever su incisiva boca, increpando a un joven que ensangrentado apenas se sostenía en pie en aquel suelo de arena. Aquel no era el hombre dulce y triste con el que compartía mi vida. Había un grupo reducido de hombres observando la pelea, impasibles, de aspecto suntuoso. Otro grupo de hombres más extenso gritaban ¡Lobo! Reiteradamente, hasta que comenzaron aún más fuerte a decirle ¡Mátale, mátele!
Estaba horrorizada y vi como se disponía con el brazo alzado a darle el último golpe, el definitivo. No pude evitarlo y grite lo más fuerte que pude qué no lo hiciera. Sus instintos debían de estar en alerta máxima pues me oyó a pesar del tremendo ruido. Miró hacía donde yo estaba y con el rostro desencajado le asesto tal golpe que un crujido inundó el garito y la sangre llegó hasta los espectadores. El joven cayó desplomado. Un hombre de avanzada edad se acercó a aquel amasijo de carne, colocó sus dedos en la carótida y levantó el brazo con el pulgar hacia abajo. El grupo de hombres vitorearon al vencedor mientras él seguía aullando salvaje.
Boris me miraba feroz, como un lobo, sin el menor arrepentimiento. Salí de allí corriendo y con un llanto ahogado que me dificultaba la respiración. Abatida, pasé los siguientes dos días esperando en un estado lamentable de melancolía. Aunque había visto como asesinaba impunemente a aquel joven, le aguardaba. Necesitaba oír con su voz rasgada que aquello había sido sólo una pesadilla o una pantomima.
Nunca he vuelto a oír sus palabras, a deslizar mis dedos por su pelo. Tan solo una vez con Anya hablamos de él; me dijo que era un lobo gris de las estepas rusas, acostumbrado a las peleas y a mantener su liderazgo a base de golpes; había tenido una infancia brutal enseñándole desde niño a matar con sus puños; su existencia no le pertenecía. Ella me aseveró que estuviera dónde estuviera siempre me amaría, yo era su Lyubov y me protegería entre las sombras. Recordar sus palabras me producen escalofríos.
A veces noto un cosquilleo extraño en mi nuca, una presencia inexplicable en la oscuridad. Intento ignorarlos pero me atormenta su presencia y sus recuerdos. Si me preguntaran sí creo en los licántropos solo puedo responder que durante un tiempo conviví con uno y él jamás me hizo daño. Sigo teniendo sentimientos encontrados de amor y animadversión.
miércoles, 18 de junio de 2014
UNA VISITA INSOSPECHADA
TOLEDO LUX GRECO
“Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la perenne disposición a la defensa. Ser es defenderse.” Ramiro de Maeztu
A la hora sexta Miguel se despertó, el silencio era absoluto, no percibía ningún movimiento. Se incorporó en el jergón, seguía rodeado de múltiples aromas agradables. En el otro camastro su camisa remendada y limpia; olía a una mezcla de leña y hierbas; imaginó que ella la había secado al calor del fuego. Miró a su alrededor, apenas había nada fuera de los camastros y un baúl de madera. No se percató hasta después de unos minutos de una pequeña estantería tras él donde reposaban unos legajos y una jarrilla de barro con flores secas. Sujeto por los legajos colgaba un cordón con una piedra negra facetada.
El sonido de la puerta le sacó de su ensimismamiento. Por una rendija que dejaba la cortina vio a María. Miguel se levantó con dificultad dirigiéndose a la otra habitación. Saludo a aquella mujer que le aturdía con su presencia. Ella respondió con amabilidad ofreciéndole un pan recién horneado y un trozo de queso. Miguel no declinó su invitación, tomó un poco da ambas viandas. Mirando a los ojos a aquella hembra embriagadora se dirigió a ella:
- Volveré mañana.
- Tendrá que tener más cuidado. Observar que nadie le siga. Me inquieta. Será mejor volvernos a ver dentro de una semana. Además, le conviene descansar y que cicatrice la herida.
- Ahora mismo el único asunto prioritario es toda esta trama que no llego a entender pero que por mi padre he de hacer frente—con voz imprecisa y bajando la mirada—. Gracias por ayudarme anoche, no creo que hubiera llegado a casa.
- Era mi deber ayudarle—ruborizada— en esto vamos juntos. Unas veces seré yo y otras me tendrá que ayudar vos.
- ¿Te puedo pedir un último favor? Mi padre está llegando al final de su viaje. ¿Tendrías algo para calmar y sosegar su respiración agitada?
María se acerca a uno de los estantes y cogió un pequeño tarro de madera oculto tras otro más grande. Rasgo de un paño un trozo y echo con sus dedos cinco pizcas de un polvo pardusco. Fue una cantidad ínfima la que deposito sobre la tela. La ató con un hilo y se lo tendió a Miguel.
- Es mandrágula, peligrosa si te pasas de proporción, viértela en cuartillo y medio de vino, dejadlo macerar toda la noche. Mañana se lo administráis, colando el líquido, una cucharada a la mañana y otra a la tarde. Le sosegará.
- Gracias de nuevo—cogiendo el saquito y tomando la mano de ella.
Miguel al coger la hierba depositó en su mano de nuevo cuatro reales de plata. Cerró el puño de María y la besó el torso de la mano.
- No lo consideres un pago sino una ayuda para tus menesteres, acéptalo. Hasta la semana que viene pues.
La sensación de ambos era como si en efecto un hilo extraño los uniera para un propósito aún por descubrir y como si sus miradas se hubieran cruzado en otros tiempos. Miguel salió de casa de María con la firme intención de volver transcurridos unos días.
Ella echó el cerrojo tras la marcha del Capitán. La abuela Inés siempre insistía en que cerrara la puerta y se mantuviera expectante. Echo más leña en el hogar y colocó el puchero con agua para preparar una cataplasma con romero y ruda para una parturienta. Después se dirigió al camastro para cambiar las sábanas. Aquella acción le obligaría a hacer varios viajes con el cántaro a por agua.
María sentía una extraña inquietud. Conocía sus intranquilidades y casi siempre presagiaban algo adverso. Dejó todo como estaba y cogió el cántaro para ir a la fuente a por agua. Al salir, arriba de la calle, a unos dos pies vio un grupo de soldados hacia su dirección y supo a dónde iban. Se volvió a meter en casa y cerro con el cerrojo.
Se fue a la habitación y cogió los legajos que ocultaban en su interior la llave de hierro forjado y el punzón de extraña forma geométrica, y la piedra facetada. La abuela Inés siempre decía que la mejor forma de ocultar algo era dejarlo a vistas. Junto al hogar levantó las baldosas que se movían, bajó unos cuantos de aquellos estrechos peldaños y colocó de nuevo las losas que tenían unos asideros para que volvieran a ocupar su lugar. Entraba unos resquicios de luz provenientes que la ayudaron a bajar el resto de peldaños mientras se hacía a la oscuridad, hasta el aljibe. Se sentó en el suelo con los brazos entrelazando sus piernas cuando oyó los fuertes golpes en la puerta. Después de varios con insistencia desmesurada, todo finalizó con un fuerte estruendo. Habían abierto la puerta de la peor de las formas.
Su intuición la alertó para ocultarse y no esperar a que los soldados expusieran sus pesquisas del porqué de aquella irrupción. Permanecería oculta hasta que su inquietud se sosegara. Percibía multitud de golpes y sonidos de cacharros golpeando paredes y suelo. Por las rendijas de las baldosas sintió el olor que desprendía el agua derramada, el que puso a cocer con romero y ruda. Estaban destrozando su casa y ante su impotencia se tapó sus oídos e intentó evadirse de aquella tortura.
Foto: Juan Luis Alonso y David Utrilla
María tenía el cuerpo entumecido, no sabía el tiempo que había pasado desde que se ocultó en el aljibe pero desde luego era mucho. Los ruidos habían cesado pero de momento no podía salir de su escondite. Todo era oscuridad y silencio. Cuando la abuela Inés le enseño el aljibe observó que en una oquedad en la pared descansaba un candil con un pedernal y un trozo de metal. Palpó las paredes hasta que tocó el candil, le costó encenderle. Ya con un poco de claridad bebió de aquella agua transparente y fresca. Cogió el candil y comenzó a girar sobre sí misma. Junto al aljibe y tras una gigantesca tinaja, la pared se entrecortaba quedando el plano en dos niveles. Se acercó y descubrió que entre ambos planos había una rendija que dejaba pasar un cuerpo de lado. Traspasó la hendidura y, ante su atónita mirada, pudo ver un túnel que se alejaba en la oscuridad. Recordó las palabras de la abuela: Si tienes problemas siempre sigue hacia la izquierda.
martes, 3 de junio de 2014
LA EMBOSCADA
«Audentes fortuna iuvat»: “A los osados sonríe la fortuna” La Eneida de Virgilio.
La mañana siguiente, tras el primer encuentro con María, la Hechicera, Miguel de Dávalos iba y venía de la habitación de su padre a la suya. Estaba inquieto y fascinado; la enigmática y misteriosa presencia de esa mujer le cautivó. Aguardaba con avidez la hora de volverla a ver.
Miguel, en una de sus incursiones a la habitación de su padre, le encontró consciente. El viejo Dávalos pidió a su hijo que le incorporara un poco en la cama y con voz tenue intentó hablar de aquel entramado en el que le había involucrado. Contó que conoció a Inés, la Hechicera, abuela de María, en plena juventud. Desde generaciones atrás siempre las mujeres de su familia se dedicaban a las pócimas y encantamientos. Aquello sólo era la máscara que encubría a la que custodiaba el secreto. Monjes, guerreros y brujas siempre formaron una curiosa y estrecha relación formal.
Los ojos del padre de Miguel se encendieron, aún agonizante le perturbaba hablar de su historia con Inés. Aquel hombre recto, austero y disciplinado que un día obligó a su hijo a ingresar en los Tercios para enderezar el carácter, también había sido joven. Descubrió en una escueta conversación al individuo aventurero y audaz que fue su progenitor.
Tras cumplir con la encomienda que se les ordenó, Inés y el viejo jamás volvieron a verse. Su relación no pasó de aquella misión pero bastó para que perdurara toda la vida. Nunca le confesó la profundidad de sus sentimientos a ella pero no había transcurrido ni un solo día sin recordarla en algún instante. El viejo Dávalos le dijo a su hijo que pronto ambos sabrían de aquello que se les encomendaba. Siguió recalcando:
- Hoy verás a María, la nieta de Inés. Aún no lleves nada y nunca bajes la guardia, desconfía.
Fueron sus últimas palabras y volvió a sumirse en un profundo sueño acompañado de aquella respiración agitada.
A las siete de la tarde el joven Dávalos salió por la puerta del cobertizo. La noche había caído y en apariencia todo estaba tranquilo. Iba absorto pensando en ella. Una sombra le asaltó en la oscuridad. Presto, intentó desenvainar pero la sombra arremetió con fiereza, tenía un puñal. Otra sombra por la espalda intentó sujetarle los brazos. Después del forcejeo Miguel hundió su codo en el adversario de la espalda mientras esquivaba las embestidas del primero. Una vez que pudo defenderse con la espada, asestó un ataque certero al del puñal que pronto cayó al suelo. El del codazo salió corriendo.
Algo cálido humedeció el jubón. A Miguel le habían alcanzado en el costado derecho. No parecía nada grave, presionó la zona y aceleró el paso. En unos minutos llegó a la puerta de María, dio dos toques y enseguida abrió. Evitando saludos, él fue directo:
- ¿Tienes un mensaje para mí? —Un ligero mareo entorpecía su cabeza, estaba perdiendo demasiada sangre, intentó mantener la compostura y tomó aire—. Yo soy el guardián… el que esconde grandes secretos y arduos problemas.
Ella respondió al instante:
- Soy la que la llave y el punzón vigila, con fuego, agua, aire y tierra; el secreto será desvelado pero los arduos problemas nos encadenarán.
Las últimas palabras casi no llegaron a los oídos del Capitán. Todo se oscureció...
Miguel se tambaleó hasta caer al suelo. Al acercarse a él, María vio que una gran mancha roja se extendía por su camisa. Con urgencia rompió el jubón y vio un tajo del que brotaba mucha sangre. Ella corrió hacia una de las esquinas de la habitación y alargando el brazo recogió una gran tela de araña; con ambas manos la manipuló hasta hacer una especie de torunda que presionó sobre la incisión. Cuando la hemorragia paró cogió tomillo, un paño limpio, una madejilla de hilo de lino y una aguja. Se acercó al fuego, puso un poco de agua a cocer en un puchero y esparció el tomillo. Sumergió el paño una vez hecha la infusión y limpió la herida. Desinfecta la zona, enhebró la aguja que había pasado por el fuego y se dispuso a coser el tajo. Ante el primer pinchazo Miguel despertó turbado de dolor.
- He de coserte la herida. Puedo darte para mitigar el dolor pero te dejará aturdido o puedo procurarte algo para morder y aguantar las punzadas. Te ayudaré para llevarte a mi jergón, haré allí mejor mi trabajo.
De forma hosca y tajante él respondió:
- No hace falta que me des nada, en otras peores me he visto — incorporándose antes de que María le pudiera ayudar, arrogante.
Traspasaron un hueco oculto por una cortina. Había una pequeña habitación con dos camastros. Aguja en mano, tras varias puntadas y respectivos nudos, la herida estaba cerrada. Miguel respiró aliviado y a su vez dolorido. Ella salió de la habitación y se puso a recoger.
Él la oía trastear al lado. Al cabo de un rato un aroma suave a especias y verduras fue inundando el aire. Miguel intentó incorporarse pero un gesto de dolor le detuvo. En ese momento ella entró de nuevo:
- No debe moverse. Le traigo un poco de caldo de verdura, le sentará bien y esta infusión ¿Qué le ha ocurrido?
- Me asaltaron, imagino que en busca de dinero. Nunca me habían abordado de estas maneras. Bajé la guardia.
- Mi instinto me dice que no querían dinero. Nos han involucrado en algo que tiene más importancia de lo que pensamos.
- María no entiendo muy bien todo este entramado y tampoco me gusta mucho malgastar mi tiempo ¿Y ahora qué?
- Las presentaciones están hechas. A usted le han debido de dar algo como a mí. La abuela dijo que una vez que nos conociéramos tendríamos que mostrar nuestros legados.
- No he traído nada. Regresaré a casa y volveremos a encontrarnos.
- Esta noche tiene que quedarse aquí. Mañana ya veremos qué hacer. Beba la infusión, es de flores de aquilea con un poco de miel para endulzar.
La noche trascurrió sin sobresaltos. María se acercaba a Miguel cada dos horas y le daba a beber de la taza. No permanecía allí, se salía de inmediato.
La cortina dejaba pasar la claridad de las velas y del fuego del hogar, ella volvió, Miguel se hizo el dormido. María se inclinó sobre él para tocarle la frente por si había algún síntoma de fiebre, todo estaba normal. Él sintió un dulce aroma a espliego, aspiró hondo. ¿Cómo era posible que sintiera aquel fuerte deseo? Siguió aparentando estar dormido y ella volvió a salir.
Y así, entre sueño y vigilia transcurrió la noche, dolorido pero sereno. En aquella habitación desconocida, con la ayuda y apoyo de alguien anónimo hasta ahora en su existencia. Las campanas de la Catedral sonaron anunciando los santos oficios. Por fin, él se quedó dormido.
viernes, 16 de mayo de 2014
CAPÍTULO 2 DE LA HECHICERA: EL CAPITÁN
“Tuve la sensación de que podía caer dentro de aquellos ojos.” Charles Bukowski
Caminaba por las calles sombrías y húmedas de Toledo con el capote cruzado en el pecho y calado el sombrero de ala ancha hasta las orejas. El mes de enero era junto con diciembre de los más fríos. Las mañanas amanecían cubiertas con abundantes heladas y con enormes carámbanos en los bordes de los tejados.
Su nombre era Miguel. Fue capitán de Tercio a muy joven edad. El nombre de su familia le proporcionó el rango. Tras la Tregua de Amberes en 1609 abandonó definitivamente la vida militar. Ahora ya, con 33 años, reconocía que el sargento Pérez le dio la capacitación de la que entonces carecía. También le otorgó una amistad basada en el honor, la disciplina y el orgullo.
Miguel de Dávalos era fornido y de piel morena. Sus cabellos estaban más largos de lo habitual y ensortijados; asomaba alguna que otra cana que contrastaba con su negro pelo. Sus ojos trigueños y melifluos disentían, cuando algo le incitaba, con un brillo taimado y perturbador. El profundo hoyuelo de la barbilla era herencia materna, aunque algo más pronunciado. Sus manos grandes, de dedos largos y huesudos, usualmente cubiertas por guantes de cuero. En la derecha una gran cicatriz en forma de media luna, recuerdo de la batalla de Kinsale; casi le dejó malogrado un inglés pendenciero. La izquierda reposaba siempre sobre la empuñadura de la espada. Era zurdo a pesar del mal agüero que suponía en su época.
En estos instantes afrontaba una tarea encomendada por su padre que se encontraba enfermo. No llegaba a entender del todo la encomienda pero, sin más remedio, tenía que hacerla frente. Lo había prometido. Encararía la situación a su modo, estudiando escenario, índole y personas con las que tendría que relacionarse. No era muy partidario de cooperaciones, le gustaba trabajar por su cuenta, a no ser que estuviera al mando.
Llegó a la Catedral. Se dispuso a bajar la pequeña cuesta donde comenzaba la calle. Allí sería el primer encuentro. Hoy sólo era un tanteo. Saber con quién se vería la cara y si era una más de esas charlatanas y estafadoras que pululan por la tierra.
A las nueve de la mañana las calles estaban llenas de una incesante afluencia humana dedicada a las tareas cotidianas. Le gustaba respirar el aire frío que limpia las entrañas y robustece. Mezclarse en aquellas horas como uno más, sin diferencia.
Tras bajar la cuesta giró a la izquierda, caminó unos mil pies, frente a una puerta situada también a la izquierda aporrea fuerte con los nudillos. Tras unos segundos una mujer relativamente joven apareció, sin sobresaltos. Le espera. Ella hace el ademán para que entre y él con firmeza, traspasa el umbral.
Aquella mujer le sorprende, pensaba encontrar alguien más añejo, desgreñado y feo. Sin embargo, su cabello castaño esta pulcramente peinado, sobre su nuca un moño y a ambos lados dos horquillas. Lleva una blusa blanca impoluta, ceñida con un corpiño de terciopelo granate cerrado con cordones negros, estilizando su figura. Falda de paño también negro que ocultaba sus pies descalzos.
La estancia tenía poca luz. Un suave aroma a tomillo envuelve el ambiente. Ella vuelve a hacer otro ademán con la mano para indicarle que tome asiento. Enciende una vela y lo mira fijamente. Él se turba. Los ojos azules felinos de ella se inmiscuyen en las entrañas. Con sus pequeñas manos coge un saquete que reposa en una estantería y también toma asiento frente a él.
- Mi nombre es María. ¿Qué deseáis, qué preguntas os apremian?
Toda aquella parafernalia le parecía al Capitán una chanza. Con semblante serio, voz grave y perspicaz mirada, él responde:
- Soy Miguel de Dávalos. He de hacer frente a un asunto y quisiera que me aconsejaras.
María apoya el saco sobre su pecho, donde está el corazón, cierra los ojos y comienza a susurrar una letanía de palabras que él no llega a entender. Al terminar la perorata toma algo de dicho saco y se lo mete en la boca. Después pone dicho saco boca abajo y deja caer todo lo que contiene sobre la mesa. Ella posa una mano sobre un haba que hay situada junto a un pequeño trozo de pergamino y una piedra.
- Te ha sido encomendada una tarea desde tu casa, una misión que lleva en tu familia desde hace mucho tiempo. La sal pegada al paño rojo me habla de peligro, de sangre. Es una misión importante pero que conlleva riesgo.
Luego escupe lo que tiene en la boca y vuelve a poner la mano sobre el diminuto envoltorio de sal junto al pequeño paño rojo. Una de las habas que arroja va a caer junto a la sal. Ella da un respingo. Le mira otra vez de forma directa.
- En esta misión te acompañará una mujer. Ella…
El silencio inunda la habitación sin terminar la frase. María la Hechicera mira aquello que ocupa la mesa. Su corazón se acelera. Con rapidez recoge todo en el saquete y lo deja en la estantería. Toma una jarra de agua, sirviéndose un vaso. Bebe con avidez y se sienta otra vez de frente:
- No te diré nada más. Mañana sobre las ocho de la noche te espero. Ven preparado. Hablaremos y tal vez entendamos algo de todo esto. Pero hoy no.
Extrañado, Miguel saca del jubón una bolsa y sobre la mesa pone cuatro reales de plata de Felipe III, de los nuevos. Ella los rechaza, le indica que no es necesario.
Miguel sabe que lo ha reconocido, no es una charlatana, ni una estafadora. Su padre le previno del instinto de aquella casta de mujeres pero no le creyó. Tal vez sólo era una ser de una prominente inteligencia, aunque cierto es que un halo de misterio la rodeaba.
Pensativo, regresa a casa en la calle San Clemente con la mente puesta en María. Es guapa, de cuerpo esbelto y formas exuberantes. Su compostura arrogante y esos ojos azul hielo, de mirada escrutadora, le han llamado enormemente la atención. Camina absorto sin darme cuenta de que no es el itinerario correcto. Al llegar a la calle Ancha de la Lencería, siente una mirada en la nuca, es una de las pericias que adquirió en la época militar. Con disimulo, en un comercio de guantes gira, como observando el género. En efecto, una figura también se para en el bazar de más abajo. Le siguen. Decide volver sobre sus pasos, dirigiéndose hacia el caballero. La prudencia nunca fue una de sus virtudes. Éste baja su sombrero ocultando el rostro y comienza a caminar hacia delante. Miguel le mira desafiante. Se cruzan continuando cada cual su rumbo. De momento, el insidioso, al ser sorprendido, abandona el acecho. Miguel toma la calle del Nuncio Viejo, luego la de San Román y llega a San Clemente.
Al entrar, Juan el escudero de su padre, le asalta nervioso. El estado del viejo noble ha empeorado y sólo quiere hablar con su hijo, le llama constantemente. Miguel entra en la habitación y se sienta en la cama, le agarra fuerte la mano. El viejo, al instante, abre los ojos, su respiración agitada apenas le deja hablar. Miguel acerca el oído para escucharle:
- ¿La has visto? ¿Te reconoció?
- Sí padre, la he visto y creo que sí, que me reconoció.
- Has de tener cuidado y debes protegerla. Su abuela dio sentido a mi vida y aunque amé profundamente a tu madre ni un solo día he dejado de pensar en Inés. No olvides las palabras.
- No entiendo padre toda esta trama.
- Debes mantener el mapa escondido hasta que lo necesites. Ya sabes cuarta fila, frente a la puerta del cobertizo, donde está la “D” de los Dávalos.
- Padre no se preocupe, seguiré sus indicaciones pero tiene que descansar. Este desasosiego no le beneficia. Ella me ha dicho que vaya mañana a las ocho de la noche y que vaya preparado. No sé muy bien a qué se refiere pero iré.
- Mantente atento. La mano en la espada presta para la acción. No bajes la guardia.
El viejo Dávalos cierra los ojos y sigue con la respiración agitada. Se queda profundamente dormido. El aterrador final pronto llegará pero los arcanos comienzan a moverse.
jueves, 24 de abril de 2014
LA HECHICERA
“El misterio es la cosa más bonita que podemos experimentar. Es la fuente de todo arte y ciencia verdaderos” Albert Einstein
Toledo, a 7 de enero de 1613.
Mi hogar siempre fue un deambular de gente. Venían a ver a la abuela; mujer menuda, enjuta, de piel ebúrnea y ojos astutos. Su palabrería locuaz y su disciplina a la hora de realizar sortilegios la habían hecho una de las más afamadas hechiceras. Siempre sobria, de negro, con su pequeño moño sobre la nuca y sus manos exiguas que, de vez en cuando, me deleitaban con sutiles caricias.
Vivíamos en dos habitaciones pero, en realidad, pasábamos el mayor tiempo en la de entrada, donde estaba el fuego y todos los artilugios. Apenas se veían las paredes. Todo estaba cubierto de estanterías con pequeñas tinajas de hierbas y ungüentos. De las vigas del techo colgaban gavillas de ramas para secar: tomillo, laurel, romero, lavanda, salvia, ruda y otras de uso habitual. Entremezcladas con las plantas corrientes, inadvertidas, estaban la belladona, el beleño, el estramonio, la mandrágora y alguna que otra más; condenadas por sus efectos soporíferos y alucinógenos. Plantas venenosas y mágicas.
La abuela usaba una taza de agua y un platillo de aceite para quitar el mal de ojo junto a las velas. También en un saquete guardaba los componentes para echar la “suerte de habas”: un poco de cera, un pequeño paño azul, un pedazo de papel, un pequeño paño rojo, una piedra de alumbre, sal, un trozo de pan, carbón, una moneda y diecinueve habas a las que distinguía en hembras y machos; lanzaba dichos elementos sobre la mesa. La adivinación dependía del ingrediente junto al cual caían las habas. Esa fue mi herencia: El remedio para quitar el mal de ojo, adivinar el porvenir, el uso de pócimas y oraciones para conjuros y filtros, y un conocimiento profundo de las plantas.
Un día de lluvia de febrero de 1601, la abuela, fue detenida por la Santa Inquisición en nombre del Cardenal Arzobispo de Toledo Don Bernardo de Sandoval y Rojas. En principio la acusaron de envenenamiento, robo y hechicería. Nunca más volví a saber de ella pero siempre sospeché, que su desaparición ocultaba otras intrigas.
La noche antes de su captura me dio una llave de hierro forjado de gran tamaño y un punzón con una extraña forma geométrica. Ella me habló de que aquellos dos objetos pertenecían a un arcón con cerradura maestra, sin ambos, la cerradura no abría. No desveló la ubicación del arcón, ni a quién pertenecía. Levantó dos grandes baldosas que siempre resonaban al pisar sobre ellas, entre la chimenea y la mesa, ante mi atónita mirada. Escondían una estrecha escalera que desembocaba en un aljibe. Me dijo: “si algún día vuelve, él te dirá: soy el guardián, el que esconde grandes secretos y arduos problemas. Y tú le contestarás: soy la que la llave y el punzón vigila, con fuego, agua, aire y tierra; el secreto será desvelado pero los arduos problemas nos encadenaran”. Señalando las escaleras me indicó que si teníamos problemas no olvidara siempre seguir hacia la izquierda y volvió a colocar las baldosas en su lugar.
Esa noche fue el comienzo de mi incipiente vida como hechicera y celestina, y con gran desconocimiento, la depositaria de un secreto. Recuerdo sus manos, su mirada directa e inteligente hurgando en las entrañas, estudiando cada movimiento. Yo sabía lo que sus ojos procuraban. También se encargó de adiestrarme en el arte de observar y descubrir. Fue una soberbia maestra. Cuando contaba con ocho años, la abuela me tuvo todo un mes aprendiendo las oraciones para los diferentes rituales. La más usada, la de la suerte de las habas:
Yo os conjuro habas,
Con don San Pedro y San Pablo,
Y con el apóstol Santiago,
Con el señor San Cosme y San Damián,
Con la Santísima Noche de Navidad,
Con el señor San Cebrián, que suertes echó en el mar.
Habas, que me digáis la verdad.
Con Dios padre, con Dios hijo, con Dios Espíritu Santo.
Habas, Que me digáis la verdad.
En el presente, a mis 24 años, soy María, la Hechicera. Si quieres saber el porvenir, si tu marido te engaña, si aparecerá pronto tu amado, si el mal de ojo acecha a tu pequeño, si la enfermedad te apresa o simplemente, persigues un filtro para el amante sólo tienes que venir a mí. Cerca de la "Dives Toletana", en la calle del Pozo Amargo número 7, encontraréis mi morada.
miércoles, 9 de abril de 2014
CARTA A MARÍA
“La vida es una obra de teatro que no permite ensayos...Por eso, canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento de tu vida... antes que el telón baje y la obra termine sin aplausos” Charles Chaplin
Querida María:
Me alegró volverte a ver esta mañana aunque mi coraje fue patético. Pensé quinientas cosas para decirte y cuando llegó el momento, la mente se me quedó en blanco; apenas fui capaz de gesticular palabra. He decidido redactar una carta, es más fácil expresarse escribiendo que hablando. Uno se hace mayor para los romances, pero me he dado cuenta de la necesidad de ti. Durante un tiempo me he negado a admitirlo. Hoy, al mirarte, anhelé tenerte.
Recuerdo cuando te vi por vez primera en aquel océano de lágrimas y pena, resplandecías. Lo único que puedo afirmar es que me despertaste de un largo letargo, de una somnolencia de la que no tenía ganas de salir.
La noche que nos conocimos gravé en mi mente cada instante y palabra. En aquella lúgubre sala del tanatorio, donde fui para decir un último “Adiós” a aquel primo que apenas conocía. Demasiados años fuera del pueblo. A las cinco de la madrugada ya éramos pocos los que estábamos y pocos los despiertos. Me dijiste que necesitabas tomar un poco el aire, que estabas mareada y yo, ante la indisposición del resto de la sala, te acompañé.
No sé el que alertó mi corazón, si el mágico resplandor de la luna o el de tus ojos. Aún me lo sigo preguntando. Comenzaste hablando de él, la muerte siempre es dura, hasta ahí normal, palabras de una viuda. Pero cuando dijiste que es difícil asumir la expiración física, aunque la sentimental había sucumbido hace tiempo y que tú también a su lado te estabas muriendo; todo cambio. Creo que el cansancio hizo mella en ti y abrió tu corazón a un desconocido. Me contaste que él había anulado tu personalidad, tu alegría, tus fuerzas, tus amigos. Todo giraba a su alrededor y no permitía que nada ni nadie se acercara. Me expresaste, con una leve sonrisa, el alivio inmenso ante la muerte y qué culpa tan repugnante te inundaba. Te recriminabas si estabas dejando de ser persona o tal vez ahora lo estabas volviendo a ser. Tu vida hasta ese momento caminaba sin sentido y sin rumbo. Casi como la mía.
Pero lo que ya me enamoro de ti fueron esas lágrimas rodando por tus mejillas solitarias, sin un leve gemido que las acompañara. Tus labios susurraron una definitiva despedida. El gran amor de tu vida y el hombre que más daño y humillación te causó.
El día anterior ante su último aliento, entre tus manos gélidas y nerviosas sostenías aquella caja de música que él, hacía mucho, te regaló. Un bello embalaje que resonaba con las notas de “Para Elisa”. Lo que entonces te pareció la melodía más maravillosa, era algo infame, que sólo traía malos recuerdos.
La caja tenía una bailarina que daba vueltas al son de la música. Me miraste y preguntaste: ¿Sobre quién bailaba? Sobre la tumba de él o sobre la tuya. Yo atónito, no supe contestar. Solo sentía vergüenza por desear besarte. Yo rompería aquella maldita caja de música si tú eras incapaz. Y perforando mis ojos me confiaste que aunque se destrozara seguirían existiendo los recuerdos.
No pude resistirme y te besé en los labios. Un beso dulce e ingenuo. Mis dudas en aquel entonces fueron, ante tu total ausencia de sorpresa, si buscabas mis caricias o todo surgió bajo la magia de la luna. ¿Me buscabas o nos encontramos? Todo se inundó de serenidad cuando ambos nos miramos y contemplamos como la tierra cubría su ataúd. Llegué a notar tu encubierta y censurada alegría.
Ha pasado un año desde aquella noche. El año de tu luto ante las gentes del pueblo. Y esta mañana, tras mi regreso, sólo quiero decirte que “el corazón tiene razones que la razón ignora”. Te necesito y espero que tú también me necesites a mí. Te muestras distante aunque siento la ternura que me envuelve cuando me sonríes. Quieres cubrir tu débil imagen con una fría máscara pero sé que hay mucha calidez en tus manos.
Cuando nos volvamos a ver me traerás esa bailarina danzando, prometo romperla en mil pedazos. Sé que no borraré tus recuerdos pero mis brazos se encargaran de protegerte de ellos; de crear una fuerte barrera para que no te hagan más daño. Tú me dijiste que fuiste pan y cebolla a su lado y que por un tiempo hubo felicidad, hasta los últimos años en que él intento arrastrarte a su decadencia. ¡Gracias a Dios que no lo consiguió! Él me trajo la oportunidad de acercarme a ti.
Te he soñado a mi lado, recorriendo cada centímetro de tu piel. Mi impaciencia es inmensa e irrefrenable. Juntos contemplaremos como amanece, si tú quieres y me dejas, como amanecemos. Tú has vuelto a dar sentido a mi vida. Quiero verte, no puedo más. Creíste que no había ser más infeliz y triste que tú, y mira por donde me estabas lanzando una cuerda para salvarme del profundo pozo donde me encontraba. Tú me socorriste ante mi lento y patético ocaso.
En esta mañana soleada y cálida introduciré esta humilde carta bajo tu puerta. Leela con atención y piensa. Si deseas que volvamos a vernos sólo prende un pañuelo en tu ventana. A la tarde al pasear por tu calle si veo tu pañuelo, henchido de alegría, cruzare el umbral de la esperanza.
viernes, 21 de marzo de 2014
AMANTES, AMADOS
“Los hombres siempre se empeñan en ser el primer amor de una mujer. Las mujeres prefieren ser la última novela de un hombre.” Oscar Wilde
Guardaba algunos recordatorios en aquel cajón de la mesa de su despacho: fotos sin rostro, un pañuelo con perfume, una barra de labios gastada, algún que otro poema y una carta, sólo una. Aquellos objetos se hallaban encerrados con una llave que colgaba sobre su corazón. El último de dichos objetos, una carta, sólo una, la de despedida; bonitas palabras para tan despreciable embajada. Ella con sus tacones de vértigo y sus ajustadas ropas ya no sentía chispas cuando le miraba, ya no le quería.
Por la mañana cuando él llegaba al despacho abría aquel maldito cajón, el inexorable signo de culpa, de traición. Su corazón estaba inundado de pena. Eva se había ido y lo triste es que él la dejó escapar. Nada más lejos que su ausencia de amor. Él, mes tras mes, la perfumaba con falsas promesas de abandonar a Sofía. Ella, cansada de esperar, se marchó para jamás volver la vista atrás.
Sus jugosos labios humedecidos de néctar le volvían loco. La dichosa fruta no sería lo mismo sin Eva. Siempre, después de hacer el amor ella, desnuda, se iba a la cocina y venía mordiendo una roja y lustrosa manzana. Alguna vez le había dicho “Soy la manzana de tu pecado amor, pero en el pecado llevarás la penitencia”.
Así era, el pecado le consumía. Había traicionado a la madre de sus hijos, con la que luchó codo con codo para sacar adelante la familia; a quien también quería pero el enamoramiento murió tras la rutina de los años. Había engañado a Eva con juramentos que jamás concibió cumplir, nunca pensó dejar a Sofía. Hoy se escondía tras la apariencia de un hombre feliz con un alma triste. Su entorno le idolatraba por ser un impecable marido, hombre cabal. Y toda esa veneración aún le asfixiaba más. Podía engañar a los demás pero no a sí mismo.
Jamás pensó que a sus cincuenta años encontraría la pasión desatada con aquella exuberante mujer de ojos felinos y cuerpo de chocolate. Su aroma le enloquecía; le exaltaba de tal manera que la cubría como si fuera un potro en pleno desenfreno, una y mil veces. Había incluso perdido el control sólo con su pensamiento, con la imagen de ella en la cama mostrándole indolente sus pechos o su sexo.
Ahora sólo podía refugiarse en aquel maldito cajón que despedía su perfume, el deseo y la culpa. Y así pasaban los días cotidianos, en la desesperanza de su marcha y en la inamovible existencia de una senectud sin pasión. Estaba lleno de anhelos por Eva y de mala conciencia por Sofía. Ni siquiera en sueños podía dejar galopar sus apetitos.
Aquella mañana, Sofía le dio un beso delicado que le supo a miel, le enardeció. “Pasa buen día cariño, has tenido una noche inquieta”. Desde luego no había dormido bien. En esa maldita oscuridad onírica Eva volvió para borrar sus huellas, desnuda, con los pies descalzos se perdió en la niebla.
En el coche, camino al trabajo, la ternura de Sofía le había hundido más en el fango. Llegó malhumorado a la oficina. Como todas las mañanas, abrió el cajón y con sorpresa lo encontró vacío. Lo sacó y lo puso boca abajo incomprensiblemente, buscando su rastro. Los mensajes del destino se lo dejaban claro. Sus huellas se habían borrado para siempre. Había que pasar página.
Donde hubo fuego, aún podían quedar brasas. Sofía, a pesar de sus muchos descuidos, nunca le había fallado. Ni un mínimo reproche ante sus desatenciones. Seguía siendo una mujer bella. Él cegado por el azúcar caribeño había desdeñado la dulzura de la tierra. Aún estaba a tiempo de enmendar el agravio. Y tal vez sobre el lecho de hojas ante el ocaso, él confesaría el pecado y ella le eximiría de su desliz.
Una ofuscación ocasional nos puede traer el más deslumbrante de los amaneceres. La libertad es lo que tiene, te da alas para volar cuando lo que te rodea no te arropa o conciencia para no olvidar los principios y el amor verdadero.
jueves, 6 de marzo de 2014
PRELUDIO EN BLANCO Y NEGRO
“Una historia no tiene principio ni fin: uno elige arbitrariamente ese momento desde el que mirar hacia atrás o desde el que mirar hacia adelante.” Graham Greene
El viento empujó sus pasos o tal vez no. Por alguna razón sus caminos se debían encontrar. Una oscura niebla puede ser atravesada por un rayo de luz. Nunca sabemos dónde se halla nuestro destino, afrontar los cambios y vivir sin miedo hace evolucionar los corazones.
Él la había traicionado con alguien en quien confiaba, mejor dicho, confiaba en ambos y abusaron de su devoción por ellos. Domingo desolado, tras dos días de introspectivos silencios. El corazón de Paula sólo clamaba venganza. Y en todo aquel atropello de sentimientos encontrados, una llamada, un compromiso, un encargo; la decisión estaba en sus manos. Determinó buscar al individuo. Y arrastrando su inclinado cuerpo cruzó el umbral.
Paula se dirigió hasta los restos de un antiguo palacio. Lo que se suponía hace mucho tiempo una fastuosa entrada, hoy apenas se sostenía en pie. Se fijó en una columna de granito donde se desdibujaba una cabeza de león con las fauces abiertas, pretendiendo intimidar al que irrumpiera en sus dominios. El palacio en medio del campo había conocido tiempos memorables pero estaba como ella, en ruinas. Aquellos vestigios no volvería a restaurarse pero ¿Y ella?
Traspasó el portón que aún conservaba un fanal. Entró en el hall de suelo ajedrezado que daba pie a lo que fue una ostentosa escalinata, le faltaba un tramo de la barandilla y muchos maderos de sus escalones habían sido arrancados. Miró hacia arriba, parte del techo también destruido y lo que quedaba exhibía un deslucido artesonado, se quedó deslumbrada.
Un ruido la sacó del embelesamiento. Giró la cabeza hacia el lugar de dónde provenía el sonido, era una mezcla de lamento y roce de ladrillos. En una de las esquinas, sobre un montón de escombros allí estaba, un cuerpo que se batía con torpes movimientos. El primer instinto fue salir corriendo. Bastante tenía ella cómo para recoger basuras, pero se había comprometido.
Se acercó con cautela, a un paso de él en cuclillas le observó. Era un hombre de rostro joven y con incipiente barba, su lisa y larga melena se extendía parte sobre los cascotes. Llevaba puesto una camiseta blanca que dejaba ver unos brazos cubiertos de tatuajes; vaqueros ajustados con un cinto negro tachonado de remaches y unas All-star de un blanco roto. Sobre su cuello pendía de una cadena de plata una chapa, de esas de identificación, con un extraño dibujo. Se acercó un poco más. Entonces pudo ver que era un dibujo de una serpiente y debajo un nombre “Rajan”. En ese preciso instante, aquel desconocido se movió y la cogió del antebrazo, intentó zafarse, pero no lo consiguió. Con un susurro en una voz grave escuchó como pedía ayuda.
Cuando el sujeto levantó la cabeza ella advirtió que sangraba por un lado de la frente, tenía un ojo morado y sangre seca en la comisura de los labios. Sus nudillos estaban lacerados como de haberlos golpeado con una superficie áspera. Ella por fin se soltó y se alejó unos pasos. Él siguió con su brazo extendido.
Buscó en el bolsillo trasero del pantalón el móvil pero entonces él con un grito ahogado:
- Por favor no lo hagas, no llames a nadie. Ayúdame, llévame a un lugar dónde pueda recuperarme un poco y me marcharé sin molestarte. Por favor— intentando incorporarse sin lograrlo.
No sabía si era un asesino o un ratero, pero sí alguien de dudosas costumbres. Sus ojos terrosos se clavaron en los de ella suplicantes. Paula le cogió por la cintura y pasó el brazo de él por sus hombros. Después de grandes esfuerzos al fin consiguieron mantenerse en pie y dar unos pasos, él se echó adelante y vomitó sobre el suelo.
- ¡Mierda, menuda noche!— musitó ella, se le habían manchado las botas y las boquillas de los pantalones.
Cuando traspasaron el portón del palacio la noche había caído. Ella vivía en una urbanización cercana, en una casa rodeada de un minúsculo jardín de arces japoneses, bambú y rocas. El trayecto se hizo interminable hasta que traspasaron la cancela de entrada. No vieron a nadie, eran pocos los que allí residían y anochecido sólo vagaban los gatos.
Le llevó a su salón y le tumbó sobre el diván, le iba a tocar lavar el foulard que le cubría. Él cayó como el plomo dando una exhalación de alivio entrecortada por los tiritones, estaba helado. Paula se acercó a la estufa para encenderla con unos leños. Las noches de octubre comenzaban a ser gélidas. Trajo una manta y un vaso de agua, él bebió con avidez y volvió a recostarse quedándose inmóvil.
Paula se retiró a la cocina y preparó un té. Tenía un extraño en su salón lleno de golpes y en deplorable estado físico ¿y sí moría sobre el diván? El corazón se le aceleró. Miró por la ventana y vio el reflejo de una mujer exuberante, joven y estúpida; se abrazó al chal, él viento arreciaba y comenzaba a llover. Sola y con un desconocido en su casa.
No supo muy bien el tiempo que estuvo lucubrando frente a la ventana con la taza de té. Se dirigió de nuevo al salón, la estufa casi había consumido la leña y volvió a echar madera. Miró al sujeto allí tumbado y su expresión le produjo compasión. Además era atractivo, aquella melena, su incipiente barba, los tatuajes en los brazos y la forma de vestir la habían cautivado, eso seguro. Le dejó allí dormido y se fue también a dormir, de repente estaba agotada.
Ya en la habitación el móvil vibró. Miró el número de la pantalla y descolgó. Sólo dijo seis palabras:
- El halcón está en la jaula.
Paula sin mediar palabra apagó el teléfono y se metió en la cama.
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