jueves, 26 de diciembre de 2013
EL MONJE GUERRERO
“Delgada línea separa la casualidad del destino”
Agamar era un hombre de sensatez, de equidad y misericordia. Los que luchaban a su lado lo consideraban un honor y, los que no lo hicieron, un menoscabo. Guerrero de pocas palabras y mirada escudriñadora había olido demasiada sangre, sabía que los actos, tarde o temprano, tienen consecuencias y los sucesos se encadenan en el tiempo. En muchos instantes había sentido la muerte cercana y cada vez la percibía más próxima. Cansado, quería volver a su tierra entre olivos y retamas.
Las últimas contiendas iban arañando su corazón, mermando sus impulsos. La espada hundiéndose en los cuerpos de jóvenes, mujeres y ancianos fue el desencadenante de su decadencia. Sería considerado un traidor si se marchaba pero esos no eran sus principios. Cuando entró en la orden, hacía ya tres lustros, debía ostentar y aplicar las sietes virtudes: fe, esperanza, caridad, justicia, prudencia, fuerza y templanza. Su fe se tambaleaba; mató en nombre de las creencias que profesaba pero recelaba si la fe justificaba las matanzas. La esperanza daba la fuerza del poder de Dios pero el abuso de dicha fuerza había alejado su corazón del Padre. La caridad era una nebulosa ante la crueldad de los asedios. La justicia, en muchas de sus ilícitas contiendas, le destruía. La poca prudencia tras el dominio había dañado su cuerpo y espíritu. La fuerza de los primeros tiempos, ahora, habían hecho a su espada dominadora y soberbia. Y la templanza, de donde provenía el nombre de la orden, le deshonraba por la desmesura de la autoridad.
En estas divagaciones se encontraba nuestro guerrero cuando en el campamento se rumoreaba sobre la visita de un noble poderoso, el secretismo formaba remolinos en las tiendas. Agamar fue llamado para presentarse inmediatamente ante sus superiores. Sorprendido, se colocó la túnica y la capa, se colgó su espada de doble filo y ubicó su yelmo en el brazo derecho. Ya en la tienda del mariscal reparó en un caballero de espaldas, frente al altar. Tras presentarse el desconocido habló sin girarse:
- Hace tiempo que nuestros caminos se cruzaron, hoy lo vuelven a hacer, no te he olvidado en estos años. Eras joven e impulsivo pero tu discurso se imprimió en mi mente—y pensó que su puñal le inutilizó la mano— salvaste la vida y yo ahora vengo a ponerte al borde del precipicio.
Agamar reconoció al instante la voz del Conde. Habían pasado demasiados años, cierto, pero era inconfundible su tono dominador y displicente. La última vez que cruzaron sus miradas Agamar estaba bajo la protección de la Iglesia donde acudió tras el altercado con el Conde. Él tampoco olvidó su mirada de odio ante la imposibilidad de colgarle de un árbol. Atentó contra su Señor, le clavó su puñal en la mano cuando iba a cortar la extremidad de un niño por robar un trozo de pan. Ante el desconcierto, consiguió huir al monasterio y aceptó la propuesta del Prior de ingresar con los monjes guerreros para defender los Santos Lugares y ganar el perdón de los pecados. Su juventud no había sido demasiado honorable, mujeres, juego y alcohol llenaban las horas tras las jornadas de trabajo. Muchas peleas y duelos a espada, arma que manejaba con destreza desde joven.
- Bienvenido seáis conde Odalric ha estos Santos Lugares. Yo tampoco he olvidado las circunstancias de nuestro último tropiezo. Creo que he expiado bien mis culpas.
- Tal vez con este último trabajo las expiarás del todo y nuestros corazones quedarán en paz. He solicitado de tu superior que lleves a cabo una misión de alto riesgo pero también de gran honor. Tu Mariscal dice que ya es hora de regresar al castillo de Corbins tras tus muchas batallas, que te vendrá bien el recogimiento y la oración.
- Estoy de acuerdo y a vuestra disposición. Acataré las órdenes como hasta ahora lo he hecho.
Trascurrieron más de tres horas hasta que Agamar regresó a su tienda. En ese tiempo fue informado de las maniobras a seguir. La misión consistía en llevar unos salvoconductos y una pieza de gran valor al castillo de Corbins. Para ello tendría que atravesar durante dos jornadas tierras enemigas, enmascarado, hasta llegar al puerto donde le esperaban. Al amanecer del siguiente día, ataviado con harapos sarracenos partió también con una cabalgadura árabe. Percibía que el peligro no estaba en tierra enemiga.
Tras dos días cabalgando sin parar salvo lo preciso para que descansara su caballo, tuvo suerte, a penas se cruzó con bicho viviente. Ya en zona portuaria, el sitio más peligroso, buscó a Sallah que era el contacto para subir a bordo del barco que le llevaría a tierras cristianas. Todo salió de forma insospechada, demasiada suerte para sus expectativas. Desde el principio, tras el encuentro con el Conde, aquella misión intuía que le llevaría de nuevo a presentir la muerte demasiado cerca.
El viaje por el mar Mediterráneo fue bastante tempestuoso, fuertes lluvias y varias tormentas hicieron de la travesía un infierno, el frío se caló hasta sus huesos y no fue capaz de templar su cuerpo en las dos semanas que trascurrieron. La mañana donde avistaron el puerto de Génova fue la primera que volvió a ver el sol tras su partida del puerto de Jope. Sabía que en cuanto desembarcara comenzarían los problemas y no se equivocó.
Sus ropas de comerciante disfrazaban su misión. Lo primero que hizo fue buscar dónde comprar una montura. Preguntó a uno de los mercaderes del puerto y le indicó sin mayor problema. En Génova no dejo de sentir unos ojos clavados en su nuca, le seguían. La espada corta que llevaba en la cintura cerca de su mano izquierda, era zurdo, algo no muy bien visto en su época, por lo que tuvo que aprender con ambas manos, pero siempre, en toda contienda, primaba la zurda. Tenía en una primera instancia que dirigirse a la iglesia de Santa Margarita en Turín donde ya vestiría su indumentaria. Se puso en marcha inmediatamente, tras cinco horas sin apenas descansar, la noche fue cayendo y buscó dónde refugiarse, encontró una posada pequeña en el camino.
Al entrar vio que la posada disponía de unas seis mesas, dos de ellas ocupadas. En una había cuatro caballeros de aspecto humilde, no se le despintó que las espadas que portaban, por su conocimiento en armas, eran de gran nobleza; dichos caballeros ignoraron su presencia. En la otra mesa un mercader con un robusto criado, este último al entrar le miró sin disimulo y siguió sus pasos. Tras hablar con el posadero volvió a salir para coger sus enseres del caballo, al darse la vuelta, los cuatro caballeros le rodeaban. Uno de ellos se dirigió a él por su nombre, le conocía.
- Hola Agamar. —con sarcasmo— Supongo que no me has podido reconocer o tal vez sí.
- Cómo no reconocer al perro del Conde, al más faldero y traidor—situando su mano sobre la espada.
- Pues terminemos pronto, creo que traes algo valioso para nosotros.
Ya no hubo más palabras. Agamar se puso en posición defensiva cubriendo su espalda con el propio caballo. Estaba en desventaja aunque no era la primera vez, pero aquellos perros tramposos también estaban curtidos en la batalla. Desenvainaron y el silencio de la noche se llenó de sonidos metálicos. Tras unos minutos Agamar se dio cuenta que las órdenes eran acabar con su vida, todo había sido una maniobra de Odalric, el odio se había acentuado con el tiempo clamando venganza. La lucha no estaba siendo para él propicia.
En la puerta de la posada apareció el recio criado del mercader con un gran tronco entre sus manos y comenzó a dar fuertes golpes a los atacantes. Ante el asalto por la retaguardia los caballeros perdieron la concentración. Agamar asió una estocada de muerte a uno de ellos, otros dos quedaron en el suelo con sendos golpes en la cabeza por el tronco que enarbolaba el criado y el cuarto, ante el cambio de la situación, corrió hacia un grupo de caballos que pastaban cerca, con las monturas preparadas para marchar.
Agamar estaba herido, tenía un corte profundo en el brazo y una leve herida en la pierna. El criado lo ayudó metiéndolo a la posada, pidió a la posadera agua y unos paños para cortar la hemorragia del brazo.
- Gracias amigo, estoy en deuda con vos.
- Creo que la deuda está saldada. —con una leve sonrisa y brillo en los ojos— Dios ha querido que le devolviera el favor a vuestra merced.
- ¿Nos conocemos?—con voz entrecortada.
- Gracias a vos mi brazo permanece unido a mi cuerpo. Cuando era niño usted impidió que el conde Odalric me lo cortara.
Delgada línea separa la casualidad del destino.Los actos tarde o temprano tienen consecuencia y los sucesos se encadenan en el tiempo.
martes, 3 de diciembre de 2013
EL CASERÓN DE LÓPEZ
“Mientras tú sientes mucho y nada sabes, yo, que no siento ya, todo lo sé” Bécquer
Me enviaron a cubrir la inauguración de la librería cafetería El Caserón de López. La apertura de dicho establecimiento iba acompañada de una exposición de fotos del acreditado fotógrafo Marcelo. Estaba situada en un edificio emblemático, antiguo Palacio de los López. El edificio, en lamentable estado tiempo atrás, había sido restaurado respetando su arquitectura. Cuando entré en su amplio zaguán me envolvió un ambiente arcaico. Estaba decorado con objetos eclécticos de distintas épocas: Mesas ovaladas de roble, sillones de piel con capitoné, lámparas de estilo tiffany sobre mesillas auxiliares, candelabros, etc. Una gran chimenea de mármol negro caldeaba el espíritu, distintivo de la diosa del fuego Brigit que también era la diosa del arte y la poesía. Al fondo, una amplia galería con multitud de anaqueles llenos de libros alternando con los retratos de la exposición. Las fotografías eran en blanco y negro, de rostros jóvenes desde diferentes ángulos.
Muchas eran las leyendas del Palacio de los López, de fantasmas y de extraños sucesos que ocurrían al caer la noche. Todas estas quimeras lo único que hicieron fue aumentar más la curiosidad por visitar el nuevo local. Había muchísimo personal por todos lados. Los camareros, en un devenir incesante, repartían café, chocolate y dulces en atiborradas bandejas.
Después de un rato observando los retratos de la exposición, me sentí cansada, me aburrían estos eventos pero no quedaba otra, el trabajo era trabajo. Al final de la galería había una especie de reservado con dos cómodos sillones individuales y una mesa de café. Me senté en uno de ellos y pedí a uno de los camareros un chocolate. Aquella zona estaba más despejada. Frente a mí una gran estantería repleta de libros y un retrato de un hombre, sólo se veía el mentón recortado con una corta barba, unos labios y una recatada nariz.
Aquel enigmático mentón me despertó una tremenda curiosidad. Me gusta mirar de frente y a los ojos, siento el corazón en la mirada. La foto me privaba de mi más fehaciente evaluación. Los labios, silenciosos, expresaban con su mudez miles de ideas y pensamientos. La sabiduría del que calla y disipa lo mordaz.
Aquellos grises y negros de la imagen me recordaban la noche. La oscuridad esconde los mayores misterios, las sombras más oscuras, la muerte. Átropos se pasea por las tinieblas cortando los hilos del destino. Puede ser la mayor de las oscuridades o el más sabio de los resplandores; tiene ese sentimiento encontrado. Es el cómplice perfecto de violentas pasiones que fertilizan cuerpos. La noche también estaba en el retrato.
El instinto primigenio de aquella barba incipiente. El roce sobre el cuerpo desatando los sentidos ancestrales. Por aquel entonces no había rostros rasurados. El hombre es y será cazador, de sueños o realidades, pero su barba lo delata. El poder de la virilidad, de la seducción, del caballero, del guerrero. Un maquiavélico manipulador que oculta su rostro.
El retrato me trajo todas aquellas divagaciones. ¿Me revelaría sus secretos? Un agradable aroma a rosas se apoderó del entorno. Las voces se fueron disipando. Con mi mirada fija en el retrato percibí como si aquel se girara en un leve movimiento, dejando en el giro como una estela. De pronto, estaba en la misma galería pero era diferente, no había alboroto y la estancia estaba más oscura.
Cerré los ojos intentando centrar la vista y al abrirlos alguien estaba sentado en el otro sillón. Me sobresalté pero el hombre en cuestión, con un ademan, me expreso que me tranquilizara. El retrato había desaparecido de entre los anaqueles. Volví a mirarle aturdida y me habló:
- Cuando la noche cae suelo salir de entre las sombras. Vuestro rostro me es familiar. ¿Venís mucho por mis reinos? No importa, solo decirle que me agrada su regreso. En el ladrillo del pozo, donde está grabado mi escudo, encontrarás mis secretos. Ha pasado demasiado tiempo pero me alegro infinito de verla, Majestad. Estoy cansado.
En aquel preciso instante alguien me golpeó en el hombro.
- Señorita ¿Se ha quedado dormida?
- Perdón—aturdida— ¿Cómo dice?
- ¿Se ha quedado dormida señorita? Ya ha terminado la inauguración. Un poco más y se queda aquí encerrada. Permanecería atrapada en estos muros hasta mañana y ya sabe lo qué se cuenta: por la noche los fantasmas pasean por el palacio.
Me había quedado dormida mirando el retrato o algo extraño se había apoderado de mí. Me disculpé y me dispuse a marcharme, pero antes de salir, le hice una pregunta al camarero:
- Perdone que le moleste de nuevo, el palacio tiene un pozo.
- Sí, lo puede ver a través de la puerta acristalada a su espalda. Está en el patio interior, se tiene intención también de abrirlo al público pero aún no está restaurado.
- Me podría hacer un último favor ¿Puedo verlo? Me han enviado para hacer un artículo sobre el evento y puede ser de interés.
- Es tarde pero si no se entretiene demasiado no hay problema. La puerta está abierta.
Pasé al patio, me acerqué al pozo y apoyando mis dedos sobre el brocal comencé a girar alrededor de él. Cuando llevaba recorrido medio borde vi un ladrillo con un escudo. Me agache, di unos golpes sobre él, estaba holgado en su hueco. Lo moví un poco y salió hacia fuera. Había una oquedad y en ella un una bolsa de cuero. Mis ojos se salieron de las orbitas. Abrí la bolsa y deposité en mi mano lo que contenía: unas monedas doradas y un broche de esmeraldas. El camarero, también abrumado, me preguntó cómo sabía de aquel escondite. No quise darle una explicación. Llamó al dueño y aquel se sorprendió aún más al ver el broche.
- ¡No puede ser, el broche de la Duquesa! ¿Cómo lo ha encontrado?
- ¿Sabe usted qué es esta joya?—con una expresión de sorpresa.
- Cuenta la leyenda que Don Carlos López, escudero del Rey, estaba enamorado de la Reina, su amor era recíproco. Se veían a escondidas. Ella mandaba a una de sus doncellas con un saquito de cuero con unas monedas de oro y el broche de esmeraldas. Cuando Don Carlos lo recibía sabía que esa noche podían verse en una antigua y alejada capilla de palacio donde apenas iba nadie. Alguien traicionó a los amantes. El Rey se presentó en el palacio de los López en busca de la joya como indicio del delito pero jamás fue encontrada. Don Carlos fue acusado de perjurio y murió días después, ajusticiado. Salvaguardó el nombre de su amada, la Reina, al no hallarse el broche. Se llamó el Broche de la Duquesa pues las esmeraldas fueron traídas de la Indias por una poderosa duquesa de aquella época, con las que se hizo dicho broche y fue regalado por ésta al Rey.
Conté al dueño lo ocurrido en aquel apartado lugar de la galería. El fantasma de Don Carlos me había visitado, no sé muy bien si en sueños. El propietario se acercó a un estante cercano a la chimenea y cogió un gran libro de cuero, entre sus apergaminadas hojas había unas láminas que me mostró. Una era el retrato de Don Carlos al que reconocí al instante, otra era la imagen de una mujer con corona. Volví a sorprenderme. ¡Aquella mujer se parecía a mí!
La inauguración de la librería cafetería el Caserón de López es uno de mis mejores artículos, y una de mis más emotivas y fantasmagóricas historias. Creo que aquella noche me enamoré del lugar y de Don Carlos. Suelo visitar con asiduidad el local. Siempre me tomo un chocolate al final de la galería, en el reservado, pero jamás he vuelto a recibir la visita de tan gentil amante. No pierdo la esperanza de que un día regrese.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
ARDINDRA
“En mi pobre vida, tan vulgar y tranquila, las frases son aventuras y no recojo otras flores que las metáforas." Gustave Flaubert.
Mi nombre es Ardindra, aquella que aúna el fuego y el trueno. Mis cabellos largos y ensortijados recuerdan a una gran hoguera enmarañada de llamas. Soy la dama cuentacuentos, aquella que escribe y narra historias de realidad y ficción. Decidí alejarme del mundo, vivo en el bosque de Ayantra. Mi hogar es la cueva cercana al arroyo, el que divide dicho bosque.
Necesitaba escuchar el silencio en mi corazón. A pesar de que la subsistencia es dura en la naturaleza, la prefiero antes de la vorágine humana de la civilización. La época más irascible es el invierno, con la nieve, pero es reconfortable dormir junto al fuego, bien abrigada. Necesito este entorno para mis palabras. He de sellar mi destino, evolucionar, asumir mi éxodo.
La cueva tiene una chimenea natural que las inclemencias fueron horadando en la gran piedra. Mis enseres son humildes. Mis objetos más preciados son una mesa tallada en madera de tatajuba y una espesa manta de lana azul cielo; el cacharrero Darlon me los regaló en agradecimiento por haberle curado una herida de garrapata que le producía fiebre y dolores. Le dije que eran excesivos los regalos pero, como excusa, me expresó que ambos llevaban demasiado tiempo con él. Al no venderlos, comenzaban a ser un estorbo.
Darlon pasa por mi cueva un par de veces al año y sigue siendo agradecido. Siempre me trae algún presente además de enseres primordiales para mí, como papel y lápiz. A cambio le preparo hierbas que luego él vende. Él es la viva imagen de un ermitaño. Su cuerpo con los años se ha ido encorvando por lo que se apoya en una vara de arce. La barba cada vez más blanca encubre un rostro de bondad. Sus ojos de un azul casi transparente son serenos y limpios, pero aún conserva juventud en la mirada. Su longeva vida viajando acompañado de sus trastos, por sus historias, ha sido apasionante. Le admiro y le quiero, aunque creo que lo ignora, me importa poco su edad. Cuando llega, compartimos dos o tres jornadas donde me cuenta sus hazañas y yo mis nuevos cuentos. Es una delicia el trueque de objetos y ficciones, de aventuras y manjares.
Lua siempre está a mi lado y me protege, es mi loba. Ella llegó tras dos inviernos en el bosque. Acudió a la cueva sola, triste y desvalida. No hacía mucho que había llegado a este mundo, creo que no tenía ni dos acron, o sea, ni unos 40 días. Tiene el pelo grisáceo de brillo intenso y ojos castaños. Cuando compartimos la calma la hablo y ella, como si entendiera, me contesta con su mirada.
Los cuentos que llegan a mis manos desde mi subconsciente precisan cambios, invertir la realidad viajando a otros universos. Necesito no tener rutinas para que la creatividad impregne el aire que respiro. Procuro las tareas obligadas no hacerlas a las mismas horas ni de las mismas maneras. Unas veces pesco al atardecer, otras en la madrugada, cojo bayas cuando el sol calienta o tras el primer bocado de la mañana. Acopio en gavillas las hierbas que me avalan. En verano suelo recoger las manzanas del viejo manzano que hay junto al arroyo; también avivan mi imaginación; me encanta hacer dulces con ellas, sacarlas brillo e hincarles el diente o simplemente hacer compota para la cena.
Anhelo el instante en que Darlon regresa, casi nadie se interna tanto en el bosque de Ayantra. Hoy el viento vuelve a traer los sonidos de su carro. Salgo corriendo a recibirle y, sorprendida, le encuentro tirando de su montura sin su vara de arce. Cuando llega a mi lado me abraza con fuerza. Ambos manifestamos nuestra alegría por el reencuentro.
Pasamos a la cueva donde preparo un aromático caldo y unas truchas pinchadas en una caña sobre el fuego. En la mesa de tatajuba descansa un cuenco con compota de manzana. Está diferente, rejuvenecido. Él me cuenta que viene del mercado de Nanmilia. Pone sobre la mesa una botella de ambrosia comprada en dicho mercado.
En el ancestral Nanmilia casi siempre luce un sol radiante. Se necesita una jornada completa para recorrer tan inmenso mercado. Me describe lo que más impresiona de él, su extraordinario cuadro de colores que conforman cada tenderete, cada calle y cada mercader. Saca del zurrón un envoltorio y me lo da. Nerviosa, lo abro, es una llave de plata muy ennegrecida. Me cuenta que es una de las llaves de Jaroel que se supone son siete. Abren puertas a otras dimensiones pero sólo en las noches de luna nueva, bajo la oscuridad.
Acariciando mi rostro me susurra, con su voz profunda, que algún día abriremos alguna de esas puertas con palabras mágica y viajaremos juntos, me sonrió. Lua le lame las manos, también está contenta de su compañía.
Por primera vez me cuenta que nació en las áridas tierras de Aidni donde los días son extremadamente calurosos y frías las noches. Me explica que siempre ha buscado una neira, yo le espeto qué no sé que es una neira. Una neira es una dama cuentacuentos, ellas reconfortan las gélidas noches a los de su tribu. Me alarga su mano donde lleva tatuado en el dorso un símbolo, una especie de llave rodeada de siete emblemas. Sigue explicando que se decidió a viajar en busca de su neira, la que deleitara sus noches y llenara su corazón. Tras muchos viajes y desencuentros, la ha encontrado. Una tristeza invade mi corazón, tal vez esta sea la última vez de su regreso, intento disimular.
Darlon pone su dedo corazón en mi frente y me dice que cierre los ojos. Noto un cálido cosquilleo, tras unos segundos, los abro y frente a mí hay un joven de cabellos negros, aunque reconozco sus ojos de un azul transparente. ¿Qué ha ocurrido? Él me tranquiliza, ha necesitado tiempo para conocernos y confiar el uno en el otro, para confesar su secreto.
Absorta le miro, me besa en los labios y me dice que yo soy su neira. Siente no haberme contado toda la verdad antes. Darlon es el príncipe de Aidni, el desierto de las fabulas, todos sus futuros monarcas deben salir a buscar a su neira para continuar con la leyenda. En la próxima luna nueva viajaremos a su reino con la llave de Jaroel.
De cómo el príncipe de Aidni encontró a su neira es mi mejor cuento, el que narro en las gélidas noches a los de nuestra tribu, entre algún aullido de Lua y alguna que otra lágrima de emoción en mi rostro.
lunes, 4 de noviembre de 2013
OCÉANOS
“El mundo es un telón de teatro tras el cual se esconden los secretos más profundos.” Tagore.
Hoy, tras mucho tiempo ausente, regresaste. Como si no hubiera pasado el tiempo, retomamos la conversación que quedó pendiente. Me he acostumbrado a tus retiradas, aprendí así a quererte en días inesperados, cuando regresas empujado por la marea. Nuestras caricias son como las olas que van y vienen.
Me dices que traes el corazón ahogado y entristecido. Tú distancia esta vez no ha sido por una de tus aventuras, ni por necesidad de espacio. Ella pronto iniciará el gran viaje, aquel sin billete de vuelta. Has estado a su lado y volverás para acompañarla en sus últimos pasos. Necesita que la lean sus libros y sus poemas. Nunca quisimos que te fueras de su lado. Tu soledad con ella la suplías con los escarceos conmigo. En vuestro lecho la despedirás hasta el póstumo soplo.
Has regresado tan sólo por unas horas para que te insufle aliento. Anhelas en estos instantes a alguien que acaricie tu pelo, que te abrace con vigor y te doblegue como el viento al álamo. Aquí me tienes. Adoro volver a navegar en el océano de tus ojos aunque estén apagados. Olvida por unos instantes estos aciagos tiempos, deja que mis palabras acunen tus amordazados llantos.
Por unas horas te pertenezco, eres mi amo. Compartiremos un cálido mate, a la luz de mis lámparas de sal, frente al fuego. Los cuerpos harán germinar los sentimientos. Deja que mi aliento recorra cada palmo de tu piel, de tus manos. Consiente que tu aroma llene el recuerdo en el vacío del espacio.
Cuando te alejas y eclipsas la luz ¡Te echo tanto de menos! Aunque aprendí que tus distancias son deleites, con cada despedida hay un reencuentro cada vez más febril; éxtasis en tras dilatada espera. Te quiero aunque sólo sea por unas horas, porque en ellas, me das lo que no dan otros en abriles o en nupcias.
Reclina tu cabeza, que te acaricie. Volveremos a amarnos en este intervalo. Me dejarás tan henchida que ni los sigilos romperán el vínculo que, en la distancia, nos ata sin lazos.
Amor audaz, espacios amplios, elipsis, lazos. Me aferras en las sombras, noto los brazos. Te adoro por cómo me quieres durante los lapsos en que eres mi amo. Cuando el océano vuelven a traer tus pasos.
Pero esta vez la pasión se desata, violenta como la tempestad. Me turba tu presencia y tu marcha. Los vientos del norte dudan si volverás a arribar en esta playa. Nada te atará cuando ella parta. Llenarás tu existencia de proezas y desenfrenos ¿Volverás? Ya la tristeza no te anudará a mis desvelos.
martes, 15 de octubre de 2013
LA NOCHE DE LAS ÁNIMAS
Este cuento está dedicado a una festividad que tiene sus orígenes en la noche céltica de Samhin. Hoy lo celebramos como las Vísperas de todos los Santos o "All Hallow´s Eve" o Halloween. No es especialmente terrorífico.
“Dos cosas me llenan de horror: el verdugo que hay en mí y el hacha que hay sobre mi cabeza” Stig Dagerman
Es la víspera de todos los santos. En esta noche las ánimas cruzan el umbral y se pasean por la tierra, no todas son buenas, algunas son almas en pena y otras malvadas. Los aledaños entre vivos y muertos se vuelven inciertos. También se la llama la Noche de Brujas, adivinación, reuniones para sacrificios y rituales.
Una mujer de cabellos ardientes y ojos esmeraldinos regresa del bosque con una cesta de plantas. Edana prepara todo lo necesario para invocar a los espíritus. Galena, su cuñada, la ha intentado convencer para que no lo haga, dice que es temerario hablar con las ánimas, pero a pesar de su insistencia, continua en su empeño. Ella echa mucho de menos a Arlen y se siente en la obligación de descubrir el misterio de su muerte.
Para Edana todo se confabula en esta noche. Arlen apareció acuchillado junto al cadáver de un desconocido en el mismo día pero hacía ya varias cosechas. Ella precisa saber quien de la aldea manipuló los hilos para matarle. Sabe que su muerte no fue fortuita. Arlen sería el próximo jefe de la aldea, descendiente de un druida, algo que suscitaba envidias.
Edana hace un círculo de sal alrededor de la hoguera para protegerse y se sienta dentro de dicho círculo. Esparce unas ramas de sándalo y unas cortezas de sauce sobre el fuego. Un aroma penetrante impregna el habitáculo que se llena en unos instantes de una neblina espesa. Comienza en un susurro con las palabras de la invocación sobre un cuenco de agua con siete hojas de ruda. Coge un cuchillo que tiene al lado y se hace un corte en la palma de la mano. La sangre comienza a gotear y ella deja caer dicho fluido sobre el cuenco de agua y ruda.
Durante unos minutos no ocurre nada, parece que se ha transportado a otro lugar, sólo se percibe el fuego y la niebla. Las llamas toman un color azulado espectral y en un instante alguien está sentado frente a ella pero fuera del círculo. Aquel rostro de facciones marcadas y pelo encrespado lo reconocería en cualquier circunstancia, es Arlen. Sus ojos se llenan de lágrimas y una dulce sonrisa aparece en los labios del espíritu.
- Buenas noches mi amor— las lágrimas resbalan por la mejilla de Edana—. No estaba muy segura de si podría contactar contigo pero estás aquí.
- No has debido de hacerlo. El peligro sigue acechando y no estás segura. He venido a prevenirte—vuelve a sonreírla— yo también te echo de menos mi pequeña dríade.
- ¿Quién te hizo esto? El cadáver que se halló a tu lado era de un individuo de otro clan.
- Daría mi alma por volver a rozar tus labios. La plata que ocultaba el asesino en su camisa era de nuestra aldea. Le costó caro el trato.
El fuego cambia de color y se vuelve sanguíneo. La figura de Arlen se difumina hasta desaparecer. Algo metálico cae al lado de Edana, lo mira, es un trisquel, amuleto reservado sólo para los druidas. Otra figura aparece frente a ella pero ya no es su amado. Un viento fuerte, que en apariencia sale del fuego, sacude el círculo de sal rompiéndolo tras ella. El cuenco de agua con la ruda y la sangre se vuelca. Recuerda aquel rostro, es el del cadáver que apareció junto a Arlen. El malvado cruza el círculo de sal y Edana se sorprende. El espíritu, con ominosa mirada, se sitúa frente a ella sobre las llamas; estira los brazos y el cuchillo que descansa junto a ella vuela hasta una de sus manos. Se dispone a clavarlo en la aterrada Edana. Ella agarra con fuerza el trisquel y pone su brazo en posición de protección sobre su frente. Una luz brillante y blanca se irradia y envuelve a la malvada ánima, absorbiéndola.
Edana no entiende muy bien lo ocurrido pero posa la mano con el amuleto sobre su pecho. El fuego vuelve a ser azulado y otra vez aparece Arlen.
- Te quiero y siempre estaré a tu lado mi pequeña dríade. Al amanecer junto a las antiguas ruinas, donde crece el romero, antes de que salga el sol, descubrirás de quien proviene la plata. Me tengo que marchar y tú más vale que concluyas el hechizo— con expresión apacible posa su mano en los labios, da un sonoro beso, abre la palma de la mano y sopla aquel tierno arrumaco.
Una dulce brisa alborota el largo cabello de Edana. Siente un ligero roce en su rostro. La imagen de él se va difuminando hasta desaparecer. Toma un puñado de sal y lo esparce sobre las llamas hasta casi extinguirlas. La noche de nostalgia y rabia pasa en desvelo. Cuando está amaneciendo se pone su chal y coge su cesta de recolectar hierbas, se dirige hacia las ruinas. Asombrada encuentra allí a Galena, su cuñada.
- ¡Tú pagaste para matar a Arlen!—su expresión es de asombro e ira, a la vez.
Galena de espaldas, al oírla se vuelve y la mira turbada. ¿Cómo sabe que ella pagó a un miembro de su antiguo clan para matarle? Había intentado siempre disimular su odio hacia ambos. Su marido era el segundo hermano de Arlen, más fuerte y capaz para ser jefe de la aldea. Ese estúpido amor que se profesaban era insoportable. El cuerpo enjuto y fibroso de Arlen siempre levantando en brazos a Edana la daba asco. La llevó mucho tiempo decidirse a llevar a cabo la emboscada y encontrar el momento adecuado y, ahora, esa estúpida con sus hechizos lo había descubierto todo.
Una tormenta se desata de pronto y una profunda oscuridad vuelve a cubrir la tierra. Galena coge el corvillo con el que corta el romero y se dirige a Edana. Nadie anda por las ruinas a esas horas, acabará con ella y no tendrá que soportar más sus lloros. En el preciso instante en el que empuña el corvillo con el brazo en alto, un rayo serpentino cae sobre ella. Segundos después estalla el ruidoso trueno y la lluvia comienza a caer con fuerza.
Edana sigue paralizada en el mismo sitio donde pronunció sus recriminatorias palabras. En pocos minutos el agua la cala hasta los huesos, su cobrizo pelo chorrea entremezclándose las gotas de agua con las lágrimas de indignación. La tenía por una buena amiga además de su cuñada. Con indiferencia, se da la vuelta y con su mano cerrada sobre el pecho se dirige a la cabaña. El cuerpo de Galena reposa sobre el romero, extinto.
Las ánimas no perdonan. Si imploras en la víspera de todos los santos justicia, ellas te la proveyeran a cambio de un alma. Desde esta noche, el alma de Galena acompaña al séquito de las ánimas.
miércoles, 9 de octubre de 2013
EL DESTINO DE GANESHA
“La intuición de una mujer es más precisa que la certeza de un hombre” Kipling
Rebeca ha recibido un sobre de esos forrados por dentro con burbujas y sin remite. Su nombre y dirección vienen escritos con una impecable letra gótica. Caracteres con los que se siente identificada en su forma de vida. Busca alguna pista del origen de la carta, no descubre a penas nada, tan solo un matasellos de Bombay. Sobre la mesa observa con intriga el misterioso sobre. Tras un rato lo vuelve a coger y lo palpa, dentro hay algo duro y no demasiado grande, como una moneda. Con cierta reserva, se dispone a abrirlo. No le gusta nada que no esté identificado.
Lo primero que saca del sobre es una nota con un acertijo, escrita con el mismo tipo de letra que su nombre y dirección:
“Dos orejas a los lados
enmarcan mi prominencia
y dos sables de marfil
dan decoro a mi presencia.”
Tras la nota cae sobre la mesa un saquete de terciopelo rojo. Dentro hay un bonito colgante redondo con la cabeza de un elefante. Parece de marfil, su talla es definida, de un color blanco brillante. Al tacto da la sensación de estar más frio que la temperatura ambiente. Por el reverso tiene una palabra labrada: Kipling. Junto a la cabeza del elefante hay una cruz gamada, se da cuenta que los brazos de dicha cruz van en sentido contrario. Abre el ordenador y busca el símbolo. Tras un buen rato descubre que es una sauvástica, asociada con una imagen del dios con cabeza de elefante hindú, Ganesha. Es el dios de la inteligencia y la sabiduría, reverenciado por ahuyentar obstáculos y patrocinar las artes y las ciencias.
Busca en la red cómo saber si una pieza es de marfil. Siguiendo las instrucciones, saca un mechero del cajón y calienta la punta de una de las agujas que sujetan su moño. Posa dicha punta en el reverso del colgante, en una zona poco visible. Tan sólo una pequeña mancha oscura y un olor a esmalte quemado, como cuando vas al dentista. Es marfil auténtico y parece valioso.
Bombay, elefantes, Kipling , la sauvástica, todo señala en una dirección, la India. Desconoce con que finalidad le ha sido enviado el sobre. Vuelve a dejarlo todo sobre la mesa y apoya sus dedos índices en la barbilla. De momento poco puede hacer, tan sólo esperar la entrada de alguna que otra pista.
En ese mismo instante suena el móvil, da un respingo. Estaba ensimismada. Es su padre, la invita a un encuentro con él y un individuo en el hotel Hilton, a las nueve. Su padre y los clientes selectos buscadores de incunables, pedantes, arrogantes y sabihondos. Casi siempre de edades muy distantes a la suya. Tendrá que disfrazarse para la ocasión.
Decide ponerse un traje de chaqueta gris marengo, una camisa blanca y zapatos de salón con ingentes tacones en color perla. Se engomina el pelo y lo recoge en un moño sobrio. En el joyero dormita el reloj Cartier, de acero y cuarzo, regalo de su madre y raramente utilizado. Se pone pequeñas circonitas en las perforaciones de las orejas, un toque rebelde pero discreto. Retira el esmalte de uñas negro. La autentica máscara para ocultar su aspecto diario de joven gótica.
Hace tiempo que no acompaña a su padre en sus transacciones. Llega puntual a la cita y en la recepción la espera Miguel, su progenitor, acompañado con un hombre de pelo cobrizo, maduro y bien parecido. Terminados los saludos de rigor, con sorpresa, descubre que el individuo es, Patrick Oflaherty, del que tantas historias ha oído.
El día está resultando peculiar: misteriosos sobres y encuentros con héroes de la niñez. Rebeca está fascinada. En sus ensoñaciones de niña, le admiraba, por fin le puede poner rostro. Patrick ha sido uno de los mejores buscadores de ejemplares valioso para la librería de su padre, además de un buen amigo. Es de origen irlandés, intrépido y trotamundos.
Pasan a un reservado entre charla y sonrisas. Rebeca no puede esperar y a pesar de ser siempre discreta y reservada comienza una retahíla de preguntas:
- Años queriendo conocerle y aparece hoy. Mi padre me ha hablado tanto de usted que podría decir que le conozco. ¿Y cómo por aquí? ¿Qué anda buscando? ¿De dónde viene? ¿Cuál ha sido su última aventura?
- Tutéame, por favor. Vengo de Dadar—con una sonora carcajada— cerca de Bombay. Comienzo a disfrutar de unas merecidas vacaciones después de muchos años. Me apetecía ver a los viejos colegas y conocerte. Yo también sé mucho de ti por todo lo que cuenta tu padre. Me has sorprendido. Esperaba a una joven de negro, con encajes insólitos, joyas medievales y botas militares y ¡Mira con quién me encuentro!
Rebeca se sonroja. Una ligera sospecha la asalta: el sobre misterioso y la aparición de Patrick tal vez tienen relación. Tras los entrantes la charla se deriva, como habitualmente, hacia los libros. Patrick comenta que le han llegado pistas de una posible primera edición de “El libro de la selva” con dedicatoria de Kipling a su primogénita, Josephine. La inscripción está fechada en 1894.
Esta noticia confirma la sospecha de Rebeca. El sobre y la presencia de Patrick siguen un objetivo. Mientras ella lucubra, Patrick la observa con mirada taimada y se dispone a ir directo al asunto:
- Tú padre me ha contado que eres una magnífica cazadora de ejemplares literarios y que me estás arrebatando el puesto—de nuevo otra carcajada—. Si te preguntas si he sido yo quien te ha enviado el sobre con el colgante de marfil, estás en lo cierto. Es mi regalo de iniciación acompañado de una propuesta ¿Tú podrías verificar si dicho ejemplar existe? Quiero constatarlo. Me temo que yo no puedo, soy demasiado conocido en estos círculos y estoy vetado.
- Sería un placer pero ¿De qué fondos dispondría para la operación?
- De todos los fondos que necesites. El problema es que no va a ser fácil llegar hasta el libro. Algunos medios para conseguirlo pueden no ser demasiado lícitos.
Miguel mira a su hija como si ya supiera de dicha proposición. Algunos de los libros de la colección particular de su padre no los había podido conseguir legalmente. Ahora comprendía quien se los había agenciado. Aquella reunión era su iniciación, en efecto, en el mundo oculto de su padre. Siempre había intuido su existencia pero, hasta ahora, no lo había certificado. La conversación continuó:
- Me temo que ambos ya lo teníais hablado ¿Verdad papa? Acepto pero habrá que preparar bien el viaje y cada movimiento.
- No hay problema. Dispongo de todo el tiempo del mundo para ti. ¿Te has fijado bien en el colgante?
- ¿Te refieres al nombre grabado y la sauvástica?
- Ya veo que tu padre se ha quedado corto con tu talento. En efecto, Kipling acompañaba a muchas de las viejas ediciones de sus libros con la sauvástica como señal de buena suerte. Te daré datos sobre la escritura de Kipling para que puedas identificarla. El ejemplar no está firmado, sólo lleva la dedicatoria de él a su hija.
- La suerte estará de nuestra parte Patrick. Entre tus certezas y mis intuiciones la sociedad será un éxito—Rebeca está emocionada.
- El acertijo del sobre para mí tiene una simbología: utiliza bien tus oídos y olfato, si lo precisas, esgrime las armas que domines y tu presencia será respetada. Deseo que el colgante de marfil te dé mucha suerte y sabiduría.
Rebeca desde pequeña destacaba por su perspicacia y curiosidad. Esos atributos se habían reforzado. Llevaba ya unos años trabajando para la librería de la familia en la búsqueda de libros valiosos. Estaba de sobra instruida.
Si verificaba que el libro era el original ¿Cuál sería el siguiente paso?
miércoles, 25 de septiembre de 2013
INFERNOS
“Allí donde hay mucha luz, la sombra es más negra” Goethe.
Un viento tempestuoso sacude el entorno. Tras la ventana, los arboles se doblegan ante su poder perdiendo parte de su follaje. Enormes gotas salpican el cristal hasta que se desata la tormenta, feroz. En pocos minutos el agua corre y arremete todo a su paso. El cielo se ilumina incesante con rayos serpentinos acompañados, después de unos segundos, de ensordecedores truenos.
Daniel, el interno número 7, saldría a la intemperie y tomaría un puñado de tierra embarrada para cubrir el rostro, pero no puede. Se arrastra hasta la esquina de la habitación y en posición fetal tapa sus oídos con sus manos. Permanece así por largo tiempo. Afuera los cuatro elementos se manifiestan con el más violento de sus semblantes.
Daniel está alejado del orbe. Sólo rompe su silencio con la tabla de Nalvage. Hace mucho tiempo en un viaje de turbulentos sufrimientos, Miguel le desveló el lenguaje enoquiano y los secretos de la tabla. Él fue el elegido para interpretarla y tutelarla. Sabe que un poderoso enemigo se la quiere arrebatar. Está preparado, en cualquier momento aparecería y el desafío sería definitivo. No siempre conoce el instante pero esta vez las señales son latentes, próximas al solsticio. La tabla, el lenguaje y las señales eran sus peores demonios a la vez que su mejor bendición.
Debería prepararse para el enfrentamiento pero su alma inquieta no le permite serenar el ánimo. El mundo de silencio en el que lleva inmerso tanto tiempo le había hecho olvidar el peligro. Aquel que en su día fuera su mayor aliado hoy es el peor de sus enemigos. . Ambos navegan en el mismo cosmos y de vez en cuando, sin remedio, sus caminos se cruzan. Se conocen muy bien y pueden prever los movimientos del contrincante como los de ellos mismos.
Los tambores de la naturaleza anuncian la próxima contienda. Esta vez la diferencia estriba en que hace mucho tiempo de la última reyerta. Aquella batalla de monstruos con ojos sibilinos fue tan dura que casi acabó con su aliento. Sucumbía al abatimiento pues cada vez serían más temibles los asaltos.
Y como el samurái ante la oculta luna prepara la armadura, la katana y la montura. Sabe de la flor perfecta y del copo de nieve irrepetible pero también conoce el fuego que destruye y libera.
Otro terrible dolor de cabeza. Sus ojos le piden oscuridad; con lentitud sus párpados se adecuan, las piernas le flaquean. Vuelve a acomodarse en el suelo. Desearía que sus caminos no volvieran a cruzarse pero es mejor acabar con todo de una vez. Teme la derrota. Ambos son Principados en la Cábala, aunque es anodina la nomenclatura, son enemigos a una misma altura.
Al final del pasillo, Doc, como así le llaman sus pacientes, está preocupado. El interno de la habitación 7 se muestra muy inquieto. Han vuelto los fuertes dolores de cabeza y las náuseas. Según el informe del hospital cuando llegó allí tenía múltiples traumatismos y exhibía una violencia incontrolable a pesar de su lamentable estado físico. Al desconocer su origen, le trasladaron del hospital al psiquiátrico. Desde entonces había sido un remanso de paz, casi siempre reticente. Le costó hipnotizarle y cuando lo hizo escuchó su épica historia, una fantástica alucinación. Las veces que le ha vuelto a poner en trance nada se altera en su relato, siempre los mismos datos, los mismos miedos y las mismas inquietudes. Hace pocas jornadas, en la sesión de terapia habitual, ha revelado que la lucha se acerca. El pánico se ha apoderado de él. A penas duerme y después de unos días los síntomas de agotamiento son evidentes. Se aferra a una especie de medallón de madera, no más grande que la palma de la mano, lleno de símbolos. Llegó con él y lo lleva consigo a todos lados. En una de las sesiones reveló su secreto: el día que le fuera arrebatada la tabla de Nalvage— así llama a dicho medallón— aquel al que teme habría ganado.
Desde el principio el diagnostico fue claro: tenía un trastorno de identidad disociativa. En pocas de las sesiones ha aparecido el otro ego y, las veces que lo ha hecho, nada tiene que ver con Daniel. En una de las conversaciones de hipnosis apareció un ente soberbio, imperturbable y pérfido, con mirada oscura y de un brillo maquiavélico. Tan solo expresó que el desenlace estaba cerca y que Daniel sucumbiría en la derrota.
La noche cae y el escenario tétrico de lluvia y tormenta continúa. Daniel ignora el tiempo que lleva tumbado en el suelo. Abre su mano y pone sobre su frente la tabla. Tras una letanía de palabras incomprensibles posa la tabla en la palma de la mano izquierda y con el dedo índice de la derecha recorre alguno de los símbolos. Las instrucciones son claras: es el final, uno u otro debe morir.
La habitación se ilumina con un rayo, no está solo. En la otra esquina una figura en cuclillas le observa desde la sombra y oye una voz profunda y pausada:
- Hola Daniel. Me ha costado encontrarte. Ha pasado tiempo pero sabías que este instante tarde o temprano llegaría. Sabes lo que busco. Podemos acabar pronto, me lo das y enviaré tu alma con los tuyos, sin sufrimientos ni lucha.
- Azael, tú también sabes que no puedo darte lo que buscas sin combatir por ello. Pero por fin hoy todo acabará. Marcharé con los míos o tú con los tuyos, al mismo infierno.
Otro relámpago ilumina el cuarto, ambos hombres se han levantado y están de frente. Giran en la habitación al mismo compás. El resplandor revela que el intruso lleva en su mano una especie de daga.
El dolor de cabeza ha cesado. Daniel ha sido invadido por un halo extraño tras arrastrar su dedo por la tabla de Nalvage que continúa en su mano izquierda, apretada. La primera envestida de la daga la elude con cierta facilidad, golpeando el costado del contrincante al desplazarse al lado derecho. Este no muestra dolor:
- Veo que estás más instruido —con una sonrisa malévola.
- Azael—Daniel arrastra la voz con cada sílaba—, no pienses ni por un instante que te será fácil arrebatármela.
La lucha desaforada se acrecienta y la habitación se llena de sombras iluminadas por breves destellos. Los golpes se atenúan con el sonido incesante de la tormenta. En una de las envestidas un destello ilumina la estancia y la sombra emula una figura humana con unas alas desplegadas. A continuación, un fuerte trueno hace retumbar los cristales. Todo ha acabado.
Por la mañana, Doc entra en la habitación, los pocos enseres están hechos añicos. Daniel está de pie mirando por la ventana. Afuera todo está lleno de hojas y ramas rotas, la tierra está encharcada. Le pregunta por lo ocurrido. Daniel se gira y mira a Doc con apacibilidad, algo ha cambiado. Se acerca, extiende su mano en la que reposa el medallón que porta desde el principio. Doc lo mira y advierte que ya no tiene los símbolos, es tan solo un pedazo de madera inerte. Daniel se lo da y con templanza contesta:
- Ya no me duele la cabeza, me siento mejor. La tormenta también se desató en mi habitación pero hoy sale el sol con más fuerza que nunca. Podemos continuar con la terapia Doc. Azael no volverá a molestarnos.
En una de las esquinas un polvillo semejante a cenizas se extiende por las baldosas y varias gotas rojas salpican el suelo y parte de la pared.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
EL JABÓN DE LA ABUELA.
No existe la felicidad. A lo largo de la vida hay briznas de dicha que se deshacen como jabón. Miguel Delibes.
Allá por 1613, en una humilde morada con dos habitaciones, María, La Hechicera, anda aquella mañana distraída e inquieta. La abuela vaticinó el encuentro de ella con aquel al que llamaba el guardián. Poco sabía de tal caballero, tan sólo que sería parte importante de su vida. A ambos les uniría el corazón y una misión que saldría a la luz en el futuro.
María agachada sobre el puchero en la lumbre, da vueltas a una solución viscosa y blanquecina. Su falda de paño arremangada y sujeta a ambos lados de la cintura. Los pies descalzos como la mayoría de las veces. Unas gotas de humedad resbalan por su frente y son restañadas por el dorso de su mano. El continuo movimiento y el calor del fuego hacen la tarea sofocante. Parte del corpiño y la blusa desabrochados, dejando entrever sus turgentes senos; está sola, no hay porque tener decoro.
Cuando algo la inquieta siempre se pone a hacer jabón como lo hacía la abuela. Aquel ritual la une a ella. Es uno de esos recuerdos de la niñez que no se olvidan, acompañados de aromas concretos. Como si siguieran haciendo ambas dicha tarea, juntas, a pesar de que habían pasado unos años desde su desaparición. La serenaba en momentos de incertidumbre y aquel era uno de esos instantes. Cuando el día antes echó la suerte de habas al caballero, por intuición o revelación ancestral, supo que él era el guardián.
La noche del día de ayer, cuando conoció a Miguel y después de que se marchara, cogió agua de lluvia y la mezcló con las cenizas de hojas de laurel que guardaba en un cuenco de madera. Una vez obtenida la mezcla, la dejó reposar toda la noche. A la hora del Ángelus, cuando las campanas de la catedral tañían, María echó una patata en la mezcla de agua y ceniza; la patata flotó hasta la mitad indicando que ya estaba lista para su utilización, tenía la concentración adecuada; tamizó la mezcla con un paño, despacio, pues era corrosiva. La abuela llamaba a dicha mezcla al-qaly que era lo mismo que ceniza en árabe. Cogió de uno de los estantes un cántaro con az-zait o jugo de aceituna como ella también siempre decía. Sacó la misma proporción de la disolución de agua y ceniza y aceite, y mezcló ambas en el puchero. Sin dejar de remover, la disolución adquirió una textura cremosa. Una vez hecha toda la mixtura, depositó el puchero en la lumbre.
En esas andaba, con cada vuelta en el puchero con la cuchara de madera un pensamiento, una inquietud, un pálpito. Ansiaba descubrir todo sobre él. Miguel era el guardián. Fornido, de ojos sagaces, cabellos largos y ensortijados que invitaban a enredarse en ellos. Pero lo que le atraía eran sus manos grandes y huesudas; tuvo ganas de acariciar aquella profunda cicatriz en su mano derecha, en forma de media luna. Hasta ayer no se conocían de nada pero sintió un amarre inexplicable que les ataría de por vida. Siempre su sexto sentido la advertía de quien desconfiar a primera vista y en quien fiarse al primer respiro. Sabía que podía encomendarse a él. El amarre le percibió tal y como Inés se lo reveló hace ya demasiado tiempo.
Retiró el puchero del fuego con dos paños y lo colocó en la mesa sobre una tabla para poner los cacharros calientes. Se acercó al tarro donde guardaba las flores de espliego y tomó un puñado que esparció sobre la mixtura removiéndola. El aroma que se desprendió inundó la estancia. Se quedó quieta, absorbiendo dicho aroma con una profunda inspiración, no pudo evitarlo y en un susurro pronuncio unas palabras:
- Hola abuela. Protégeme siempre y no me abandones—con ojos vidriosos—. ¡Te echo tanto de menos! Contigo nunca había incertidumbres ni miedos.
Se acercó a un lado de la lumbre donde reposaba un cajón de madera desgastado. Sobre aquel cajón echó la mixtura. Ya sólo quedaba dejarlo reposar hasta que el jabón estuviera duro y dispuesto para cortar. Ella también se bañaba con aquellos pedazos de jabón desde la infancia, igual que la abuela Inés.
Inés, la hechicera, de la que heredó su apodo, decía que el jabón de lavanda protegía de los insectos, eliminaba tensiones y limpiaba la piel de granos, realces y quemaduras. También decía que su aroma producía en el hombre una sensación de euforia, de placidez.
En un día de lluvia de 1601, la abuela Inés fue detenida por la Santa Inquisición acusada de envenenamiento y hechicería. Jamás volvió a verla. En su humilde posición social era inteligente, avanzada para su época, un libro de sabiduría atávica. María nunca llegaría a ser como ella aunque lo intentaba. Sentía una admiración profunda hacia aquella mujer menuda, de ojos astutos y piel ebúrnea.
Dejó de deambular con la mente y se metió en el cuarto que servía de dormitorio. Echó agua en el barreño de madera, cogió un pequeño paño y un trozo de jabón usado. Terminó de desabrocharse el corpiño, dejó caer la falda y se quitó la camisa que la cubría todo el cuerpo. Ya desnuda y en el barreño, mojó el paño y lo frotó en el jabón. Estaba sudada y necesitaba cubrir cada centímetro de su piel de aroma a espliego. Empezó por los brazos y luego por el torso, deleitándose en los senos que se erizaron. Continuó por las piernas para terminar en su sexo. Salió del barreño y cubrió su nívea piel con un gran paño. Se sentía mejor, más serena, como Inés señalaba, el espliego alejaba el desasosiego.
Miguel había despertado en ella una exaltación que no se explicaba, nadie hasta ahora lo había hecho. Ansiaba el instante de volverle a ver. Había lucubrado miles de veces con la imagen del guardián, ahora conocía su rostro y no la había decepcionado. Sus corazones efectivamente estaban unidos, él lo ignorara aunque estaba segura que su alma también partió inquieta tras conocerla. Eran los guardianes, el momento de las respuestas se acercaba. Estaba contenta pero inquieta ante las esperadas lunas.
jueves, 29 de agosto de 2013
DESEOS INCONFESABLES.
Ya en su habitación, tras la cita con Samuel, se pone su camisola y se tumba en la cama. Enciende las luces, aquellas titilantes bombillas son como sus instintos, cálidas, efervescentes. Sabe que Samuel se ha perturbado y ella también. Nada le hubiera gustado más que continuar con el juego de seducción. En su mente aún resuena la canción que sonaba de fondo cuando se besaron, Placebo, Running up that hill. Ella comienza a rozarse pensando en él, esta excitada, aquel juego le atrae. Desde sus pechos va bajando lentamente las manos con suaves caricias. Saldará la jornada recreándose con su propio cuerpo pero con la mente ensartada en los fuertes brazos de él. Pudo notar su musculatura cuando se aproximaron, besándose en el callejón como adolescentes. Un gemido esbozado en sus labios exhibe donde están llegando sus caricias. Un torrente de húmedo deseo desemboca entre sus manos. Se pone de lado, su mano suspendida sobre el colchón, cansada. Tira de las cómplices sábanas cubriendo su secreto, dejando sus pies descalzos, al descubierto. Su largo pelo oculta la cara y esa sonrisa taimada. Pronto el juego de seducción culminará con ambos, inherentes.
martes, 23 de julio de 2013
MURASAKI
"La coquetería es la conquista del espíritu por los sentidos." Coco Chanel.
No me apetecía arreglarme para la habitual salida del mes a un restaurante de categoría. Estaba tirada en el sofá viendo una película con un refresco y palomitas. Las últimas reuniones del grupo siempre terminaban igual, de copas, alguno que otro con niveles superiores etílicos y oyendo las frustraciones encubiertas de cada uno.
Suena el móvil, es Esther para concretar lugar y hora. Al menos algo ha cambiado, estamos invitados a la inauguración de un nuevo restaurante de un amigo de Raphael. Con desgana, me ducho para arreglarme. Recojo mi pelo caoba en un moño informal. Pantalón blanco con bastante caída, de esos vaporosos para las noches de verano; camisa negra, sin mangas, de gasa, con adornos minimalistas de lentejuelas también en negro; y para los pies sandalias de cuña azabaches. Necesito ir cómoda y elegante aunque regresaré como siempre, con una sensación frívola y extraña de haber desaprovechado el tiempo.
A la hora concretada estamos en la puerta del Murasaki. Es un restaurante intimista, con una exigua barra adornada con vasos de cristal eclipses con velas y unos pequeños cestitos con florecillas blancas y violetas. Traspasada la barra hay unas diez mesas como mucho, en un lado la escalera que conduce al piso de abajo donde, imagino, habrá para más comensales. Predomina el blanco salpicado con detalles violetas como las florecillas. Tras un rato estoy agobiada de la cantidad de personal que ha acudido al evento. Es un no parar de fábulas y risas aunque los aperitivos que bullen entre los invitados son una maravilla. He tomado calamares a la romana con alioli de citronela, foie-gras con higos, cebiche con cerezas y algo que me ha dejado sin aliento, ostras con granizado de manzana.
Raphael va y viene a mi lado, según él, ¡Estoy impresionante! Sus lisonjas no me valen, ya sabemos lo que busca en las noches de reunión. Es una persona autentica, con buenos fondos, pero en el plano sentimental de una inmadurez infinita. Me gustan los hombres que saben lo que quieren y luchan para conquistarlo.
Tras un par de horas de presentaciones, risas y exquisiteces, el restaurante se va despejando. En un descuido, me alejo de mi grupo y me siento junto a la barra en una silla- taburete, me atormentan los pies. También me duele la comisura de los labios de tanta sonrisa y trivialidad. Otra velada más sin nada interesante en el horizonte.
Un hombre de aproximadamente mi misma edad, con rapidez, se acerca. Me llena una copa con vino blanco y me ofrece algo con apariencia dulce. Le pregunto qué es y él, con desparpajo, me explica que es manzana asada con nata, vainilla y cardamomo. Raphael se aproxima, me presenta a aquel hombre de extraña chaquetilla con cuello mao, es el chef del restaurante. Le saludo ante la presentación y entablamos una liviana conversación sobre lo delicioso de todos los aperitivos. El chef me agradece mis halagos. Raphael se vuelve a marchar.
Tras un rato de conversación el chef me invita a ir al salón de abajo. Ya somos pocos los que quedamos, apenas una docena. Dudo en acompañarle, su mirada de un azul cielo me solivianta. En un arrebato decido seguirlo. Bajamos una estrecha escalera. Cuando al fin llegamos al subterráneo descubro, sorprendida, un comedor con no más de cuatro mesas. La luz es de un anaranjado tenue simulando a la de las velas. En uno de los lados, la pared antigua de ladrillo ha sido aprovechada para dar un aire arcaico a la estancia. En la esquina derecha hay un entarimado de madera sobre el que descansa un juego de piezas de porcelana y, entre dichas piezas, unas flores de lavanda desprenden un aroma penetrante. En la pared de ladrillo una lámina con caracteres japoneses con flores alrededor también en tonos violáceos.
Observa con intensidad, me hace saber que lleva toda la noche persiguiéndome con su mirada, desde el instante en que entré por la puerta. No ha sido fácil llegar hasta mí. Cuando me senté en el taburete pensó que era en ese momento o nunca. Estoy sorprendida, adulada. Su tez morena y su cabello negro contrastan con la claridad de sus ojos. Siento un escalofrío y mi piel se eriza. Casi estamos en silencio oyendo nuestras respiraciones, parece que sólo quedáramos nosotros. El parloteo de arriba se ha esfumado. Inspiro y cierro los ojos, me está envolviendo una nebulosa inexplicable, tengo la sensación de estar viajado a otra época. Abrahán, que así se llama el chef, ¿Me está seduciendo?
Su voz profunda me pregunta que si sé lo qué significa Murasaki. Ante mi negativa comienza a explicarme que es el nombre dado al color morado en Japón. El purpureo simboliza la sabiduría y la creatividad. Me cuenta con emoción que es un color poderoso para la psique, que estimula la imaginación y la intuición, ahuyenta los miedos y relaja. Siento un profundo calor y decido acercarme al entarimado dándole la espalda. Oigo como sus pasos me persiguen muy de cerca. Su aliento en mi nuca, inspira mi aroma. La noche, en principio tediosa, está tomando tintes versátiles. Me sigue hablando, las piezas son de porcelana Noritake también salpicadas de malva sobre blanco; es una porcelana japonesa de 1913 adaptada a los gustos anglosajones. Esas piezas son como tú fascinantes, soberbias, fulgurantes.
Me vuelvo y la distancia entre nosotros es casi inexistente. Una excitación latente me invade. Veo con sorpresa como levanta su mano y arrastra sus dedos por mi brazo. Acerca su boca a mi oído y en un susurro me dice que le gustaría seguir compartiendo la noche conmigo aunque tan sólo sea para seguir conversando del Murasaki. Al hablar su boca roza mi oreja y mi respiración se acelera. Oigo como desde arriba me llaman, alguien baja por la escalera. En un instante ambos nos separamos.
Esther ha roto la magia del momento. Nuestros ojos siguen fijos el uno en el otro. Tras un cruce de palabras sobre la opinión del íntimo comedor subterráneo, me dice que es hora de marcharnos, vamos a tomar unas copas al local de moda del verano. Abrahán torna su expresión frustrada. Comienzo a subir las escaleras y percibo como me acompaña su mirada.
No pienso acabar la noche con esa sensación frívola y extraña de perder el tiempo. Me despido de mis amigos diciéndoles que estoy cansada. El chef también ha subido. Me acerco a su oído y le susurro que le esperaré fuera, qué no se demore. Su expresión se vuelve febril, coge una florecilla de los cestos y me la prende en el pelo. Él me vuelve a murmurar que me queda perfecta, como yo, sublime. La noche promete aroma a lavanda y violáceos fuegos artificiales.
miércoles, 3 de julio de 2013
NARVAL, LA MUJER INUIT.
“No sabrás quien es tu amigo antes de que se rompa el hielo” Proverbio Esquimal.
Sofía decía que hay que salir siempre arreglada de casa y con la mejor de las sonrisas, ¡Nunca se sabe lo qué te puedes encontrar, hasta en la panadería! Desde que ella me dejó por el caballero de la tahona, es decir, el panadero, nada había sido lo mismo. Su consejo me sonó a vano, hoy tenía sentido. Decidí llevar la contraria a todas sus recomendaciones. En vez de afrontar mi desafecto me dedicaba a comer, beber y estar hecho una piltrafa. Las ojeras me iban a juego con las ropas desalineadas.
Por las tardes decidí unirme a un grupo de voluntarios para recolectar alimentos. Allí fue donde conocí a Narval. Al principio pensé que era un chico. Llevaba siempre un gorro de lana con una pequeña visera embutido hasta las cejas, la cabeza siempre gacha, una sudadera enorme con capucha y vaqueros. Su aspecto era de tristeza, siempre cabizbaja. En una de las jornadas nos cogieron para colocar latas. El encargado nos presentó.
- Narval este es Marcos. Hoy trabajaréis juntos, así le podrás instruir en cómo va el tema. —dirigiéndose a mí— Narval es una de nuestras mejores voluntarias. Espero que llegues a formar parte de nuestra gran familia como ella. ¿Cuántos años llevas con nosotros Narval?
- Hola Marcos. —estrechándome la mano— ya son siete años jefe.
- Es una magnífica trabajadora. —ante mi cara de pasmo— ¡Qué no te engañe su aspecto taciturno! Es sólo su disfraz místico.
Al alargar su mano vi en la muñeca un pequeño tatuaje de un narval. Imaginé que de ahí su seudónimo. Por un breve instante, nuestras miradas se cruzaron, sus ojos rasgados y de pestañas espesas, eran una mezcla de trigo verde y oro. Me sorprendí al descubrir que era una mujer, tal vez, un poco más joven que yo pero no demasiado.
En la nave donde se almacenaban los alimentos hacía bastante frío pero tras un par de horas colocando cajas pesadas ella se quito el gorro, dejando al aire una larga cabellera azabache y cobre. Aquella imagen con su pelo liso me pareció épica. Tras las ropas mediocres se ocultaba una resplandeciente mujer, una diosa.
A las ocho el encargado nos indicó el final de la jornada. Era otoño y ya había oscurecido. Hacía una noche excepcional. La luna era inmensa. A la par tomamos la misma dirección. Andamos juntos el camino y para romper el hielo le hable de mi sorpresa ante su nombre.
Ella con una leve sonrisa me contó que su abuelo era cazador y le contaba leyendas sobre los narvales o unicornios del mar, de su poder mágico para curar envenenamientos y melancolías. Pero no anduvimos demasiado cuando ella se despidió tomando otra dirección.
Llegué a casa exhausto pero con la sensación de un trabajo que llenaba mi decepcionante ánimo. Me fui derecho a la nevera. Cené un trozo de pizza y un par de birras. Ya en el sofá tirado puse la televisión y, como era habitual, no había nada de gran interés.
Cogí mi magnífico móvil y busque en google “Narval”. La mitología inuit habla de una mujer que salió a cazar y fue arrastrada a las profundidades del mar convirtiéndose en narval. Su larga cabellera negra se enroscó en el cuerno dándole esa torsión en espiral propia de dicho animal. Aparecía una imagen de un grupo de esquimales, entre ellos una joven con el rostro rodeado con una capucha de piel blanca. ¡Eran sus rasgos! Me di cuenta que sus fisonomía étnica delataba que era esquimal o descendía de ellos. Me quedé dormido en el sofá lucubrando sobre los inuit y sus leyendas.
Al día siguiente ansiaba el instante de trabajar. A la hora precisa ya estaba en la nave. Volvieron a ponernos juntos a colocar cajas de botes de conservas. A penas cruzamos palabra, sólo los saludos de rigor. Pero ella fijó su racial mirada y me regaló una leve sonrisa con sus labios gruesos y rubicundos. Me sentí henchido de emoción.
Moviendo una de aquellas cajas un sonido extraño comenzó a zumbar. En una de las esquinas donde se apilaban las cajas había un panal. Alrededor se llenó de abejas y en un breve instante note varios picotazos en la cara y las manos. ¡Soy alérgico! No tardé en notar como el pulso se aceleraba y la respiración se me estaba volviendo fatigosa. Entré en pánico. Narval se acercó a mí y me dijo que me tranquilizara. Le describí nervioso que era otoño y no llevaba el autoinyectador de adrenalina y que si me empeoraba podía incluso perder el conocimiento.
Ella tomó mi mano y tirando me alejó del panal. Me sentó sobre un palé. Llevó su dedo índice a sus labios y me mandó callar. Yo notaba como cada vez me faltaba más el aire. Me estaba desencajando. Entonces, con mis ojos desorbitados, vi como Narval llevó su mano derecha y posó sus dedos índice y corazón sobre el tatuaje de su muñeca izquierda. A continuación posó sobre mi frente la palma de la mano izquierda. Noté como un hormigueo invadía mi cuerpo desde la cabeza. El pulso comenzó a ralentizarse. Mis pulmones se expandieron llenándose de aire fresco. Estaba perplejo, ¿Cómo lo había hecho?
Supongo que intuyó mi confusión. Volvimos a cruzar nuestras miradas y una nueva sonrisa apareció en su rostro.
- No me llaman Narval sólo por las leyendas de mi abuelo. Desciendo por parte de mi madre de los inuit. Mi abuelo fue un gran angakok en Alaska. Desde pequeña él supo que había heredado sus poderes.
- ¿Qué es un angakok? —aún estaba confuso.
- Es, para que me entiendas, un chaman. Las mujeres inuit con dichos atributos nos llaman muktuk. Tengo la capacidad de curar ciertos sufrimientos humanos como la intoxicación. En la tradición esquimal se dice que el narval curaba los envenenamientos, de ahí el nombre que me otorgó el abuelo.
- Un placer haberte conocido muktuk y una magia que estuvieras a mi lado. — Tomé su mano, la acerqué a mis labios y besé su tatuaje.
Aquellos ojos rasgados, de pestañas espesas y campos de trigo verde y oro destilaron un brillo fulgente. Su tímida sonrisa estalló en una carcajada mientras su larga cabellera se balanceaba. Humedeció sus labios y sus palabras fueron un sereno ensayo.
- Querido Marcos creo que esto puede ser el inicio de una auténtica amistad. Aún no se sabe que océanos surcaremos. Tal vez cuando llegue el invierno con Qanik (nieve) percibiremos que melodía tararean nuestros corazones.
miércoles, 19 de junio de 2013
LA FOTOGRAFÍA
“El destino, el azar, los dioses, no suelen mandar grandes emisarios en caballo blanco, ni en el correo del Zar. El destino, en todas sus versiones, utiliza siempre heraldos humildes.” Francisco Umbral
Hacia una tarde maravillosa de otoño, el vientecillo álgido se anulaba por el calor del sol y viceversa. Por ley de vida los años que nos quedan cuando te jubilas ya son muchos menos que los vividos. Todos los días Íñigo sale a pasear con su esposa Carmen pero hoy no se encontraba muy bien. Se ha ido solo.
Hay un gran revuelo en la ciudad, es viernes. A lo largo de muchos meses se han soportado multitud de obras en una de las entradas principales a la urbe, la que nos une con la capital, Madrid. Esta tarde iba a ser la clausura de ellas, con la colocación de una gigantesca estatua de bronce en la rotonda. La figura es del rey Alfonso VI a tamaño gigantesco sobre un imponente corcel, con la espada en alto, sujetando ésta no por el puño sino por el filo. Así el arma se trasformara en una desafiante cruz.
Hay muchísima gente por todos los alrededores viendo, con curiosidad, como colocan al distinguido Rey con una grúa monumental. Cuando ya está en su lugar, todos los dignatarios que se han acercado ante inusual evento, dan por clausurada e inaugurada la entrada, marchándose con viento fresco. Íñigo está por los alrededores pero sin acercarse demasiado, ni entrar en barullos.
Íñigo y Carmen han tenido una experiencia con las aglomeraciones que les ha traumatizado. A los dos días de la jubilación, su esposa y él decidieron ir de compras por la zona centro de Madrid. En uno de los tumultos habituales de gente, a él le robaron la cartera. El enfado monumental no fue por el dinero, que era poco, ni por la documentación que aunque es un trastorno se vuelve a tramitar, sino por el hecho en si y también por la perdida de unas fotos familiares antiguas. Dichas fotos eran de gran estima para él, sobre todo la de su padre, era el único retrato que conservaba de él. Carmen le recriminó llevar un objeto de tanto valor sentimental en la cartera pero siempre la había llevado consigo.
Uno se siente impotente en estas situaciones. Durante un tiempo miraba a todo el mundo con sospecha, y más a indigentes y emigrantes. Cuando somos víctimas de una fechoría todas las culpas se las llevan ellos. Luego ya pensándolo con calma y pasada la tempestad, evidentemente caes en la cuenta que el ratero podía haber sido cualquiera, un “currito” normal de los que circulaban, una persona bien vestida, una mujer embarazada, una monja ¡Vete a saber!
Apenas conoció a su padre. Murió en 1949 cuando Íñigo tenía diez años y solo disfrutó de su presencia unos meses. Le dejaron salir de la cárcel sabiendo que los días que le quedaban eran escasos como consecuencia de una tuberculosis. La calidad de vida era infame en la prisión y en los túneles que excavaban los presos políticos para hacer la inacabada línea del ferrocarril directo Madrid-Burgo, en los municipios de la sierra madrileña como Miraflores, Valdemanco, Chamartín, etc.
En aquellos tiempos y con las calamidades que se pasaron no había dinero para fotos y entretenimientos. La fotografía de su padre, según le contó su madre, se la hicieron en el patio de una gran finca donde trabajó antes de llegar la guerra; allí estuvo una temporada haciendo pozos de agua. Su padre era barrenero, algo así como cantero o minero. El retrato, evidentemente en blanco y negro, había adquirido con los años unos tonos sepia como la mayoría de los documentos antiguos. Mostraba a un hombre alto, de extremada delgadez acentuada por un mono de trabajo oscuro, moreno y con el pelo repeinado, un cigarrillo en la mano izquierda, de porte orgulloso y con una leve sonrisa.
Sentía la pérdida como irreparable. Lo poco que le quedaba de su padre, se lo habían arrebatado como si le hubieran arrancado un dedo. Su único legado era esa foto y unos cuadernillos que escribió mientras estuvo en aquella prisión.
Ya cuando casi todo el mundo se ha marchado de la inauguración Íñigo se acerca al monumento en cuestión. La verdad es que la estatua es magnífica y la rotonda ha quedado estupenda con aquel verdor del césped salpicado de pequeños lunares de colores, efecto de los arbustos de florerillas distribuidos acá y allá. Hacía tiempo que la ciudad necesitaba un acceso así, un alto en el asfalto, aceras y farolas. Mira el reloj, no se ha dado cuenta, lleva allí casi dos horas. Carmen seguro que se está preguntando por dónde anda. Va hacia la derecha para cruzar por el paso de peatones y justo cuando se dispone a hacerlo alguien le llama a lo lejos.
- Íñigo, Íñigo.
Se gira y de momento no reconoce a la persona que le llama, pero según se acerca poco a poco...
- Pedro ¡Por Dios! No te he reconocido, hace tantos años que no nos vemos.
- Íñigo qué alegría que me da verte. ¿Cómo estas, y la familia, y tu madre?
- Estamos todos bien dentro de lo que cabe. Mi madre ya muy mayor, con noventa años, imagínate. Y nosotros empezando a vivir de nuevo, ya estoy jubilado. Los chicos se casaron y cada cual tiene su vida. ¿Y tus padres?
- Mi madre, por desgracia, falleció pero Cipriano ahí está, bien pero también muy viejecillo. Cuando le cuente que te he visto no se lo va a creer, que casualidad. ¿Sabes? El otro día, suele mi padre mirar las fotos de antes, para recordar viejos tiempos y por supuesto, ver a mi madre. Precisamente hablamos de vosotros cuando vimos una vieja foto de tu padre y el mío en la finca de los Rosales, cuando estuvieron haciendo los pozos de agua.
Íñigo siente como una alegría inimaginable le desborda.
- ¿No me digas qué tienes una fotografía de mi padre? ¡No me lo puedo creer! Es maravilloso.
- Sí, qué tiempos aquellos. No se tenía ni para comer pero la amistad era algo estupendo. Se convivía con los vecinos y amigos, te divertías. Aquellas noches de verano a las puertas de las casas hasta las tantas, charlando. Tú y yo junto con Tomás haciendo de las nuestras, más de un tirón de orejas nos hemos llevado. ¿Verdad? Eso se ha perdido hoy.
- Esa camaradería ya no existe. ¡No me lo puedo creer! Si te cuento que hace unos días me robaron la cartera junto con la única foto de mi padre que tenia y que estoy desolado por la perdida ¿Qué me dices?
- Pues que el destino nos ha unido para remediar el agravio. Cuando quieras pásate por casa, te dejamos la fotografía y te la llevas para hacer quince mil copias. —Con una gran carcajada— Seguimos viviendo en el casco viejo donde nos mudamos después de dejar la casa donde vivíamos con tus padres.
- Mañana mismo me paso, si no os importa. Así nos vemos un poco y charlamos de viejos tiempos. ¡Qué alegría me has dado!
- Bueno pues hasta mañana, traite también a Carmen. El viejo Cipriano se va alegrar muchísimo de volveros a ver.
- Hasta mañana.
Y así es como Íñigo regresa a casa como un crío con juguete nuevo. Ha recuperado uno de los objetos más valiosos que ya le daba irremediablemente por perdido. Va pensando: Cuándo le cuente a Carmen lo ocurrido ¡No se lo va a creer! Ha anochecido y aún parece que el ambiente y la temperatura son más agradables; maravillosa e inolvidable tarde de otoño. Tal vez el Rey Alfonso VI con su espada en desafiante forma de cruz le ha traído suerte. No olvidará la inauguración de la rotonda.
miércoles, 12 de junio de 2013
SILENCIO, INTROSPECCIÓN, ECLIPSE.
“Algo hay tan evidente como la muerte y es la vida.” Charles Chaplin
Tenía que entregar un nuevo trabajo. Las palabras estaban mudas, no querían gritar al mundo su melancolía. Se sentía obligada a seguir sus consejos: perseverancia y trabajo. La voz grave de su mecenas ya no estaba para alentarla. Todo había sido inesperado, rápido, vertiginoso. Las hilanderas del destino, esas moiras despiadadas, escindieron su hilo.
Cogió uno de sus libros, aquel donde se cobijaba en los malos instantes. La brisa mecía las copas de los arboles mientras Ada lee hora tras hora. El postergado amanecer enajena la habitación. Ha pasado la noche leyendo. El insomnio la permite refugiarse en las palabras y con ello, dar alas a su mente para no cargarla de desaliento. Uno de sus libros favoritos para estas épocas de incertidumbres es “Los pasajes de Noam”; Noam es el personaje principal de la novela y tras trepidantes viajes lleno de sorpresas y luchas, se retira.
“…Silencio, introspección, eclipse. Sucumbe la noche. Pasa el tiempo y aún en la pequeña madriguera se hace más fuerte. Hace un tiempo en una noche mágica él le dio su legado: vigila mientras surge ese destello que esperas. Cuando aparezca, estarás preparado. Así lo ha hecho, no ha desistido en su empeño ni en los peores momentos.
Aprendió a tener paciencia, a sopesar lo importante y lo liviano, a sentir el aire en el momento que penetra. Otro otoño cubre de hojas el sendero pero no son las mismas que en tiempos pasados. Oye sus quejidos al caer y pisarlas en el suelo. Antes le afectaba su lamento pero juzgó que todo tiene que sucumbir para progresar. También hay hojas que se lamentan aún sin haberlas aplastado sólo por escuchar su voz en el tumulto.
Estridente, sosegado, dulce. La melodía del viento acompasado por los violines de los druidas. Ellos miran las estrellas para iluminar su mirada, ven la perspectiva de muchas madrigueras. La fuerza es de los que acallan y luchan en el anonimato, sin meter ruido, sin quejas. Las sonrisas no valen plata pero algunos han olvidado cómo se ríe.
Las Ínfulas han de ser escindidas. La humildad es la victoria del guerrero. Esa humildad se aprende tras muchas caídas y vuelta a comenzar el viaje…”
Las palabras del libro la sosiegan, como si él susurrara consejos en sus oídos. Deja que su mente tome la iniciativa. Algo de soslayo le suena en las frases, como un Déjá Vu. Coge el ordenador y deja que sus dedos vuelen. Comienza a trabajar absorta, embebida. Un extraño impulso la ha invadido y no para hasta terminar. Concluye la tarea sin entender muy bien cómo. Todo debe continuar y además se lo debe a él. Deja sobre el escritorio el archivador.
Se siente cansada. Baja a la cocina y se prepara un humeante café. A través de la ventana contempla la línea entre el firmamento y el océano, la aquieta también los demonios. ¡Le echará de menos! Brinda con la taza al cielo.
- ¡Va por ti maestro! — susurra mientras una leve lágrima se desliza.
Desde ayer las horas han sido interminablemente fulgurantes. Abatida, no sabía muy bien qué hacer. Su amistad venía de unos meses atrás pero acentuada. En las horas que a través del teléfono compartieron anhelos y pretensiones, pocas veces se hablaron temas personales. Respiraban para el arte. Desnudaron su alma exponiendo una sensibilidad original, una creatividad mayúscula. Sólo hubiera deseado seguir compartiendo las expectativas de sus vuelos sobre la tierra. Nadie sabía de sus charlas y ahora poco importaba.
Se quedaría con su recuerdo. Él siempre decía que le gustaban las personas con alma. A esas personas se les perciben más próximas. Así estaría él en su esencia, adherido, cercano. Guardaría sus mensajes en el cajón de las estrellas perdidas. Nadie desaparece hasta que se pronuncia su nombre por última vez. Está segura de que su seudónimo resonará como el eco por mucho tiempo, de amigo en amigo, de corazón en corazón, de notas en sonidos, de su música.
Y así la vida continua respirando impotencia. Todos retomaran sus obligaciones no sin un vacio. Al día siguiente Ada llega al despacho y entrega el archivador. Intercambian miradas y frases de amargo consuelo. Las buenas y valiosas personas alzan pronto las alas. Los violines de los druidas suenan en respeto a las estrellas perdidas.
miércoles, 5 de junio de 2013
EL INEFABLE AROMA DEL CALOR
“¿Por qué es tan difícil querer, siendo tan sumamente fácil desear? Porque en el deseo habla la impotencia, y en el querer la fuerza.” Gustav A. Lindner
Peculiar día el que amaneció. El sol caldea desde primera hora de la mañana, gracias a una brisa húmeda y fresca se atempera un poco el ambiente. Marta tuvo que dejarme su vehículo pues el mío no arrancó. Ella lleva años quejándose de su buen amigo en las tareas de traslado con los niños y la compra. Su coche es maravilloso en invierno pero en el estío es otra historia; el habitáculo pequeño y los cristales inmensos hacen del automóvil un verdadero infierno. Yo siempre la he recriminado lo mismo: antes íbamos seis en un seiscientos y nunca había quejas. Catorce paradas, ocho litros de agua, todo el día para ir de Madrid a la playa y nadie se ha muerto por un poco de calor.
Tras frenética y complicada mañana salgo de la oficina. No recordaba que mi coche me ha dejado tirado y que el pequeño utilitario de Marta está en la esquina, esperando a toda la solanera. ¡Ni que decir lo qué me da cuando subo! Aquello es el infierno. Abro todas las ventanillas y arranco. Sólo tardo en llegar a casa quince minutos, en breve estaré con el bañador puesto y comiendo en el porche tras refrescarme en la piscina. Un pollo asado en remojo. Sonrío, las chorradas que el calor te puede hacer rumiar.
Pero el destino me esperaba en el puente escarneciéndose de mí. Cuando llego a él, el atasco es colosal, los tres carriles ocupados y allí no se mueve ni el aire. Ya no hay marcha atrás. Sólo queda esperar y avanzar con la lentitud de una babosa hasta que pueda salir de aquella trampa.
Pronto el sudor comienza a resbalar por mi frente. Mi espalda no sé si mojada o pegada no deja de transpirar ¡Pobre Marta y pobre de mis chicos! Cuanto podamos compraremos otro coche con climatizador. Éste, acondicionado a la temperatura ambiente y recalentado por el asfalto, está empezando a derretirse.
Miro hacia el suelo de vehículo en cuestión. Bajo el asiento del copiloto algo asoma de color blanco. Me agacho y tiro de ello. A Marta se le debe haber caído uno de sus pañuelos bordados de flores y no se ha dado cuenta. Me dispongo a guardarlo en el bolsillo de la camisa para luego dárselo y un aroma penetrante me llega a la nariz. Su perfume que todo lo impregna. Me encanta este olor, ella siempre ha usado el mismo perfume desde que la conocí, me seduce. Cuando en estas noches de calor se acuesta a mi lado me excita de tal forma que ya no hacen falta palabras, y si además, ella con astucia comienza a rozarme con sus manos, mi piel se transforma en piel de pollo en décimas de segundos. En aquel mismo instante soy su esclavo y sé lo que pretende.
Un pitido me saca de mis pensamientos, ¡Ya ves! Para desplazarme cinco metros no hace falta ponerse como un desalmado. Me muevo y el sol me sigue recalentando. Otra vez aflora el perfume desde el bolsillo de mi camisa. Lo tiene ella tan embebido en su piel que incluso después de bañarse en la piscina sigue oliendo mezclado con el agua y el cloro. ¡A mí me lo van a decir! El otro día tras comer y bañarnos, aprovechando que los niños se habían ido con mi suegra, ella y su olor me llevaron al éxtasis, a la locura, a perderme en su cuerpo.
Otra vez el claxon del pesado de atrás ¡Mira que se puede llegar a incordiar! Estoy yo aquí sólo con mis pensamientos, intentando sobrellevar este ardor que me asfixia, deseando salir del puente ¡Y venga y dale! Otros no paran de fastidiar.
Adelanto otros pocos metros y otra vez parado. ¡Mira qué si Marta me espera y los niños se los ha vuelto a llevar mi suegra! Creo que no voy a comer, directamente a la piscina, la apreso y vuelvo a rematar la faena como el otro día.
Me miro la entrepierna. La situación empieza a ponerse cada vez más ardiente. No sé si es el sol, el asfalto o su perfume pero el termómetro se está disparando.
Cuando llegue espero que tenga ese bikini rojo tan sensual. Me insinúa lo que oculta, con aquellos bultillos sobresaliendo en sus redondos pechos. Creo que me estoy mareando, como no salga pronto del atasco no sé la broma que mi cuerpo me va a gastar ¡Aquí mismo y sólo con mis pensamientos!
Por fin me quedan dos coches para salir de esta puñetera encrucijada ¡Allá voy cómo un loco! Subo la cuesta que me lleva al paraíso. El motor va a estallar. Cojo el volante con una mano y con la otra el móvil:
- Marta ¡Qué voy para allá! Había atasco en el puente.
- Cariño ¿Dónde andas? Estamos aquí esperándote para comer. Ha venido Mama a pasar la tarde.
De un solo tajo mis deseos son seccionados. Como dice el refrán “Las suegras se inventaron porque el diablo no podía estar en todas partes".
miércoles, 29 de mayo de 2013
UNA RANCHERA CON VOZ ROTA
“La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.” Aristóteles.
Siempre decía que la vida es una ranchera cantada con voz rota. La última vez que nos vimos me contaba sus inexpugnables secretos arrancados con unas copas de alcohol. Todavía hoy mi piel se eriza al recordar la pasión en sus palabras y gestos. Su imagen arrasaba donde estuviera aún en la madurez, seductor hasta el final, pero el atractivo no llena corazones.
Poseía un brillo inexplicable en sus índigos ojos a pesar de su cansada mirada. Su cabello hirsuto y tupido comenzaba a entretejerse de plata. La piel como semillas de cacao incitaba al pecado. El cuerpo enjuto aún mantenía una grotesca fuerza. Recuerdo ese cuerpo excesivamente musculado de sus años jóvenes. Esas manos grandes y espigadas capaces de levantar cualquier cosa como si de una pluma se tratara.
En las salidas nocturnas con él, sus manos de vez en cuando, como si necesitara constatar mi presencia, agarraban las mías con nervio. Era su forma de manifestar el cariño hacia mí desde tiempos que apenas recordábamos. Nos conocíamos desde el colegio aunque él era unos años mayor. Su presencia en mi vida había sido a trompicones, aparecía tras largos tiempos de ausencia. Eternamente volvía con una muesca más y una bala menos. Muchas mujeres saborearon sus placeres pero yo era aquella que nunca paladeó su cuerpo y la que más le conocía. Yo era la que escuchaba sus historias.
Decía que en el abismo de sus días estaría sólo, tirado en una cuneta. Yo le replicaba que ahí estaría para recogerle.
- ¡Ay mi niña! Tú no sabes lo que dices— con una fuerte carcajada— no quieras cargar con semejante piltrafa.
Tras una de sus ausencias, en uno de esos días de risas y confidencias, se levantó y me dio un beso en los labios. Ambos nos ruborizamos de aquel instante. Yo no era como las mujeres que ansiaban su cuerpo o buscaban sus placeres. Yo era su amiga, su confidente. Aquel beso fue limpio, profundo, intenso. Jamás volví a saborear tal néctar. Le admiraba. Era generoso, desprendido, fuerte. La fortaleza suele esconder la mayor de las debilidades.
Ayer llegó la noticia, me lo comunicó su hermana. A mucha distancia del hogar, de sus seres queridos, partió. Hoy he recibido una carta. Con una copa sobre la mesa y relente en los ojos leo sus palabras que tañen la despedida:
Hola mi niña:
Necesito compartir contigo mis últimas confidencias. Mi corazón ha sido la brújula de mi alma viajera. Un corazón descentrado que comienza a latir despacio, roto y cansado. Te eximo de la obligación de recogerme en la cuneta de mi existencia.
Tras el roce de muchas manos me quedo con el roce de tus palabras. Siempre me diste el calor que necesité. Has sido el amor de mi vida y la mayor de mis cobardías. Soñé con morderte la boca pero nunca he tenido el coraje de agarrarme a ti, por miedo a hacerte daño. Si te hubiera fallado jamás me lo hubiera perdonado.
Estoy enfermo mi niña, demasiado tequila y rosas. No me llores y no me olvides. Soñé con ser el agua que calmara tu sed. Hoy antes de partir no podía marchar sin desgarrar mi alma por última vez contigo.
Ya conoces de mi afición por los mariachis. Si he de poner música a lo que siento, he de decir que suene aquella canción que dice:
“Ay amor, aquí estoy preso de tu recuerdo en mi soledad.
Ay amor son tantos años y no hay remedio para mi mal.
Ay amor estoy vencido y no tengo fuerzas para luchar.
¿Dónde estás? Que cielo cruzas sin extrañarme nube perdida.
Porque no vienes a iluminarme luz de mi vida, regresa pronto que yo no vivo, si no es por ti.
¿Dónde estás? Detén tu vuelo y vuelve a casa nube viajera,
por una sola de tus caricias todo lo diera, aunque volvieras de nuevo a irte lejos de mí.”
Me arrepiento de mi cobardía pero aunque es tarde para amarnos hasta el amanecer no lo es para decirte que te quiero y te querré.
Siempre, mi niña.
Él llevaba un cordón de cuero con un corazón de plata que se partía en dos. Ironizaba de no haber encontrado a la persona a la que entregar una de aquellas partes o no poder dárselo a nadie por no ser de fiar. Junto a la carta me envió una de las mitades de aquel corazón de plata.
Las lágrimas rodaban por mis mejillas. La tristeza infinita e inexplicablemente, el corazón henchido. ¡Me había querido! Un amor noble y quimérico. Mi unicornio, alguien valioso al que nunca subyugué, alguien libre. Una ranchera cantada con voz rota.
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